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de Grecia y de España, los prados y los caminos llenos de cruces indicasen desde luego que las poblaciones rurales eran cristianas, y aunque sus groseros habitadores acudiesen en bandadas á los oficios divinos de las basílicas convertidas en iglesias, todavía sin embargo en lo profundo de los bosques, á la orilla de algunos arroyos ó algunos lagos, se espejaba tranquila en el agua la gruta de las ninfas poblada interiormente de náyades ó napeas de piedra y arcilla, y allí acudían en las horas de ocio. y de vagar los mancebos y las doncellas á coronar de flores aquellas figurillas, si no ya por religión, al menos por maquinal instinto (1). La sementera, la siega, la vendimia, todos los trabajos de la vida del campo, estaban presididos, como antiguamente, por Ceres, Baco y Pomona.

Las provincias en general, sobre todo en el Occidente, resistían con tenacidad el desarrollo completo del cristianismo (2). En ellas los pontífices y flámines habían tenido la habilidad de utilizar el espíritu de autonomía en favor del culto. Cada ciudad tenía su divinidad particular, y la devoción á ésta había venido á ser la religión única de la comarca de manera que habituados sus moradores á no dirigir sus plegarias y sus miradas mas que hacia aquel simulacro, ni sus ofrendas mas que á aquella ara, la suerte de las otras divinidades extrañas era para ellos cosa en cierto modo indiferente. De aquí resultó que cuando dejó de ser el Capitolio el verdadero centro de la religión greco-romana, el politeísmo aún subsistía en una porción de pequeños centros repartidos por todas las provincias. Las leyes restrictivas del antiguo culto apenas tenían aplicación en el Occidente, merced al espíritu de localidad que el régimen municipal y de descentralización había desarrollado. He aquí la explicación

(1) Véase en el conocido poema de Dafnis y Cloe, escrito en el iv siglo, la comprobación de lo que decimos.

(2) En el mismo Oriente, donde era más perseguido el politeísmo por hallarse más directamente bajo la acción de los Emperadores, tenía defensores acérrimos y tan distinguidos como los Claudianos, los Eunapos, los Zosimos y los Libanios.

de un hecho atestiguado por San Agustín que parece de pronto increíble: durante los primeros años del reinado de Honorio, en toda España era general esta queja: no llueve, los cristianos tienen la culpa.

Un escritor del quinto siglo nos refiere que las gentes que habitaban la Isla gaditana y su territorio adoraban cum maximâ religione una estatua de Marte, que entre aquellos naturales llevaba el nombre de Neton. Añade que esta estatua era radiada, con lo cual nos da á entender suficientemente el origen fenicio que hemos asignado á la divina protectora de la antigua Cotinusa. De tal manera había encarnado el politeísmo en las ideas y costumbres de los pueblos todos de Europa, que á pesar de los inauditos esfuerzos de los Padres de la Iglesia primitiva para que repudiasen esta triste herencia del pueblo romano, jamás lo consiguieron, y una multitud de creencias absurdas, de prácticas ridículas y de errores peligrosos, evidentemente dimanados de las antiguas supersticiones, permanecieron hondamente arraigados en las nuevas sociedades cristianas... Y aún duran todavía.

Admira la sabiduría con que la Providencia dispuso el remedio para salvar al mundo, entregado á una dolencia al parecer incurable. La gran revolución que había de hacer al hombre de las sociedades modernas condenar el placer y amar el propio sacrificio, no podía verificarse sino por grados y paulatinamente. Comienza la singular transformación abdicando voluntariamente los Emperadores el supremo Pontificado en el Pastor de la ciudad eterna: reúnese un día el colegio de los pontífices para ofrecer á Graciano las vestiduras de Sumo-Sacerdote, y el emperador rehusa aquel alto honor como un sacrilegio, y manda publicar á poco tiempo un edicto que confiere al obispo de Roma el examen de los otros prelados, para que no sean jueces profanos los que conozcan de las cosas de religión, sino un pontífice de la religión misma asociado de sus naturales colegas (1). He aquí

(1) FLEURI. Hist. ecl., XVII. 42.

descollando por la vez primera con carácter á un mismo tiempo religioso, político y profano, la figura colosal que va á dominar en el teatro de los siglos venideros: he aquí al auxiliar formidable de los grandes reyes, al poderoso antagonista de los grandes tiranos. He aquí al Papa.

Pero, obrando tan enérgicamente las causas que dejamos apuntadas, no bastaba que desaparecieran las fórmulas y el rito para que desapareciera también el paganismo: podían acabar las antiguas ceremonias, los quince pontífices, los quince augures de linaje patricio, los quince conservadores de los libros sibilinos, los siete épulos, el rey de los sacrificios, el flamen de Júpiter, los de Quirino y Marte, los lupercales y todos los que componían la turba jerárquica de las antiguas procesiones, que hacían estremecer el aire con sus clamores y levantaban en los caminos nubes de polvo al batirlos con sus danzas furibundas; podía, repetimos, acabar todo esto sin que dejara de mantenerse la antigua, tradicional y por entonces necesaria costumbre, de que las inteligencias escogidas para regir el sacerdocio y el pontificado saliesen de la aristocracia urbana. La elección de los obispos, en Roma lo mismo que en el resto del Imperio, se verificaba por principio y en apariencia por el clero y la plebe reunidos, pero en Roma principalmente la clase de los patricios dominaba á todas las demás. La conexión de las dos ideas de episcopado y aristocracia despunta en Roma hasta sobre las hogueras de los mártires (1). La elección de obispo era en la ciudad de los Césares ocasión frecuente de luchas terribles entre las diferentes familias senatorias y consulares, y tal el ardor que estas poderosas familias desplegaban en el triunfo, que el prelado electo se veía involuntariamente colmado por sus parientes de inmensos donativos. No es otro el origen del gran lujo desplegado por el poder episcopal desde el cuarto siglo. Las

