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>arriano, saltó luégo á la vista la inferioridad de este último, ya > en su propia valía, ya en la valía y en el número de sus defen>sores. Espantado hubo de considerar Leovigildo en su alta › razón la disidencia, ó por mejor decir, el debate que legaba á >sus sucesores; y al observar la marcha de las cosas y de las > ideas, al contemplar la necesidad de constituir un verdadero › estado para que el poder gótico durase, no encontró otro recur› so en su conciencia y en su patriotismo que el aconsejar á su > hijo Recaredo, cuando estaba ya próximo á morir, la abjura›ción de la herejía de sus mayores y la proclamación de la fe > católica como religión dominante del Estado. Con tan insigne >prueba de abnegación personal, con esta sublime condenación › de sus propias obras, puso fin Leovigildo á uno de los más > interesantes reinados que se leen en los anales del imperio › gótico (1). >

La mucha autoridad que á las líneas que acabamos de transcribir da el nombre de su autor, nos obliga á ser menos sobrios de lo que quisiéramos en la exposición de un hecho tan capital como la rebelión y martirio de S. Hermenegildo. De la citada narración se desprende un juicio benigno con el padre, duro con el hijo, y un principio muy fecundo en errores, según el cual la razón de Estado es la ley suprema en la humana sociedad. Parécenos que al formular esta censura de la forma terrible que insensiblemente vino á tomar la conversión de Hermenegildo á la fe católica, se culpa á este príncipe de algo de que no era él responsable, y de que corresponde toda la culpa á la época todavía semi-bárbara en que se verificó el ruidoso acontecimiento. Los restos que aún duraban de la primera incivilidad de los godos, y no pocos resabios de sus antiguas creencias, ofuscaban visiblemente á Hermenegildo una vez enardecida su imaginación con el cuadro halagüeño, que sin duda entrevía, de la prospe

(1) De la monarquia visigoda y de su código el Libro de los Jueces, introducción al tomo I de Los CÓDIGOS ESPAÑOLES; por el E. S. D. Joaquín Francisco Pacheco. Cap. I al fin.

ridad del reino purgado de la disolvente herejía arriana, y no le permitían comprender el espíritu de mansedumbre, resignación y humildad, que caracterizan el verdadero cristianismo, enemigo de sangrientas y enconadas luchas. Merece cierta disculpa en verdad el gravísimo yerro del que se levanta en armas en propia defensa (1) contra el autor de sus días, circulando por sus venas la sangre goda y viviendo en medio del contagio de los malos ejemplos. El homicidio, el parricidio, el fratricidio eran á la sazón secretos resortes de estado entre los mismos príncipes católicos que ostentaban el título de primogénitos de la Iglesia. Los nietos de Clodoveo observaban una conducta, no de católicos, pero ni aun de paganos. Prostituyendo y ensangrentando el tálamo de sus esposas, y siendo causa de que rabiosas venganzas precipitasen en un abismo de crímenes á las más ilustres princesas, habían dado á los anales de la gloriosa estirpe merovingia el interés de un drama que horroriza y cautiva á un mismo tiempo, y en este drama figuraban personajes de la propia familia de Ingunda. La criminal y desgraciada Brunechilda era madre de esta princesa. Conocidós son de todos sus horrendos extravíos; nadie tampoco ignora que entre los reyes bárbaros, de cualquier país y religión que fuesen, no había crimen, no había crueldad ni perfidia ante los cuales retrocediese el que se creía llamado por su fuerza á ocupar el trono. Sangre fresca y sangre de hermanos, de esposos, de sobrinos, de parientes de todos los grados, destilaban aún en tiempo de Hermenegildo los laureles de los reyes francos, que eran los llamados á marchar con su pueblo á la cabeza de la civilización del Occidente:

(1) Tratándose de juzgar con imparcialidad la rebelión de Hermenegildo, no es justo prescindir de una circunstancia tan capital como la de haberse armado este príncipe para repeler la agresión de su padre, que le había cedido el reino de la Bética, y que ahora, so pretexto de religión, quería despojarle de él. El acometimiento procedió de Leovigildo. Gregorio de Tours, que vivía en aquellos días y cuya autoridad por lo mismo es de gran peso, dice que habiendo entendido Leovigildo como su hijo era católico, trató luego de destruirle, y él se alzò para escapar de este peligro. Lo mismo refieren Adón, arzobispo de Viena del Delfinado en sus Anales. Paulo Emilio, Roberto Gaguino y Amb. de Morales.

