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opuesta, y contra la resistencia de la Torre del Oro y de las recias cadenas que protegían el puente; y de nada servía bajar por él desde Itálica y exponerse á los golpes de la ciudad y de Triana, mientras subsistiese el puente que cortaba la salida y hacía de ambas orillas una sola población. El único medio de aislar á Sevilla era romper su puente; pero esta empresa se reputaba superior al poder y al ingenio de cualesquiera enemigos.

El número de las alquerías y torres que rodeaban la ciudad embelleciendo su campiña era extraordinario, según se colige por el repartimiento del rey don Alonso el sabio. Es lástima que como este curioso documento no marca su situación, sólo nos sean conocidos sus estropeados nombres. Debían ser de las principales la de Ben Abenzohar, la de Espartinas, la de Villanueva, la torre de Aben Haldon, la del Almuedano, la de Alhadrí (en término de Aznalfarache), la de Rostiñana, la llamada Varga Sanctarem, la de Vesvahet, la de Albibeien, la de Otira, y las ochenta que próximamente fueron cedidas al concejo de Sevilla por el famoso privilegio llamado de las Alquerías, repetidas veces publicado (1).

Digamos ya cómo acabó en Andálus la dinastía de la egregia sangre de Abdulmúmen ó de los Almohades. Dejamos al sultán Mohammed Annásir derrotado en las Navas de Tolosa y al Islam presintiendo en aquella rota su próxima ruina. Annásir murió en Marruecos el año 616 de la egira (A. D. 1219), y fué llamado á sucederle su hijo Abú Yacub Yusuf Al-mustanser, quien por su indolencia y excesivo amor á los deleites, lejos de remediar los males que al Estado trabajaban, sólo contribuyó á agravarlos. La decadencia fue rápida bajo su infeliz reinado, y

(1) El lector hallará razón individual de todas ellas en Zúñiga al tratar del mencionado Repartimiento; pero repetimos que se echan muy de menos las noticias referentes á su situación. Lo propio sucede con las casas de Sevilla en que fueron heredados muchos príncipes, prelados, prebendados, ricos-hombres, caballeros hijosdalgo, órdenes religiosas y militares, etc., pues nunca se especifican más que las colaciones ó parroquias en que estaban.

la debilidad del gobierno fué en aumento. Murió Al-mustanser en Marruecos sin posteridad el año 1223, y le sucedió un tío de su padre llamado Abdul-wahed Ben Yusuf, á cuyo advenimiento se opuso un pariente suyo, por nombre Al-ádil Ben Al-mansur, que fué proclamado sultán en Murcia. Al llegar á Marruecos la nueva del levantamiento próspero de Al-ádil, Abdul-wahed fué asesinado por los parciales del rebelde; pero éste sufrió pronto la expiación merecida, porque los cristianos le causaron una vergonzosa derrota que le obligó á poner por medio el Estrecho dejando el gobierno de Sevilla á su hermano Abul-ala Ydris, por otro nombre Ydris Almámum. Éste, en cuanto supo que

Al-ádil se había visto forzado á abdicar en Marruecos en la persona del incapaz é inexperto Yahya, hijo de Annásir, tentado de una codicia que hacía disculpable la conciencia de su superioridad, se hizo proclamar califa en Sevilla. Pero aunque las dotes de Abul-ala le hacían digno de un largo reinado, alzósele en las fronteras de Murcia un competidor más afortunado y que no le cedía en calidades de príncipe y de guerrero, teniendo además en su favor el prestigio de la sangre andaluza de Ben Hud, ilustre en el trono de Zaragoza, que corría por sus venas. Este peligroso émulo, llamado Mohammed Ben Yusuf Aljodhamí, se declaró en abierta rebelión, le derrotó en varios encuentros, y le obligó por fin á abandonar la Andalucía para ir á proseguir en África la guerra contra el débil Yahya y erigirse allí en único árbitro de toda la tierra occidental. Abul-ala fué el último de los almohades que imperaron en Sevilla: su reinado, ya queda dicho, continuó en África, y allí tuvo cuatro sucesores que no deben contar entre los sultanes andaluces. Así se extinguió la dinastía de Abdul-múmen, que produjo algunos príncipes verdaderamente dignos de figurar entre los protectores de las artes, de las letras y de las ciencias.

