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cionada calle: monumento que vimos con dolor convertir en escombros, causando nuestra pena burlona sonrisa á alguno de los civilizados autores de semejante acto de vandalismo;—y algunas partes de los castillos é iglesias de Morón, Coronil, Osuna, Utrera, Marchena, Alcalá de Guadaira y Carmona.-Los castillos de las poblaciones todas inmediatas á la sierra de Leita, merecerían un estudio particular, al que no nos ha sido posible consagrarnos. Esta comarca de dehesas y despoblados fué en todo tiempo receptáculo de salteadores y bandidos de alto coturno: el rebelde Omar Ben Hafsum que tánto dió en que entender al califa Almundhyr, cursó mucho todas sus veredas: era el José María de la España árabe del noveno siglo, y semejante á Viriato que pasó á ser ex latrone Dux, tuvo en jaque con un puñado de bandoleros al gobierno de su país. «Primo avulso non deficit alter.-Morón es como el cuartel general de estos terribles campeadores, guerrilleros excelentes en nuestras contiendas con los extranjeros, ladrones execrables en tiempos normales y pacíficos, y émulos de los de la vecina Sierra de Ronda, entre quienes vive inmarcesible el sangriento lauro de los Muley Aben Hassán y de los Diego Corrientes.—Osuna ostenta en su Colegiata arcadas árabes de muy elegante forma. -Marchena (Marsénah) lleva en sus muros de argamasa, fortalecidos á pequeños trechos con gruesos cubos y torreones, la marca evidente de haber sido, entre Osuna y Carmona, defensa poderosa de los árabes del Califato antes de lucir en la corona ducal de la casa de Arcos, aunque se haga poca mención de ella en las historias que han llegado á nuestras manos. Entre las puertas antiguas que en su muralla conserva, se hace notar la del Arquillo de la Rosa, medio escondida entre dos altísimos torreones cuadrangulares almenados. Forma la entrada un gallardo arco ultrasemicircular, ó de herradura, de piedra, con su correspondiente arrabá, encima del cual se colocó, en época asaz posterior á la de su construcción, una losa blanca con tres escudos. En Carmona (Karmunah) tenemos menos escasa cosecha

de recuerdos de la época que vamos considerando; pero no iremos por ahora á buscarlos á su famoso alcázar, ruina gigantesca que fué en otro tiempo mansión ostentosa del rey D. Pedro, dorada prisión de sus concubinas: en otra ocasión quizá lo describiremos. La primitiva Carmona árabe dura en el aspecto oriental de sus murallas y de su posición pintoresca, y principalmente en el curioso patio de su parroquia de Santa María. Hay en este un hermoso arco de herradura encerrado en su arrabá, al cual acompañan por un lado tres arcos ultrasemicirculares y dos por el otro, sostenidos por pequeñas columnas sin más capiteles que unos ábacos sencillos. Otro arco árabe tapiado ha dejado en el muro la huella de su elegante cimbra y lleva encima dos aberturas alfeizaradas.-Alcalá de Guadaira (Al-kal'ah), la ciudad de los arroyos, recuerda en los más sólidos muros de su castillo y de su cinto de torreones, así como también en sus graneros subterráneos y en sus aljibes, que fué la llave de Sevilla desde antes de la guerra civil entre yemenitas y modharitas, renovada con inaudito encarnizamiento por los partidarios de Ibrahim Benilhejáh y sus contrarios los secuaces de Koreib Ben Khaldún (durante el reinado de Al-mundhyr y de su hermano Abdallah). En aquella implacable guerra cayeron desplomadas las torres de la soberbia fortaleza, y yerma la ciudad, sucedió en su recinto el silencio á la bulliciosa zambra guerrera; y Alcalá no volvió á levantar su murada frente hasta que la reedificaron los almohades.

Los árabes habían dividido el Andalus en tres grandes distritos, central, oriental y occidental. Comprendía el distrito central las provincias de Córdoba, Granada, Toledo, Málaga, Almería y Jaén; componían el oriental Zaragoza, Albarracín, Valencia, Murcia y Cartagena; entraban en el occidental Sevilla, Jerez, Gibraltar, Tarifa, Beja, Badajoz, Mérida, Lisboa y Silves. De consiguiente todas las ciudades más notables de las actuales provincias de Sevilla y Cádiz se hallaban comprendidas en la parte más oriental del gran distrito de occidente. Entre todas

ellas descollaba Sevilla (Yshbiliah); Cádiz y Algeciras (Jezíratu-Kadis) contaban para los geógrafos árabes entre las islas que rodeaban á la península.

