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palis. En Toledo sólo fué su muerte. Liuwa, ya lo hemos dicho, se quedó en Narbona. La duda principal ocurre respecto de su hermano Leovilgido, pues no se sabe si al hacer partícipes de su reino á sus dos hijos Hermenegildo y Recaredo, residía en Toledo, donde había muerto Athanagildo, ó si perseveraba en la ciudad del Guadalquivir. Pudo muy bien al asociarse al trono los dos hijos (año 577) hacer rey de la Bética á Hermenegildo, que era el primogénito, pasar él entonces su asiento y residencia á Toledo, y establecer á Recaredo en la nueva ciudad de Recópolis (1). Pudo por el contrario ser Hermenegildo el que se trasladase de Toledo á Sevilla: y ambas interpretaciones se compaginan con el único dato incontrovertible que acerca del origen de la rebelión del hijo contra el padre tenemos, á saber, que cuando el Santo se casó vivía con su padre y con su madrastra; de lo contrario, no hubieran podido mediar entre ésta y la esposa de Hermenegildo aquellos malos tratamientos de que resultó la división y encono entre las dos cortes. En lo que no hay duda es en haber sido Sevilla la corte de Hermenegildo, pues en ella se hallaba, y no en Toledo, el metropolitano San Leandro, que fué quien acabó de decidirle á abjurar el arrianismo.

Y llegamos á la época más interesante de la monarquía goda, que es también la más calamitosa por la persecución que sufre la verdadera fe y la más gloriosa para la Iglesia hispalense por la calidad de los Santos que produjo.

(1) V. á Amb. de Morales, obra citada, lib. XI, cap. 63.

CAPÍTULO XV

Leovigildo y Hermenegildo

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VANZABA España á pasos de gigante hacia su unidad política. Los bizantinos, acorralados en las playas del mar, estaban ya amenazados de exterminio: la rebelde Córdoba, la fuerte Asidona y la raza independiente del Orospeda, vivían sumisas y tranquilas; las reliquias de los suevos esparcidas por Lusitania y Galicia no daban

indicios de querer turbar la paz del Estado civil visigodo: finalmente, los antes indomables vascones no oponían ya resistencia á que del mar Cantábrico al estrecho apareciese en la vasta monarquía de Leovigildo la espléndida muestra del genio bárbaro sujetando en un solo cuerpo muchas cabezas dominadas por una diadema, como sujetaba el lazo romano las diferentes varas del haz del lictor sombreadas por una afilada segur. Íbase verificando una transformación completa en el derecho político de los dominadores.

El afianzamiento y prestigio de la dignidad real era uno de los más ardientes anhelos de Leovigildo: los tristísimos efectos del derecho de elección eran tan palpables y frecuentes, que un hombre de sus elevadas miras tenía que verse forzosamente conducido á sustituirlo con el sistema de la herencia. No podía sin embargo el animoso rey rasgar del código de las antiguas costumbres y borrar de la memoria de sus gobernados la tradición de la potestad electiva, y esto le sugirió la resolución de imitar la política de su hermano Liuwa, que había resucitado la costumbre de los Césares de asociar á su trono en vida á los que habían de sucederles después de muertos. Consecuencia de esta reforma, derivación lógica y necesaria de ella, y no pueril vanidad ó capricho que no tendrían explicación en el elevado carácter de Leovigildo, fueron las innovaciones de forma y aparato que para hacer más respetable la dignidad real tomó este monarca de los emperadores de su tiempo. Primer príncipe de la gente goda en quien el título de rey significa algo más que el derecho de ejercer la primera magistratura política sobre su pueblo, Leovigildo se distingue de todos sus antecesores y de todos los magnates de su reino en el traje de que aparece revestido. No toma la púrpura como el ostrogodo Teodorico en Italia, pero se cubre con el manto real, y adopta además las mismas insignias reales usadas en otros países, señaladamente el cetro y la corona. Con asombro de los partidarios de la antigua igualdad, preséntase en pública asamblea ceñida la sién con la regia diadema. Sólo desde el tiempo de Leovigildo se ven coronados los reyes en las medallas de la España gótica (1): sólo desde esta época dejó de ser para nuestra nación una mera figura el hablar del trono de sus reyes. Mandó erigir en su palacio de Toledo un soberbio trono, y sentado en él recibía en las más solemnes audiencias á los optímates, á los prelados y al pueblo. Sobresalió aparte de esto como administrador sabio

(1) FLÓREZ. Medallas de España, t. III.

y prudente; estableció en el ejército la más rigorosa disciplina; manifestó contra sus enemigos un fondo de sagacidad y solercia, no raro en verdad entre los capitanes de aquellos siglos, merced al cual supo sembrar entre ellos la división, seducir á los jefes más temibles, y hacer á veces grandes preparativos contra una nación para celebrar paces con ella en el momento más inesperado, y caer de improviso sobre otra desprevenida y desarmada.

