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CAPÍTULO XIV

Influencia benéfica de la Iglesia gótica

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RA el clero en aquella revuelta edad el que marchaba al frente de la civilización de los pueblos: los obispos, los presbíteros y los monjes, depositarios de las reliquias de la clásica antigüedad, únicos conocedores de las ciencias y de las artes, hacían germinar, con la moral y la reforma de las costumbres, la industria y todas las aplicaciones útiles de sus conocimientos, en las tierras aún empapadas con la sangre mezclada de cristianos y de infieles, de romanos y de bárbaros. Lo mismo que un prelado había hecho grande á Clodoveo, hacían ahora otros prelados grande y prepotente la nación que el cielo había reservado para asiento de la monarquía más identificada con la civilización del Imperio romano.

Grandes iban á ser en los siglos VI y VII las monarquías. fundadas por los reyes Bárbaros: en Italia y España, en armas, en letras, en artes industriales, en ciencias eclesiásticas, en el

comercio, la industria y la agricultura, la segunda principalmente iba á poder emular con el Imperio de Oriente. Los ostrogodos de Italia tenían á su devoción los Casiodoros, los Boecios, los Simmacos, que hacían renacer bajo el suave cetro del más ilustre vástago de los Amalos (1) muchas de las antiguas formas de la administración romana. Pero los visigodos de España, extendidos desde las márgenes del Ródano hasta la parte meridional de la Mauritania tingitana, constituían ya la nación más poderosa y formidable del Occidente al comenzar la época conocida con el nombre de Edad media. Ellos tenían ilustres guerreros, legisladores sesudos, sacerdotes ejemplares, controversistas agudos, poetas y escritores elocuentes, en los Theudiselos, los Montanos, los Idacios y Toribios, los Draconcios, los Merobandes y los Orosios.

Porque la Iglesia en España, lo mismo que en todos los países del Occidente que habían sido provincias romanas, si bien en el período del cuarto siglo á la primera mitad del quinto atendió principalmente á consolidarse y robustecerse con el auxilio de sus grandes doctores; de la segunda mitad del quinto hasta fines del séptimo, se consagró á civilizar á los Bárbaros y á fecundar su naciente nacionalidad. Menos guerrear y derramar sangre, la Iglesia lo hacía todo: porque ella era la única que todo lo sabía y de todo podía dar lecciones. Verdaderamente admira la actividad que desplegó en este segundo período, sobre todo si se consideran las dificultades inmensas que tenía que superar. Vemos literalmente renacer el apostolado de los primeros días del cristianismo, con sus mismos obstáculos y contradicciones; porque no se trata solamente de predicar el Evangelio y de padecer por la verdad, sino que es necesario además defender á los vencidos (el título de defensor civitatis ya sólo pertenecía á los obispos), desarmar la ira de los vencedores y convencer á aquellos feroces y adustos paganos y arrianos, y

(1) Teodorico, el rey de los ostrogodos.

esto no en el Areópago de Atenas ni en el foro de Corinto, sino en los mismos campos de batalla, en las poblaciones tomadas por asalto, tal vez entre las humeantes ruinas de los templos y ciudadelas, y dirigiéndose á hombres llenos de saña y sedientos de sangre. Además, la

Iglesia es la que en esta

época pone el arado en

SEVILLA

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manos del rústico y le enseña á trazar los surcos de donde luégo saca el sustento: ella pone la escuadra y el compás en las manos del albañil, y el martillo en las del menestral, y la pluma en las del alumno consagrado al estudio; ella educa en los claustros que abre á la silenciosa y casta vida monástica, entusiastas al par que modestos iluminadores, que desarrollando sus ideas al santo calor de la oración y de la contemplación, encuentran un nuevo ideal más adecuado que el del arte pagano para la manifestación de su ardorosa fe: ella en suma convierte los monasterios en otros tantos focos de civilización donde encuentran puerto de salvación las obras maestras de Grecia y Roma, ciencia clara y copiosa las inteligencias que apetecen la luz, refugio seguro todos los infortunios, consuelo eficaz los grandes decaídos y los débiles agobiados, albergue los pobres, los extranjeros, los peregrinos, y todas las criaturas de buena fe la mansion de la verdadera libertad y de la felicidad verda

ALCÁZAR

PUERTAS DEL PATIO DE LAS DONCELLAS

dera. En aquellos días de turbación y general desorden, no hay más historia que la de la Iglesia: por más que se repita, nunca será bastante.