(1) Durante la persecución de Diocleciano se atribuyó al papa Cayo un supuesto parentesco con este principe.

riquezas de los más opulentos pares de Inglaterra no nos dan hoy mas que una leve y muy lejana idea de la opulencia de aquella aristocracia territorial romana (1) de que nos hablan Ammiano, Claudiano y Casiodoro, dueña de los palacios, de los campos, de las deliciosas quintas de Roma y de poblaciones enteras en Italia, Grecia, y Asia. De estas donaciones y larguezas, y del patrimonio privativo de los electos, se formó el primer núcleo de la riqueza de los pontífices. Glaphira, patricia ilustre, fué como la precursora de la célebre condesa Matilde; ella fué la fundadora de la Basílica de San Pedro (2), y las liberalidades de que á imitación suya hicieron alarde los emperadores y los particulares poderosos, y que se extendieron hasta Grecia, Sicilia y África, fueron la base del inmenso patrimonio que muy en breve juntó la Santa Sede..

Ahora bien, en esta misma riqueza de la Iglesia de los siglos iv y v se ve la manera cómo va utilizando la mano de Dios las inclinaciones, y hasta los defectos, de los hombres, para hacerlos producir aquellos resultados que de pronto aterran y confunden á las naciones, y después, andando los siglos, las hacen admirar y adorar los caminos por donde dirige la eterna Sabiduría el progreso de la errante humanidad. La riqueza, el lujo, el fasto de aquellos papas, superiores ya 'de hecho al prefecto de Roma (3) y á la autoridad pública; de aquellos grandes hombres doctores vírgenes de la Iglesia virgen según la expresión de San Jerónimo, eran á los ojos del

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(1) Según el aserto de Olimpiodoro, escritor del siglo 1, citado por Phocio, eran muchos los senadores que disfrutaban una renta de 14 á 16 millones, sin contar sus provisiones de granos y vinos, que podían valuarse en otra tercera parte más de la referida suma.

(2) «Glaphyra illustris faciens de proprio fundamento Basilicam Beato Petro.» (Liber pontif. in S. Symm.)

(3) Esta superioridad quedó de hecho establecida en tiempo del papa Dámaso, cuya elección como candidato de la aristocracia (sin faltarle el apoyo, á la sazón incontrastable, de las fervorosas damas romanas) se verificó sin intervención ninguna del partido oficial y de los magistrados. De sus resultas el prefecto Juvencio, no atreviéndose ni á castigar los desórdenes de que Roma fué teatro, ni á hacer pesquisas entre sus motores, se salió fuera de la ciudad.

pueblo, de los magnates y de las matronas, la muestra ostensible y auténtica de su supremacía; y al propio tiempo aquella magnificencia, aquel fasto (1) eran á los ojos del partido popular y democrático que en el seno de la Iglesia misma se iba ya desarrollando, la manifestación elocuente de una necesidad nueva, á saber, la de que viniese la frámea de los bárbaros á romper la unión de la idea cristiana con la forma pagana cuando empezara á ser perjudicial este consorcio, sin que pudiera acusarse de ingratitud al Pontificado, en cuyo beneficio se había la ostentosa antigüedad despojado de su prestigio. La Iglesia no hubiera civilizado, ni menos gobernado al mundo en aquellos siglos de general corrupción y desaliento, si los papas se hubiesen ceñido á la pobreza y simplicidad de los apóstoles. Pero por otro lado, tampoco la Iglesia hubiera llegado á ser lo que ha sido en los siglos posteriores, si hubiesen continuado sus regidores llevando el peso de la autoridad política abandonada por los patricios, y siendo de hecho príncipes del Senado, cónsules y prefectos del pretorio. No, era menester que estas inútiles y embarazosas reliquias de la Roma antigua fuesen pulverizadas en su manos... Ya las instituciones de los Césares habían producido su fruto: consumada la abdicación del supremo Pontificado en el Vicario de Jesucristo, quedaba un peligro inminente que conjurar, y era el de que el Pontificado y el episcopado se adormeciesen en las doradas y reverenciadas sillas senatoriales.

Es muy de notar la circunstancia de que los auxiliares más poderosos de la regeneración del Occidente salieron de entre los presbíteros ascetas y de entre aquellos espíritus varoniles afiliados en las legiones del monacato plebeyo, que por primera vez se habían aproximado al trono imperial bajando de las montañas

(1) Nada les falta, escribía Ammiano Marcelino hablando del episcopado romano, ni las ofrendas de las matronas, ni carros suntuosos, ni vestiduras magnificas: las mesas de los obispos de Roma están espléndidamente cubiertas y servidas, y su lujo oscurece al de las mesas de los Augustos (adeo ut eorum convivia regales superant mensas).

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