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De las malas costumbres pegadas á los andaluces por las diferentes naciones que entre ellos habían morado, las más ruines y perversas fueron sin duda las de estas últimas gentes, que infestaron las antiguas leyes, ritos, ceremonias, sacrificios y ofrendas de los sencillos naturales, persuadiéndoles y obligándoles á guardar las suyas, tan viles é inhumanas, que ningunas había peores en toda la gentilidad (1).

Grande cosa fué para los cartagineses en su designio de hacerse señores de todo el litoral de España, el haberse posesionado de la Isla de Cádiz y de los otros pueblos que en la marina tenían los fenicios, los griegos y los eritreos; porque desde estos fueron poco á poco ganando tierras y edificando castillos y fortalezas. Así cada nuevo presidio era para ellos un nuevo punto de partida. La división en que vivían las diversas gentes españolas, la falta de comunicaciones que entre unas y otras poblaciones había, la inferioridad de la táctica, de las armas y de la disciplina de estas gentes, daban gran ventaja á los cartagineses, que acababan de enviar á España lo más selecto de sus guerreros, acaudillados por el mejor general de la república. Era este general Amílcar, hombre de tanta energía, empuje y actividad, que en el primer año de su mando recorrió la Bética entera imponiendo á los pueblos tributos y contribuciones de guerra en nombre de Cartago. Al año siguiente convirtió en campo de batalla toda la extensión del litoral de levante,

loc. cit.) las regiones más fértiles y bellas de este gran pais, esto es, las costas del Sur y del Este; edificadas muchas ciudades, entre otras Cartago de España (Cartagena), con su puerto, el único bueno de aquel litoral, y el espléndido CastilloReal de Asdrúbal su fundador; la agricultura floreciente, y las riquísimas minas de plata descubiertas y beneficiadas en las inmediaciones de dicho puerto,-las cuales, un siglo después, aún producían más de 36 millones de sextercios al año, cerca de 9 millones de pesetas,—casi toda la España meridional y oriental hasta el Ebro reconoció la supremacia de Cartago y le pagó tributo.

(1) Alejandro Magno, dice Horozco, su enemigo grande, y que deseó destruirlos porque descendían de los de Tiro, entre otros gravámenes que les puso. fué uno de ellos condición expresa que no habían de comer carne de perros, é hizo que lo guardasen y cumpliesen por todo el tiempo que vivió.» Lib. II, сар. 2.9

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hizo tributarios á los bastetanos y contestanos, y asentó sus reales sobre Sagunto, república de muchos años atrás aliada de los romanos.

¿Se atreverá aquí el altivo cartaginés á provocar de nuevo la cólera de Roma? Grande es el odio que profesa Amílcar á los hijos del Tíber; tan grande, que sólo ha de excederle el de su hijo Aníbal; sin embargo, la república africana no cree llegada la ocasión de romper otra vez las hostilidades con aquella rival tremenda, y Amílcar respeta al pueblo de Sagunto, y su ejército pasa de largo para acampar en las orillas del Ebro.

Al norte del Betis, en los turdetanos y los célticos de Cuneus, mandados por Istolacio, encontró alguna resistencia; pero fueron también vencidos, y Amílcar asoló sus tierras, los dispersó, dió la muerte á su caudillo, y sólo perdonó á tres mil hombres que enganchó al servicio de la república. Como torbellino destructor recorrió las poblaciones interiores que negaban su obediencia á Cartago, penetró en las tierras de los lusitanos y vetones, y los halló apercibidos á la defensa en número de cincuenta mil combatientes acaudillados por el esforzado Indortes (1). Consiguió Amílcar la victoria, pero la compró cara, y concibió por ella tánto horror como si hubiese sido derrotado tan grandes fueron el ardimiento con que pelearon los españoles y la carnicería que por ambas partes se hizo en el campo. Muy alta idea de su valor debieron dar al general cartaginés los naturales, cuando restituyó la libertad á diez mil prisioneros que había hecho en la refriega. Sólo con Indortes no supo ser generoso: cayó en sus manos, y le hizo crucificar bárbaramente. Castigó el cielo su inhumanidad, porque levantadas en armas contra él todas las naciones ó tribus más denodadas de la costa oriental de España con motivo del sitio que había puesto á Ilice, halló su tumba en el paso de un río, y graves autores afirman que murió á manos de los mismos

(1) Así le llama Diódoro Sículo. lib. XXV, c. 5.

vetones (1) que ansiaban vengar á su general crucificado. Pero la muerte de Amílcar no compromete el crecimiento de Cartago: su yerno Asdrúbal queda sustituyéndole en España; sus prendas políticas y militares le granjean la estimación de los mismos españoles que celebran con él tratados de paz y los garantizan dándole por esposa una noble princesa de su nación. Asdrúbal funda á Cartagena, construye en ella para sí un fuerte palacio, y la nueva ciudad marítima viene á ser en breves años el emporio del comercio de Cartago en Europa.

