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útiles. Sin salir del terreno de las presentes investigaciones, podemos citar entre los más aventajados escritores eclesiásticos del siglo nono, á Pedro, sacerdote de Écija; á Juan, teólogo

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sevillano, que sostuvo contiendas literarias sobre teología, metafísica y retórica con el célebre Paulo Alvaro; y al obispo Juan hispalense, varón de gran santidad y doctrina, venerado de los mismos mahometanos, que comentó en lengua arábiga las Sa

gradas Escrituras. En letras y artes quizá no produjo la Andalucía cristiana de los tiempos del Califato obras que pudieran considerarse dignas rivales de las de los árabes; pero es posible que la falta de memorias respecto de lo que en estos ramos alcanzó, no nazca tanto de la escasez de escritores y artistas, cuanto del descuido de los encargados de conservar las obras profanas en los archivos de las iglesias y monasterios, únicos puertos de salvación para los monumentos literarios de aquella edad, y de la indiferencia de los antiguos historiadores en consignar los nombres de los buenos arquitectos. En vista de lo que los nuevos descubrimientos arqueológicos nos permiten presentir, mas bien que asegurar, de la arquitectura practicada en España al consumarse la irrupción agarena, ¿habrá alguno capaz de afirmar que fuesen enteramente obra de musulmanes las grandes mezquitas erigidas por los califas, y que las manos de los artífices cristianos no tuviesen largo empleo en la traza y ejecución de sus elegantes columnatas y cúpulas bizantinas?

CAPÍTULO XX

Tracto del siglo XI al XIII.-Reinos independientes.-Almoravides

y Almohades.

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RA verdaderamente lastimoso el espectáculo que ofrecía el Occidente en el año mil. Al ver cómo las más grandes instituciones se disolvían en el caos de la anarquía y cómo la Iglesia misma se iba haciendo mezquina y esclava; al ver cómo la trataban los príncipes y barones, cualquiera hubiera temido por su existencia no teniendo bien presentes las promesas de inmortalidad de que se hallaba asistida. La ambición y los vicios triunfaban en la sociedad civil; la avaricia y las malas costumbres mancillaban la sociedad eclesiástica y religiosa. Todo al parecer era corrupción y desolación... Sin embargo, la fe subsistía, y ella iba á ser el áncora de salvación de los estados cristianos.

Ella fué en efecto la que en el penoso é interesante período del siglo XI al XIII reconstituyó las nacionalidades perdidas en las tinieblas de la centuria precedente: ella la que levantó y ar

mó en ambos extremos de Europa aquellas numerosas avanzadas de gentes esclavonas y españolas, que con su heróico denuedo sirvieron de valladar á la cristiandad, oponiendo á la barbarie asiática en oriente montañas de cadáveres, y á la barbarie africana en el mediodía el incontrastable y santo empeño de la reconquista.

En el siglo XI, en efecto, es cuando realmente empieza á tomar grandes proporciones esta noble empresa: esa centuria es la que trae al occidente la voz misteriosa de su regeneración, y la que hace sonar á los oídos de los sectarios de Mahoma la hora formidable en que principia la larga serie de sus derrotas. El terrible Almanzor, aquel rayo del Islám ante cuyos victoriosos estandartes se humillaron tantas provincias cristianas,

y cuya alianza y amistad solicitaron emperadores y reyes, había arrastrado á su tumba la grandeza y el decoro de los Umeyas. El afeminado é inútil Hixem permanecía bajo la tutela de Abdulmalek, el hijo del difunto hagib, dejando á éste en libertad absoluta para seguir las huellas de su invencible padre. Pero no hay poder humano que contraste los designios de la Providencia: la España cristiana, la protegida de Santiago, la hija del trueno, crecía impetuosa é incontrastable recobrando cada año nuevas ciudades y territorios, nuevas comarcas y provincias, y todos los esfuerzos del nuevo hagib fueron inútiles para contener la gangrena que rápidamente invadía al Califato. Supo el guerrero islamita conquistar el renombre de victorioso (al-mudhfer), pero no alcanzó á dominar los corazones indómitos y rebeldes de sus rivales, y la corrosiva caries de las discordias interiores halló bajo su gobierno alimento más que remedio. Á Abdulmalek sucedió en 1009 su hermano Abderrahmán, á quien el pueblo dió en llamar Sanjul ó el loco, por razón de sus prodigalidades y mala vida. Exigió éste juramento de fidelidad de todos los ciudadanos de Córdoba, como si fuera su soberano legítimo, y después de publicada la muerte de Hixem, de quien se suponía sucesor y heredero, tomó el título de Wali ahdi-l

islám ó heredero presunto del trono. Los Bení Umeyas, exasperados con su tiránica conducta, tramaron contra él una conspiración, por cuyo medio fué preso y condenado á morir crucificado.

Cuando llegó la nueva á los gobernadores de las provincias, todos tremolaron el estandarte de la rebelión, alzándose cada cual con el territorio á cuyo regimiento había sido prepuesto. Zeyrí Ben Menad con sus secuaces se alzó en Granada y en los distritos adyacentes; Ismael Ben Dhin-nún se levantó en Toledo, que gobernaba por mandato y delegación de Almanzor; siguieron inmediatamente el ejemplo Yusuf Ben Hud, el gobernador de Zaragoza, y todos los otros gobernadores, ó cadíes, ú hombres de calidad que tenían autoridad y tropas y tropas de que disponer, no titubeando ninguno en declararse en abierta insurrección contra el nuevo califa de Córdoba Mohammad ben Hixem ben Abdil-jabbar. Ben Al-aftas se proclamó independiente en Badajoz; Ben Samadeh en Almería; Mujahid, el esclavón, en Denia; Ben Tahir en Murcia; y por último el cadí Mohammed Ben Abbad hizo lo mismo en Sevilla.

Suponían algunos historiadores que el califa legítimo, el menguado Hixem, no había muerto, sino que el usurpador Sanjúl lo había tenido encerrado, haciendo con él lo propio el otro intruso Mohammed ben Hixem ben Abdil-jabbar que reinaba actualmente en Córdoba. Levantóse á vengar la desastrada muerte de Sanjul otro individuo de la familia de los Umeyas, llamado Suleyman Ben Alhakem, por sobrenombre Al-mustain, y durante la guerra que los dos rivales sostuvieron, apareció un día el califa Hixem, que había estado oculto en un paraje retirado del palacio de Córdoba. Por aquel mismo tiempo se presentó también en público con otro fingido Hixem el astuto usurpador de Sevilla, Ben Abbad. Diose éste tan buena maña, que el pueblo se dejó engañar por su superchería; toleró que Ben Abbad le gobernase en nombre de aquel supuesto rey y figurón mercenario, y cuando el ambicioso vió sólidamente establecida su autoridad, y su poder temido, hizo correr la voz de

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