Mohammed Ben Yusuf Ben Hud, á quien nuestras crónicas llaman Abenjuc, reinó en Sevilla con muy varia fortuna desde que la redujo en 1228 hasta el año 1238 en que acaeció su

muerte. Durante su reinado las coronas leonesa y castellana se reunieron en la cabeza de un rey santo, y por el esfuerzo de los ricos-hombres y prelados que le asistían en el noble empeño de arrojar á los moros de toda la Andalucía, derrotó á los enemigos del nombre de Cristo en Cazorla, Andújar, Palma, Jerez y Córdoba, obteniendo su hermano don Alonso de Molina y sus capitanes don Alvar Pérez de Castro, don Tello de Meneses y los Pérez de Vargas visibles muestras del favor divino en la famosa batalla de Jerez. Las tradiciones y leyendas perpetúan la piadosa invención del auxilio que recibieron allí las huestes del rey santo, del apóstol Santiago y de legiones enteras de ángeles (1). Al paso que los cristianos le iban quitando provincias y ciudades, movía á Ben Hud guerras intestinas el espíritu sedicioso de sus propios súbditos. Hallándose ausente y en campaña, los sevillanos, amotinados por instigación de un ciudadano muy poderoso é influyente llamado Al-Bají, desposeyeron del mando de la ciudad á su hermano Abunnejat Selim á quien había dejado por gobernador. Favorecía al parecer á Al-Bají otro prepotente caudillo, Mohammed Ben Alahmar, que tiránicamente se había apoderado de Jaén y de Arjona, hasta que se le presentó al protector la ocasión oportuna de alzarse con los dominios del protegido; entonces, auxiliado él á su vez por los cristianos, cayó de pronto sobre Sevilla, y apoderándose de Al-Bají y de sus wazires, les mandó cortar la cabeza. La población, amotinada de nuevo, volvió á llamar á Ben Hud, y éste restituyó el gobierno de la ciudad á su mencionado hermano. Murió el sultán, ya sólo por escarnio decorado con tal nombre, el año 1238, y el inconstante pueblo sevillano se sometió nuevamente á la obediencia de los almohades de África, proclamando por su rey al

(1) «Muchos de los moros lo vieron, dice la crónica antigua que copió Zúñiga (Anal. año 1252), los quales dixeron que habian visto un caballero en un caballo blanco con una seña blanca en la mano y una espada en la otra, y que andaban con él muchos caballeros blancos, y que en el ayre habian visto ángeles, y que estos caballeros blancos les hacian mayor daño que las otras gentes.»

sultán Ar-rashid, y aceptando como su gobernador ó lugarteniente á un personaje llamado Abu Abdillah Mohammed. A la muerte de Ar-rashid, sabedores los andaluces de la prosperidad

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que alcanzaba en el África occidental un osado conquistador por nombre Abu Zakariyyá, imitaron el vil ejemplo de los valencianos y murcianos, que le habían proclamado su amir, y le ofrecieron su obediencia, enviándole delegados para suplicarle les diese por gobernador algún príncipe de su sangre. Lo pro

pio hicieron los habitantes de Jerez y Tarifa. La elección hecha por Abu Zakariyyá fué violentamente combatida por un noble sevillano de gran prestigio y poder, llamado Ibnu-l-jedd, el cual, habiendo celebrado secreta alianza con los cristianos, iba paulatinamente ganando á todos los guerreros almugavares ó soldados de frontera. Descubierta esta maquinación por Sakkaf, capitán de los mismos almugavares, dió muerte á Ibnu-l-jedd, y como éste era aliado del cristiano, aprovechó la ocasión el rey don Fernando para declarar la guerra á los musulmanes tomándoles á Carmona y Marchena y poniendo sitio á Sevilla. Por consejo de Sakkaf adoptaron los hijos del Profeta en estas crí ticas circunstancias, como librando su salvación en ellas, instituciones diametralmente opuestas á todas las nociones de gobierno propias de los pueblos muzlemitas: nombraron los sevillanos un consejo supremo compuesto de cinco personajes, y presidido por el gobernador que había designado Abu Zakariyyá. Llamábase éste Abu Fáris Ben Abí Hafss (1), y los vocales de dicho consejo eran el capitán Sakkaf, Ben Shoayb, Yahya Ben Khaldún, Masud Ben Khiyar, y Abu Bekr Ben Sharíh. Todo era en vano: ¡había sonado la hora postrera de la dominación islamita en la hermosa región del Guadalquivir!

(1) Este es quizá el que nuestros historiadores designan con el nombre de

Axataf.

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