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únicos que allí para él trabajaron, sino que también ensanchó y embelleció sus jardines, y en el que lleva el nombre del León mandó edificar por un tal Juan Hernández, en el año 1540, un elegante Cenador, de singular arquitectura entre italiana y morisca, que es sin disputa morada digna para una encantada princesa de los tiempos caballerescos.--Este cenador ó pabellón es de planta cuadrada y mide diez pasos en cada frente: rodéale una galería de cinco arcos por cada lado, los cuales descansan en delgadas columnillas de rarísimos mármoles con capiteles árabes. Luce al exterior un friso de arabesco formando cintas que se cortan en ángulos y dibujan estrellas, y toda la parte inferior está revestida de azulejos de Triana con los contornos de sus dibujos fuertemente realzados. En el interior hay otro friso plateresco, despiadadamente encalado, y un zócalo de azulejos con orla en que brillan las armas de Castilla y las águi las imperiales. En el centro se alza una hermosa fuente con tazón de mármol blanco; en torno gira una cenefa de azulejos que imitan un mosáico alicatado, y entre sus labores se leen la fecha de la construcción y el nombre abreviado del artífice. El artesonado que cubre esta deleitosa glorieta es de gusto decadente.

El muro que ciñe estos jardines por la parte de levante está decorado á la manera vignolesca, con robustos pilastrones de tosco almohadillado, un frontispicio de dos cuerpos sobre el estanque del jardín de la Danza, y ligeras arquerías que forman una prolongada loggia de bellísimo efecto. Mucho contribuye esta decoración á la majestuosa al par que risueña escenografía que presentan los jardines desde el elevado plano donde tienen su entrada los baños, y donde descuella el mirador de Carlos V.

Masay! aquellos pensiles

no he pisado un solo día
sin ver (¡ sueños de mi mente!)
la sombra de la Padilla

lanzando un hondo gemido,

cruzar leve ante mi vista

como un vapor, como un humo
que entre los árboles gira:

ni entré en aquellos salones
sin figurárseme erguida
del fundador la fantasma,

en helada sangre tinta (1).

No nos ocuparemos mucho en las obras que hicieron los Felipes III y V y Fernando VI. Construyeron aquellos el departa

mento que se halla al frente de la puerta de Banderas, donde están el Apeadero y la Armería. El Apeadero es un pórtico de treinta y ocho varas de largo y quince de ancho, con dos órdenes de columnas de mármol pareadas, y con un poyo para montar á caballo. La Armeria es un espacioso salón que hay encima, destinado al objeto que indica su nombre. La época de ambas construcciones consta en una lápida embutida en su fachada, que dice así: REINANDO EN ESPAÑA PHelipe tercero se EDIFICÓ ESTA OBRA, AÑO DE MDCVII: REPARÓSE, AMPLIÓSE Y APLICÓSE Á LA REAL ARMERÍA REINANDO FELIPE V, AÑO DE MDCCXXVIII. Fernando VI hizo solo las oficinas que caen sobre los baños de doña María de Padilla, reparando de este modo las ruinas de las construcciones anteriores causadas por el espantoso terremoto del año 1755 (2).

(1) El Alcázar de Sevilla, romance del duque de Rivas.

(2) Hacia esta época puede decirse que comenzaron para el Alcázar los días nefastos que le condujeron al triste estado en que lo vimos durante nuestro primer viaje en el año 1853. Duró por consiguiente cerca de un siglo su epoca de desventuras, solo interrumpidas desde el año 1833 acá por algunas medidas reparadoras de que conviene hacer mérito para justo, aunque muy pequeño, galardón de sus celosos promovedores. Increible parece que en tan largo tiempo de abandono no se haya venido al suelo la heterogénea mole.

En el voraz incendio del año 1762 perecieron la mayor parte de las techumbres de alfarge de las salas del piso alto que caen á los jardines, y el ministro don Ricardo Wall, temeroso sin duda del costo de una restauración en regla, mandó por real orden de abril de 1763 que todos los techos devorados por el fuego fuesen reparados según el modo de construir moderno. De resultas de tan funesta disposición, se echaron cielos rasos á dichas salas, y se rasparon las alfeizas que