de sangre se había teñido la diestra de Clodoveo ; por excitación suya, Chloderico había sido parricida; Clotilde, la viuda del rey cabelludo, creía cumplir un deber excitando á una venganza

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cruel é implacable á sus hijos Chlodomiro, Childeberto y Chlotario, y Chlodomiro se mostró muy satisfecho de su obra después de haber arrojado á un pozo al malhadado rey burgundio Sigismundo, con su mujer y sus hijos; Chlotario asesinó bárba

ramente á los inocentes hijos de su hermano Chlodomiro; luégo, los hijos de Chlotario reprodujeron escenas de pasiones no menos brutales: el libertinaje de Chilperico asoció en un mismo tálamo á la feroz Fredegunda con la tierna y candorosa Galswinda, inmoló ésta á los celos de aquella, y dió ocasión á las épicas venganzas de Brunechilda. No es menos sangriento el teatro de las monarquías visigoda y ostrogoda: en la primera se fía al puñal la resolución de los grandes conflictos de la ambición de los señores; la segunda nos ofrece iguales desenlaces desde el fratricidio consumado por Theodato en la noble y desgraciada Âmalasunta. En presencia de pasiones tan brutales, que sólo la Iglesia detesta y condena en la época infeliz en que se producen, ¿qué mucho que los corazones más rectos y generosos se familiaricen con el delito cuando se cree que la política lo abona? Es bien séguro que los santos obispos, que más adelante recogieron en la conversión de toda la sociedad visigoda el fruto de las enseñanzas ahora sólo aprovechadas por Hermenegildo, deploraron y aun censuraron lo que hubo de bárbaro y exagerado en la defensa de la conciencia del hijo, y que nunca aconsejaron á éste desesperados arbitrios que redundaran en mengua y escarnio de la autoridad del padre. Claramente San Isidoro le acusa de rebelde (1), y otros piadosos escritores contemporáneos reprenden su conducta con palabras ásperas y calificaciones duras, que no está bien repetir hoy tratándose de un príncipe á quien la Iglesia colocó en sus altares. En los más grandes santos han podido á veces descubrirse grandes defectos, y si el levantamiento de Hermenegildo contra su padre merecía castigo (siempre menor que el de que hoy sería digno, tomando en la debida consideración la ignorancia y perversión de costumbres de su siglo), su entusiasmo por la verdad católica merecía por otra parte un premio; y uno y otro se reunieron, como

(1)... in auxilium Leuvigildi Gothorum regis adversus REBELDEM FILIUM ad expugnandam Hispalim pergit, dice el Santo hablando de Miro, rey de los suevos.

acertadamente observa un juicioso historiador moderno de nuestra Iglesia española (1), en el martirio que padeció, lavando con su propia sangre la mancha de la rebeldía.

Por lo que hace á Leovigildo, forzosamente habremos de afirmar que obró como tirano y parricida. Una razón política miope y estrecha puede atender sólo á la conservación del Estado presente á toda costa; pero es más elevada razón política la que, anticipándose á la actualidad, mira á lo futuro haciendo sacrificio de los propios intereses; y bajo este supuesto la razón de estado no es exculpación bastante para Leovigildo, que pudo prever como su hijo el adelantamiento y progreso prometidos á la sociedad gótica en la abjuración del arrianismo. Condújose, pues, como tirano, violentando la conciencia de su hijo, y poniendo por de pronto en la guerra intestina y parricida un insuperable obstáculo á la conversión y progreso moral y religioso de su pueblo. Obró además como padre desnaturalizado, cuando dirimió por mano del verdugo la contienda que en mal hora sostenía con las armas propias y extranjeras su arrebatado hijo.

Secundado éste por las ciudades más poderosas de la Bética, en que, sin duda por estar más romanizadas, se había propagado más la fe católica y era más impopular el arrianismo, peleó con varia fortuna en aquella generosa pero mal conducida empresa; é interesa á nuestros lectores saber algo de lo que por su causa hizo el país que vamos estudiando.

Leovigildo conocía muy bien que la nación en general deseaba el cambio religioso inaugurado por Hermenegildo: si él por su parte no se juzgaba apto para la gran revolución que la gente goda demandaba, con sólo haber sido el gran político que sus panegiristas nos pintan, hubiera debido entregar las riendas del Estado al hijo, que podía satisfacer mejor aquella creciente necesidad. Pero codicioso de mando al par que obcecado en el

(1) El citado Sr. D. Vicente Lafuente.

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