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era para ellas imposible, y dejaban de grado sus palacios de mármoles y jaspes para humillarse en el tugurio del menesteroso. No eran todas en verdad cristianas según un mismo espíritu: unas, severas hasta el más extremado rigorismo, hacían en medio de la pompa y fausto que las rodeaba una vida enteramente cenobítica, suspirando por el martirio negado á sus ardientes votos; otras, sólo reprobaban de la vida romana el vicio y el delito, y unían al fervor positivo y sincero del neófito la magnificencia y el orgullo del patricio. No faltaban entre aquellas, viudas ilustres y vírgenes, descendientes, merced á los genealogistas, de los Atridas por la línea paterna, y por la materna de los Escipiones y de los Gracos, y revestidas por consiguiente con todo el prestigio de la mitología y todos los blasones de la historia; y mientras no pocas abandonaban el lujo y los placeres, y, cosa más difícil aún, los resabios de su casta, y ahogando en su corazón los recuerdos de la infancia y del cielo de Roma, de las literas llevadas en hombros de eunucos, de las marmoreas terrazas de Ostia, del triremo dorado y del tibio baño, insensibles á las quejas de sus hermanos y de sus hijos, se precipitaban alegres é intrépidas en las naves que las habían de conducir á Siria, al Egipto, á la Palestina, al solitario seno de alguna desierta Tebaida, para entregarse allí á un trabajo sólo propio de esclavos al pié de los antiguos sepulcros del Oriente; otras, más sensibles á las amonestaciones de los malos sacerdotes que á los preceptos de la nueva ley que habían abrazado, eran cristianas sólo de nombre y no acertaban aún á posar el muelle y delicado pié sino sobre el mármol ó el marfil, semejantes á las diosas labradas por los eximios escultores del politeísmo.

Porque tenía el cristianismo su tercer partido, casi diríamos su partido moderado, compuesto de aquellos sacerdotes y diáconos nacidos en Roma ó en Italia á quienes principalmente repugnaban las asperezas y austeridades de los ascetas, y que creían que podía ganarse el cielo sin grandes sacrificios ni

privaciones, sin romper del todo con las muelles costumbres de la vida pagana. Eran éstos los que san Jerónimo llamaba relajados ó tibios: los cuales decían: ¿habremos de tolerar nosotros que esos falsos clérigos, abortados de los antros y cavernas de Siria y Egipto, vengan á enseñarnos una perfección quimérica contraria al verdadero espíritu del Evangelio? ¿Es justo que así se metan ellos á turbar la paz de las familias, arrancando á las madres sus hijos, las hijas á sus madres y á la patria sus matronas, para poblar con ellos las soledades del Oriente? ¿Por ventura ha juntado Roma los tesoros consulares para enriquecer al Asia y al Egipto? ¿Quién ha dicho que no recibe Dios las plegarias de sus criaturas más que entre el estruendo de las cataratas ó en el pavoroso silencio de los yermos? Roma es por cierto templo digno de su grandeza, y la Omnipotencia recibe mayor y más grandioso culto en la cumbre de estas siete colinas que fueron en otro tiempo bosque de ídolos y ahora son planteles de cruces (1).

No eran ciertamente los cristianos acomodadizos los llamados á regenerar el mundo. Y sin embargo, las almas enérgicas que comprendían la necesidad del inmenso sacrificio pedido al orbe romano, eran tan pocas! De los nobles que aún permanecían obstinados en las antiguas costumbres, casi sería excusado decir nada: éstos oponían la más tenaz resistencia al triunfo del Evangelio, mas era su resistencia puramente pasiva. Los dudosos descendientes de los Metelos y de los Apios, conservaban aún ingentes patrimonios á pesar de las confiscaciones y de las expoliaciones, convertidas en medida de gobierno, regularizadas y sistematizadas desde Julio César: porque aquellas rara vez pasaban de mero secuestro, y éstas, limitadas á lo más selecto de los ciudadanos romanos, no se extendieron á las provincias sino muy tarde (2). Pero habiendo dejado de ser para ellos lu

(1) RUFF., in Hyer. passim.