¿Queréis saber en qué emplean su vida los Zenones y Salustios y los demás obispos hispalenses de aquel tiempo? Pues básteos que os diga en lo que la ocupan todos los otros prelados sus coetáneos, porque del Estrecho de Hércules al Pirineo nunca ha de ver la península ibérica más completa y sorprendente unidad en lo social, en lo político y en lo religioso. «El obispo del siglo vi bautiza, confiesa, predica, impone penitencias públicas ó privadas, fulmina anatemas ó levanta excomuniones, visita los enfermos, asiste á los moribundos, entierra los muertos, redime los cautivos, sustenta á los pobres, á las viudas y á los huérfanos, funda hospicios y enfermerías, administra los bienes de su clero, pronuncia como juez de paz en las causas civiles ó decide como árbitro las diferencias de unas poblaciones con otras: al propio tiempo compone tratados de moral, disciplina y teología, escribe contra los heresiarcas y los filósofos extraviados, cultiva la ciencia clásica y la historia, dicta puntuales respuestas

para los que le consultan sobre materias de religión, mantiene

correspondencia epistolar con las iglesias y los otros obispos, asiste á los concilios y á los sínodos, concurre á los consejos de los Emperadores, dirige las negociaciones, desempeña arduas y peligrosas legacías cerca de los usurpadores ó de los príncipes bárbaros con el fin de aplacarlos ó contenerlos: en una palabra, los tres poderes religiosos, político y filosófico, están concentrados en el obispo católico (1).»

Pero tratándose de la Iglesia gótica española, ocurre una reflexión consoladora que resume todas las glorias de nuestra nación en los siglos cuyos horizontes vamos registrando. Las únicas herejías que la afearon fueron el arrianismo, que no era la religión de los españoles, sino la de los godos y suevos que

(1) Riancey, HIST. DU MONDE: Ere nouvelle: troisième période. Chap. V.

ocuparon el país por derecho de conquista; el Priscilianismo, de importación extranjera y reducido al territorio de Galicia; y algunas ligeras chispas de Nestorianismo, que no llegaron á producir incendio formal por ser meras opiniones aisladas. La doctrina de la Iglesia de España permaneció pura en general durante aquella misma época de sujeción de los siglos v y vi en que todavía no habían abjurado el arrianismo los monarcas godos. Por lo demás, no hay elogio dirigido con justicia á los grandes hombres que produjo la Iglesia de Italia y de las Galias bajo los reyes ostrogodos y merovingios, que no pueda aplicarse con igual fundamento á otros grandes personajes suscitados por nuestra Iglesia, ya en la Tarraconense, ya en la Cartaginesa, ya en la Lusitania, ya en Galicia ó ya en la Bética. De nuestros obispos españoles puede principalmente decirse lo que en alabanza de todo el clero de los siglos v, vi y VII en general dice el elocuente H. Riancey: toda la fuerza moral, toda la actividad intelectual se había reconcentrado en ellos... Ellos ejercían el poder que la desorganización de la sociedad civil había dejado caer en sus manos, y si el decoro y la dignidad humana se hallan interesados en citar nombres de escritores, sólo en los claustros ó bajo el sagrado palio podrán encontrarlos. Á no ser por los escritos de San Gregorio de Tours, de San Fortunato de Poitiers y de San Isidoro de Sevilla, nada absolutamente sabríamos de la historia occidental. Los grandes genios de la antigüedad habrían perecido en el olvido si no hubieran venido al mundo un San Martín y un San Benito (1).

Con sólo tener presentes estas observaciones, sabemos ya, sin que los cronicones nos lo refieran, cómo vivieron los prelados de Híspalis, de Astigis, de Asido, de Itálica; cómo se conducían con aquellos dominadores que apenas se atrevían á ensayar una nueva forma de sociedad civil, así el metropolitano como sus sufragáneos; quién regía, administraba y civilizaba aquella por

(1) HIST. DU MONDE. 2.me partie – troisième période.

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