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Era el principal ornamento de aquella gran ciudad la mezquita edificada sobre la basílica de S. Vicente, insigne por sus memorables concilios. Pero ¿quién sería capaz de describir hoy aquel edificio? Nada queda de él más que el recuerdo del lugar que ocupó. Otras construcciones más amplias y majestuosas se le sobrepusieron cuando bajo los Almoravides y Almohades recobró Sevilla la categoría de reino independiente, y entonces, juntamente con las fábricas de la ciudad subieron á mayor importancia las naturales bellezas de su privilegiada situación y suelo. En breve hablaremos de las magnificencias que la naturaleza y el arte acumularon en la hermosa Yshbiliah desde el undécimo hasta el décimotercio siglo;-por ahora nos contentaremos con recordar que la mezquita principal, edificada tal vez á semejanza de la de Córdoba, aunque con menos suntuosidad y de menores dimensiones, estuvo en el sitio en que hoy se levanta la Iglesia mayor, y que fué en el noveno siglo incendiada por los normandos: de consiguiente es hoy imposible discernir si los grandes arcos de herradura que en algún trozo que otro del claustro de la catedral se advierten hoy, son obra anterior ó posterior á aquel suceso. No parece probable que en tiempo de los Califas tuviese la mezquita de Sevilla la considerable extensión que se colige de la línea septentrional del actual patio de los naranjos. Siendo esta línea de trescientos treinta piés castellanos, le correspondería á la mezquita, tendida de norte á mediodía, una longitud casi doble, comprendida en ésta la anchura de su atrio ó pensil: dimensión exagerada para un templo que, comparado con la Aljama de Córdoba, era indisputablemente de segundo orden. Nadie sabe quién mandó construir la primitiva mezquita sevillana: pronto veremos si nos es posible dar razón cabal de la forma que tuvo bajo el reinado de los Almohades.

Otro de los edificios notables en aquel tiempo, dado que no lo hubieran destruído los agarenos en el ímpetu de la primera invasión, sería el palacio en que había vivido San Hermenegildo, de cuya situación no se tiene la menor noticia. Por lo que hace á la morada de Abdalasis mientras fué lugarteniente ó gobernador de Andalus, sábese sólo que la estableció en una iglesia que había consagrado Santa Florentina, la hermana de S. Leandro y S. Isidoro, á la virgen sevillana Santa Rufina, situada junto á un prado, que tal vez sería denominado de las Virgenes. Allí, según dice un verídico historiador árabe, se instaló cuando contrajo matrimonio con la noble princesa á quien nuestras historias llaman Egilona, designada por el escri tor citado con el nombre de Omm Aásim: y añade que á la puerta misma de dicha iglesia de Santa Rufina edificó una mezquita, donde después fué su muerte (1).

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En tiempo de los califas florecieron en Sevilla las escuelas mozárabes en competencia con los estudios de artes liberales y matemáticas que fundaron los sarracenos. En aquellos tiempos, esto es, en los siglos Ix y x, los que tenían bastante inteli gencia para descubrir entre las tinieblas de su patria lo que podían alcanzar fuera de ella, volvían los ojos y los pasos á nuestra Península, porque la única nación culta entre todas las del continente era sin duda la española, por el conato con que se aplicaban á los estudios así los moros como los cristianos...

(1) El historiador árabe citado es Ben Alcutiyya, de quien el Sr. Gayangos, con su acostumbrada generosidad literaria, tradujo para nosotros el pasaje que contiene las noticias que acabamos de dar. Alcutiyya, pues, no sólo nos descubre la situación del palacio de Abdalasis, sino que nos revela además la existencia de la iglesia llamada Rubina (ó de Santa Rufina), bastando esta mera advocación para indicarnos bien claramente que el prado al cual miraba dicha iglesia era el conocido con el nombre de Prado de las Virgenes Justa y Rufina, fuera de las puertas del Osario y del Sol, hoy destruídas, hacia el convento de la Trinidad.

Es también interesante la relación que aquel escritor hace de la muerte de Abdalasis. «Una mañana al amanecer, dice, se dirigió á la mezquita, y entró en el mihrab. Leyó la primei a asora del Corán, y en seguida la intitulada «la desgracia,» y al acabar, los conjurados que estaban ocultos cayeron sobre él y le asesinaron. Cortaronle en seguida la cabeza y se la enviaron á Suleyman.»

Los primeros reyes de Córdoba fueron generalmente cultos y amantes de las letras; pero no comenzaron á protegerlas con verdadero ardor hasta que subió al trono Alhakem II después de la mitad del siglo x. Este príncipe fué, según todas las probabilidades, el que abrió, juntamente con otras de varias ciudades principales, la escuela pública de Sevilla, donde suponen algunos historiadores que aprendió las humanas disciplinas aquel célebre Pontífice (1) que, por aventajarse en conocimientos á los más grandes ingenios de Francia é Italia, fué tenido por brujo y nigromante. Continuó Almanzor el impulso dado por Alhakem, y á fines del décimo siglo había en todas las capitales universidades de estudios generales, colegios de facultades particulares y numerosas bibliotecas públicas, en que abundaban las obras de los autores cordobeses, sevillanos, murcianos, granadinos, lusitanos y valencianos.

La gloria de la cultura árabe-hispana en los dos mencionados siglos pertenece en gran parte á la España cristiana, que fué la verdadera maestra de sus conquistadores. Nuestra nación era en muchos ramos del saber culta y letrada cuando los árabes aún no lo eran. No dieron éstos prueba de amor á las ciencias y á las letras desde que pusieron el pié en nuestras provincias; al contrario, en el siglo primero de su establecimiento se mostraron rudos é ignorantes, al paso que nuestra nación jamás perdió el concepto de su antigua sabiduría. Tinieblas densísimas de ignorancia cubrían todo el continente europeo cuando nuestras catedrales y monasterios mantenían viva la llama de la inteligencia, consagrándose, ya que no á producir obras nuevas, al menos á conservar las antiguas renovando los archivos y librerías quemados por los sarracenos; nuestros obispos y abades mantenían seminarios para clérigos y niños; nuestros eclesiásticos y doctores ejercitaban la pluma en tratados

(1) El monje francés Gerberto que llevó en el pontificado el nombre de Silvestre II. El Dr. Illescas en su Pontifical, y otros, suponen que estudió en Sevilla.

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