¿Queréis formaros idea de lo que era el palacio de Asdrúbal? No es en verdad difícil. Sabéis que los cartagineses, como sus mayores y maestros los fenicios, eran poco dados á los halagos de las artes bellas. No había para ellos teatros, ni circos, ni termas, ni género alguno de públicos espectáculos y diversiones. Las distracciones y goces de lo que llamamos cultura, no eran necesarios para unas gentes exclusivamente dedicadas á la vida marítima. Con estos precedentes, podéis suponer que la preocupación dominante del cartaginés al fundar una colonia ó emporio, consiste en proporcionarse un cómodo y grandioso puerto, con espaciosa dársena y vastos almacenes, dominado por un fuerte palacio ó castillo, inexpugnable residencia de un almirante. En este palacio, pues, ni en la parte que mira al mar, ni en la que domina la tierra, observaréis la huella de idea estética alguna. Altos muros de descomunal espesor, ataluzados y almenados, aspillerados y con plataformas para el juego de las máquinas de guerra, sin más accidente decorativo en su inmensa superficie exterior, cuando el revestimiento es de sillería, · que el simple toro; fuertes torres, sin más huecos que las saeteras, sin otro paramento por lo común que la masa compacta, tersa y durísima, que forman la piedra suelta menuda y el mortero; espaciosas terrazas y cúpulas de mampostería cu

(1) In prælio pugnans adversus Vettones, occisus est, dice Cornelio Nepote: in vita Hamilcaris.

briendo los salones, y hábilmente calculadas para recoger las aguas llovedizas y hacerlas correr hacia las subterráneas cisternas; en el interior, paredes lisas sin guarnecido alguno, sin revestimiento de mármoles, sin estuques ni pinturas, sin más adorno que las telas ó los cueros, ó los tapices, ó las finas esteras que de arriba abajo las cubren, á la manera que cubrían las viviendas y las naves de los fenicios, según nos cuenta Diódoro Sículo: he aquí el aspecto general de los palacios cartagineses, en los cuales, por otra parte, no faltarían los grandes patios con elevadas y robustas arcadas, por donde penetraba la luz al interior del edificio, tan severo y sin vanos por defuera. Estos datos nos suministran las construcciones militares y civiles de los emporios cartagineses de Útica, Cartago, Thapsus, Hadrumeto, etc., cuyos vestigios han sido estudiados en estos últimos años por muy competentes ingenieros y arquitectos europeos (1).

Á Asdrúbal sucede el impetuoso Aníbal, á quien su padre Amílcar había hecho jurar sobre las aras de Júpiter odio impla cable á los romanos. Sagunto volverá á ser en breve la causa de un segundo rompimiento con Roma. Los saguntinos son como los ampuritanos y como los demás pueblos que habitan la dilatada costa de levante, originarios de Grecia; pronto serán ellos, como lo habían sido los tirrenos y mamertinos medio siglo antes, el pretexto de un combate á muerte entre los dos colosos que se disputan el imperio del mundo. Aníbal, no contento con triunfar en España, llevará el hierro y la desolación al corazón de Italia con su grande ejército de africanos y españoles y sus temidos elefantes; pero también la ciudad de Rómulo, cuyo crecimiento providencial desconoce Cartago, vendrá á vengar en España la afrenta que sus águilas sufrieron en Trebia, Trasimeno y Canas.

Una protesta al terminar este capítulo.

Hemos huído del estéril y yerto escepticismo de la escuela

(1) Sobresale entre éstos el ya citado Mr. A. Daux.

impropiamente llamada crítica, que repudia la asistencia de la fábula y calumnia á las generaciones pretéritas suponiéndolas ignorantes de sus orígenes. Esa escuela funesta olvida que la humanidad, antes de consignar sus hechos en historias, tuvo que representarlas en alegorías, en emblemas, en poemas, para que pudiese fácilmente perpetuarlos la tradición, único medio de que disponía para comunicarse con las generaciones venideras; esa escuela, reñida con la fe, ha consumado en los tiempos modernos una obra de destrucción enteramente opuesta á la que llevó á cabo en el mundo antiguo aquella poderosa fuerza moral. Pigmalión animó su estatua con ella; prescindiendo de ella, los críticos modernos han convertido la historia en una estatua muda.

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