Hizo poco como legislador, reservando este lauro para el católico Recaredo, en quien era misión de la Providencia dar á España la unidad religiosa y civil y vigorizar con el nuevo espíritu de la verdad católica á la gente visigoda, desterrando los imperfectos embriones de la legislación personal, formados por Eurico y Alarico mas que para una gran nación, para un incoherente agregado de razas distintas. Un paso dió no obstante con su. misma conducta hacia la apetecida fusión de las dos naciones goda y romana, que por sus leyes especiales se regían. Pero Leovigildo, que como simple particular había contravenido á la ley prohibitoria de los matrimonios con mujeres de distinta raza, estaba destinado á ver bajo su dominación los azares y las desgracias á que su ejemplo podía dar origen, mezclándose á la reforma política el fermento religioso.

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«Casado con Teodosia, de linaje romano, hija de un antiguo › gobernador de Cartagena y hermana de Leandro, obispo á la sazón de Sevilla, había tenido de ella á Hermenegildo, con » quien acababa de compartir el trono, y á Recaredo, que le su> cedió después de su muerte. Uno y otro joven se habían edu>cado en la fe arriana, que no era el carácter de Leovigildo para >permitir que sus hijos profesasen distinta creencia que la suya. >No será con todo aventurado el creer que los ejemplos diarios › de la madre y las conversaciones con el hermano de ésta, lumbrera de la Iglesia de España y el hombre más instruído de la nación, labrasen hondo efecto en el corazón de aquellos prínci>pes y los predispusiesen en favor del dogma católico, que les

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> ofrecerían como más santo y más elevado. Añádase á esto el > matrimonio de Hermenegildo con una princesa franca, católica > también, y su residencia en Sevilla, desde donde gobernaba > una parte del reino al lado de Leandro, en provincias menos > ocupadas del linaje godo que las del norte; y se comprenderá > fácilmente su pública abjuración del arrianismo y su conversión ›á la fe católica. Mas al adoptar el hijo esta resolución, no había > tenido en cuenta el enérgico, el duro carácter de su padre. Ni › la política ni el orgullo consentían á Leovigildo que mirase con › indiferencia semejante paso; cualquiera que fuese el grado y la > intensidad de sus convicciones, era padre y era rey, y no con› cebía ni que se desairase, ni mucho menos que se burlase su > autoridad. Amonestó, pues, suavemente á Hermenegildo para › que retrocediese de su error; y acudió después á las armas, › para cortar el daño con ellas, cuando se convenció de que la › persuasión era absolutamente inútil. Hermenegildo, por su par>te, si había sido puro é irreprensible en declarar regla de su ›fe la que como tal le señalaba su conciencia, no lo fué segura› mente acudiendo á los medios de que se valió para resistir á >su padre y llevar adelante su propósito. Nunca debió levantar > contra él las espadas de sus súbditos; nunca, mucho menos, › debió llamar á los griegos en su apoyo, ni introducir tropas > extrañas en el corazón de la monarquía. Todo ello, sin embargo, fué por el pronto inútil y aun perjudicial á la causa cató> lica. La muchedumbre de los godos siguió con entusiasmo la › bandera de su rey: Córdoba y Sevilla se vieron precisadas á » abrir sus puertas á los vencedores. Hermenegildo murió en un › encierro: su esposa Ingunda huyó desolada á Constantinopla : > Leandro y otros muchos obispos fueron desterrados. El ilustrado y tolerante Leovigildo hubo de pasar en sus años últimos › por perseguidor. Mas entonces sucedió aquí lo que ha sucedido > muchas veces en el mundo; la fuerza divorciada con la razón » y vencedora en el orden material, en el orden moral quedaba › vencida. Puestos en lucha abiertamente el dogma católico y el

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