(2) La poderosa familia etrusca de los Cecinas conservó hasta la invasión de los Bárbaros su patrimonio, que databa desde antes de la fundación de Roma.

crativos los negocios públicos, y disgustados de la política imperial, suspicaz y sombría con la aristocracia, abandonaron del todo su intervención en las cosas del Estado y emplearon su actividad, reconcentraron toda su energía en los asuntos privados y en los goces íntimos, egoístas é individuales. En la primera época del Imperio, toda la Italia había sido un inmenso jardín, poblado de árboles y plantas exóticas, de palacios de jaspe, de estatuas griegas, sin una espiga de trigo, sin un olivo. La Sicilia, África y España eran las provincias que alimentaban á Roma (nutrices Roma). Tardó una vez la flota de Sicilia en llegar á Ostia, y esta tardanza ocasionó á Nerón su ruina. Mas en el sexto siglo, ya toda la Italia estaba cultivada: la Apulia, la Lucania, el Brucio, la Calabria, la Campania, la Toscana y la Istria abundaban en cereales, aceites y exquisitos vinos. La aristocracia romana, pues, vivía consagrada á la agricultura, á la industria y al comercio. Los inmensos gastos que en otro tiempo había hecho para monopolizar los honores y las distinciones, no se repetían ya nunca: no llevaba ya ella á la sangrienta arena de los anfiteatros y circos gladiadores y panteras, no solicitaba ya las aclamaciones de las turbas: no pudiendo ni queriendo dominar la sociedad de su época, limitábase á deslumbrarla con la pompa y magnificencia de sus caprichosas modas y tren de vida. El lujo de los carros y de las mesas rivalizaba con el de los trajes: había senadores que llevaban bordadas ó pintadas en sus ropas colecciones enteras de feroces alimañas (1). Las calles Esquilina y Suburra retemblaban con las numerosas cabalgatas de los jóvenes patricios, olvidados ya del cultivo de la filosofía y de las letras, y sólo atentos á los goces físicos y groseros. Las matronas vagaban de la mañana á la noche llevadas en sus basternas, arrollando á la gente menuda sin compasión, precedidas y seguidas de un tropel de eunucos y

(1) AMM. MARCEL. XIV. 6.-V. también á MULLER De genio, moribus et luxu divi Theodosii.

bufones (1). Dos pasiones ocupaban la vida entera de esta aristocracia infiel á su antigua gloria: la vanidad y el bienestar material. No tenía ya ambición, porque esta pasión generosa es impropia de las existencias materialmente satisfechas. Desde la cumbre de las jerarquías sociales, veía ella aniquilarse la patria sin una lágrima, sin un suspiro, y no tenía generosidad suficiente para consagrar á su regeneración ni un grano de oro de su caudal, ni un minuto de su tiempo. Una parálisis funesta, una lepra incurable y sórdida se iban insensiblemente apoderando de todas las clases elevadas, y la aristocracia, que sólo vive cuando impera, y que muere cuando deja de dominar, se iba convirtiendo en una vana sombra.

Además del grosero materialismo de los nobles, concurrían otras causas á perpetuar el paganismo, sólo en el terreno oficial condenado. Los recuerdos de las antiguas teogonías duraban enérgicos y elocuentes en la vida campestre, lejos de la acción de la ciudad. Allí las creencias eran impresiones, no doctrinas. En tiempo de Honorio, mientras la parte oficial del Imperio caía prosternada al pié de la Cruz y el famoso edicto del año 396 prohibía las libaciones en los festines, las teas fúnebres, las guirnaldas de Himeneo y hasta los dioses Lares, tan cantados por los poetas y tan caros á los descendientes de los Árcades y Pelasgos, la náyade indígena habitaba todavía en su fuente, la hamadriada permanecía en su bosque de olivos ; y ni el hierro ni los edictos fueron bastantes á destruir el prestigio encantador de aquel panteísmo rural inmortalizado por Hesiodo y Virgilio. El ager romanus, los valles de la Arcadia y de la Sabina, conservaron por largo tiempo las graciosas fiestas en que el dios Pan, á la sombra de los plátanos y al rumor de las fuentes murmura. doras, recibía la oveja manchada de cinabrio y la flor de trigo. Á la joven desposada siguió acompañando la flauta campestre, al alejarse de la morada paterna, y aunque en las aldeas de Italia,

(1) AMM. MARCEL., loc. cit.

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