aún conservaban parte del arabesco antiguo.-En el año 1805 se tomó el tristisimo acuerdo de variar el vestíbulo de la entrada principal y de enjalbegar con la antipática cal de Morón los magníficos estucados de la Sala del Príncipe y de otras antiguas tarbeas. Extendióse la malhadada reforma á sustituir al artesonado árabe de este salón un cielo de yeso que causaba grima, á abrir ventanas de traza moderna en el salón bajo de la fachada principal, llamado de los principes, contiguo al patio de las Muñecas y al jardín, y á poner en la techumbre del Salón de Embajadores pesadas alfardas y estribos que destruían la esbeltez de su esmaltada media-naranja.-Desearíamos saber quién fué el primero que volvió por el decoro del arte, maltratado en las épocas anteriores, emprendiendo por los años 1833 una racional restauración del patio de las Muñecas y del salón que le sigue al norte, arriba mencionado, y que ejecutó con plausible celo el profesor de pintura don Joaquín Cortés, secundado por el entendido alarise Antonio Raso y por el oficial Manuel Cortés.-Hacia el año de 1843 empezó verdaderamente la obra reparadora, merced á los loables esfuerzos del digno administrador del Real Patrimonio, don Domingo de Álcega, y de los que en su difícil empresa le ayudaron, á saber, el distinguido artista don Joaquín Domínguez Becquer y el maestro alarife José Gutiérrez y López. El Sr. Becquer trazó la cornisa árabe que hoy decora por la parte exterior el cuerpo de edificio que defiende la cúpula del Salón de Embajadores, cuya armazón había quedado medio desquiciada por efecto de la obra hecha en 1805, y desde entonces no cesó en consagrar su útil talento á la conservación y restauración, ya parcial, ya general, del monumento más precioso de la arquitectura morisca del siglo XIV.-Durante los años 52 y 53 el Alcaide de los Reales Alcázares, Sr. Mesa, llevó á cabo la reposición de algunos ornatos de estuco en diversas estancias; y después el Teniente-alcaide don Alonso Núñez de Prado, fiel intérprete de los generosos deseos de nuestros reyes, con la cooperación del citado Sr. Becquer, condujo á feliz remate una restauración total que si no era irreprensible á los ojos de la moderna crítica, no dejaba de ser meritoria atendida la época en que se emprendió.-En 1855 el Administrador del Alcázar solicitó la venia de S. M. la reina doña Isabel II para ejecutar nuevas obras de restauración, y obtenido el permiso, se cubrió de cristales el patio de las Muñecas, se reedificaron los 36 arcos del patio de las Doncellas; se repintaron las paredes y artesonados de sus galerías, se doraron sus puertas, y se hicieron otras herejías semejantes. Esta fué la última de las terribles pruebas á que sometió la Providencia la obra del rey don Pedro.-Hoy que se ve más claro, por lo que modernamente ha adelantado entre nosotros el conocimiento de la historia del arte, de seguro no volverán á cometerse desmanes como las llamadas restauraciones de 1805. 1815, 1850 y 1855; pero creemos que hay insigne injusticia en acusar de bárbaros y vándalos, como lo hacen algunos jóvenes arqueólogos cuya ciencia data de ayer mañana, á aquellos celosos promovedores de las desacertadas reformas pasadas, sólo porque no alcanzaron del cielo el raro dón de anticiparse al criterio de su tiempo.

CAPÍTULO XXVIII

Sevilla desde la época del Renacimiento hasta la moderna decadencia del arte. Edificios civiles de particulares

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A lenta y dolorosa elaboración de los siglos XIV y xv había producido en todo el catolicismo á principios del XVI una revolución completa. Nuevas ideas, nuevas necesidades, nuevos descubrimientos, habían introducido nuevas doctrinas y formas nuevas en la filosofía, en la política y gobierno, en las ciencias, en la literatura y en las artes. La idea católica, que tántas maravillas creó durante la Edad-media, languidecía y se eclipsaba; su émula la idea pagana, renacía y subyugaba los más privilegiados entendimientos. La Italia, foco de las nuevas y peligrosas teorías que invadían todo el Occidente, se declaraba adepta del sensualismo clásico; las naciones que en los pasados siglos habían mantenido el honor de la civilización cristiana, cedían á la propaganda materialista. Solo España pugnaba por el decoro de su veneranda maestra, la Iglesia de Jesu

cristo.

Pero la misma España admitía en las artes y en la literatura innovaciones de la revolución intelectual italiana, cuya trascendencia ignoraba, y ya á fines de la décimoquinta centuria había ofrecido el singular espectáculo de algunas construcciones de forma pagana en completa disonancia con los institutos de defensa católica á que estaban destinadas. Tímido y vergonzante el renacimiento artístico en los tiempos del gran Cisneros, que erigía en Alcalá con el nombre de Colegio mayor y Universidad, y con una arquitectura mixta de ojival, sarracena y plateresca, un fuerte presidio para sustentar la antigua fe de España, no se atrevió á declarar su verdadera índole antropomorfista mientras gobernó la sociedad española aquel genuino representante de las altas aspiraciones de la política católica. Por esta razón se limitó entonces la arquitectura renaciente en nuestro suelo á tomar de la italiana tal cual elemento, como la superposición de los órdenes, las pilastras, los grutescos, la plena cimbra de los arcos, etc., empleándolos en promiscua y no desagradable combinación con los recuerdos góticos, arábigos y mauritanos, tan arraigados en todas nuestras provincias, y proscribiendo con singular cautela todo accidente demasiado profano. Mas cuando, después de muerto aquel prelado que servía de dique al torrente innovador, se desbordó éste y vino á España con la corte de Carlos V el gusto extranjero, hizo irrupción de repente en nuestra sobria arquitectura la caprichosa y fantástica falange de las sirenas, genios, atletas, esfinges, hipogrifos, bichas y demás seres vueltos á la vida al volver á la luz las soterradas creaciones de la Roma de Augusto, y cada fábrica del nuevo género llamado plateresco, vino á ser en su frontispicio como una selva encantada de las que describió el Ariosto, poblada toda de seductoras y peligrosas quimeras. Las encantadoras y fantásticas invenciones de Alonso Berruguete, en nada cedían á las maravillas realizadas por los cinceles italianos y franceses en Pavía y Fontainebleau.

No pudo permanecer extraña la rica y dilatada Andalucía á

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