Imágenes de páginas
PDF
EPUB

sia (1). Dejamos á los panegiristas de la antigua razón de Estado, apologistas de los Brutos y Catones, ver cómo pueden disculpar este horrendo parricidio; los fieles católicos, sin aprobar la rebelión del hijo, miran al brillo de su aureola más que á las sombras de su fugaz corona (2).

Las ciudades que en la Bética se habían declarado por Hermenegildo, muerto éste, volvieron á quedar sometidas al rey padre. No se sabe á punto fijo cuáles fueron, pero hallándose á la sazón la fe católica más arraigada en aquella provincia que en otra alguna de la Península, es de creer que todas las poblaciones principales abrazaron el partido del príncipe. Déjase colegir lo que padecería después toda aquella tierra durante la persecución que movió Leovigildo contra los católicos.

No volvió ningún otro rey godo á tener á Sevilla por corte, y sin embargo la Iglesia de Sevilla siguió siendo cada vez más famosa por sus sabios y virtuosos prelados. Comenzó á hacerse verdaderamente ilustre desde el glorioso martirio de S. Hermenegildo, por medio de los ínclitos Leandro é Isidoro. En Sevilla fué donde empezó la importante conquista del reino de los godos para la Iglesia: á ella debió la civilización aquel señalado triunfo: su gloriosísimo prelado lo alcanzó. Que si las armas de Hermenegildo hubieran prevalecido; si hubiera continuado allí el trono de los godos católicos, no hay duda, atendido el genio de aquellos príncipes, émulos del Imperio de Oriente en ilustrar la Iglesia de su corte, que hubiera subido Sevilla á ser la Metrópoli de España, pues se hallaba su Iglesia con más honores que otra alguna.

Alteróse la suerte quedándose la ciudad del Betis sin la residencia de los reyes; pero aun así y todo, no le faltó la prerogativa de otro honor singular, en que tampoco podían competir con ella las otras metrópolis. Fué este señalado honor el

(1) El citado S. Gregorio Magno.

(2) Expresión feliz del ya citado Sr. D. Vicente Lafuente.

palio que S. Gregorio Magno envió á S. Leandro: honra de muy mayor prez en aquel tiempo que en el presente, pues no consta le fuese concedida á otro más que á aquel preclaro pastor.

La persecución contra los católicos dió ocasión á Leovigildo para saquear los bienes de las iglesias y monasterios, sin respetar los privilegios que la tolerancia de algunos de sus antecesores les había otorgado á pesar de su distinta creencia. Por desgracia, en medio del valor que los obispos españoles desplegaron contra el tirano, tuvo la Iglesia que deplorar algunas vergonzosas apostasías, que enflaquecían y acobardaban, sino vencían del todo, á muchos católicos con su mal ejemplo. Entre éstos lamenta S. Isidoro la miserable caída de Vicente, obispo de Zaragoza, segundo de este nombre en aquella sede. Dice el Santo que siendo á manera de lucero resplandeciente en el cielo, se derribó á ofuscarse en las tinieblas del abismo, apostatando de la verdadera fe y llevando tras sí á otros muchos como Lucifer. Indignado justamente contra su apostasía, le censuraron y condenaron Severo obispo de Málaga y Liciniano de Cartagena. Éste, huyendo de Leovigildo, marchó á Constantinopla, donde dice S. Isidoro que murió habiéndose tenido sospecha de que émulos suyos le dieron veneno.

No expresa S. S. Gregorio las molestias que en particular padeció S. Leandro después que prevalecieron las armas del rey arriano en Sevilla; pero sábese por su hermano S. Isidoro que fué desterrado juntamente con él S. Fulgencio, hermano de ambos, y que ni aun en el destierro desistió el sabio pastor de solicitar la salud de aquellos infieles cuyo encono padecía, pues compuso entonces dos libros llenos de erudición sobre las sagradas escrituras, en los cuales destruía con vehemente estilo las ceguedades de la herejía arriana, y además un Tratado sobre los institutos de sus sectarios proponiendo sus dichos y dando las respuestas. Créese que estos escritos contribuyeron poderosamente á que Leovigildo se doliese de haber quitado la vida

á su hijo, llegando á reconocer por única verdadera la fe de los católicos; pero según el Santo Pontífice, no mereció profesarla, contenido del temor de su gente, si bien al verse al borde del sepulcro, hizo que S. Leandro, á quien en tal caso deberemos suponer vuelto ya de su destierro, se encargase de dirigir la conducta de su hijo Recaredo: hecho elocuente que explica por sí solo, mejor que todos los discursos en favor de la supremacía intelectual, moral y política de la Iglesia en aquellos siglos, quiénes eran en la sociedad española de entonces los verdaderos sabios, los verdaderos estadistas, los verdaderos maestros de la civilización. La personificación más grande de la razón de Estado que vió jamás la España descollar en su trono, y la personificación más enconada, más enérgica, más intolerante, cede y se humilla al prestigio de la verdad de la justicia y de la santidad y en el momento supremo de abandonar la vida para ir á dar al Sumo Juez razón de sus actos, abdica de sus principios, y somete el mando y gobierno de la nación, escandalizada de su tiranía, á la dirección y tutela de la Iglesia. Los que acusan al episcopado visigodo de invasor y prepotente, no han meditado bastante en la alta significación de este hecho; que no fué por cierto la Iglesia la que se apoderó de la dirección de aquel Estado, sino por el contrario el Estado mismo el que, reconociéndose falto é impotente para fundar una sólida y próspera monarquía, solicitó de los únicos depositarios de verdades eternas, religiosas y sociales, la ciencia y la virtud de que carecía.

CAPÍTULO XVI

Recaredo y sus sucesores.- - Actitud del clero.- Leandro é Isidoro.—

La escuela isidoriana.- Cuadro de la civilización visigoda

ECAREDO, aleccionado por S. Leandro, abrazó el Catolicismo y exhortó á su corte y á sus súbditos á que siguieran su ejemplo: así nació la armonía que por primera vez desde la irrupción de los Bárbaros unió en una misma fórmula las

aspiraciones de la nación y de su gobierno. En efecto, la nación era en su mayoría católica; del paganismo quizá no quedaban reliquias; los antiguos simulacros forjados por el politeísmo, no había quien los recordase apenas (1); pero los arrianos que constituían una evidente minoría, veían con despecho escapárseles el poder.

(1) El canon 16 del Concilio III de Toledo da claramente á entender que ya la idolatría había caído en desuso. Quoniam penè per omnem Hispanium, sivè Galliam idolatriæ sacrilegium inolevit, hoc cum consensu gloriosissimi Principis Sancta Synodus ordinavit, ut omnis Sacerdos in loco suo, una cum judice territorii sacrilegium memoratum perquirat.

« AnteriorContinuar »