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que los segadores de Booz lo comían y Ruth fué invitada á comerlo con ellos; que el agraz, bebida deliciosa en el estío, ya puro, ya mezclado con vino manzanilla, que merece por sí solo el viaje á Andalucía, es el hacaraz morisco; que las migas se freían ya en tiempo del insigne vate de Bílbilis, quien por más señas las califica de plato baladí: «MICA vocor; quid sim cernis, cœnatio parva; que los huevos estrellados en tiempo de Estrabón se hacían con manteca y no con aceite; que el uso de la macerina, exceptuado su contenido el chocolate, y aplicada en su lugar al café, es de origen oriental, y frecuente entre los potentados musulmanes; que la cerveza, á que tánto se van aficionando los majos de la tierra bendita, no es nueva en España, dado que los antiguos iberos, discípulos en el uso de esta pócima de los egipcios y cartagineses, como testifica Plinio, hacían más consumo de ella que del vino, y los romanos los motejaban por esta costumbre, y á Polibio le causaba risa la magnificencia salvaje de un rey de España porque tenía en su mesa vasos de oro y plata llenos de cerveza, y S. Isidoro distingue sus dos especies con los nombres de celia ceria y de cerbisia. Te dirá que las alforjas del arriero son la legítima descendencia de la sarcina de que habla Catón el Censor, y de la bulga romana, y te probará con este verso de Lucilio

« Cum bulga cœnat, dormit, lavat omnis in una,»

el antiguo y respetable derecho de este adherente á ser considerado como el apéndice obligatorio de toda persona en la vida trashumante. Te hará ver que la fórmula de ofrecer aunque no haya intención de regalar, es oriental y muy antigua, citando al canto el pasaje del Génesis en que Ephron hace á Abraham el cumplido de poner á su disposición la cueva doble que tenía en su heredad para que entierre en ella á Sara, y luego le cobra por ella cuatrocientos siclos de plata; que también nos viene de oriente la majestuosa aunque aparente frialdad con que el ac

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tual descendiente de cinco razas poderosas mira lo más digno de alabanza y recibe las dádivas ú obsequios, evocando el testimonio de Tácito: gaudent muneribus, sed nec data imputant, nec acceptis obligantur.»

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El ingenioso Solitario por su parte, sólidamente versado en el tecnicismo de la bulla y zambra andaluza, nos representará al vivo las animadas ferias de Ronda y de Mairena, la majeza en toda su bravura: nos retratará al señorito garrido y flamante, chalán tramposo y embustero, en quien se perpetúa el famoso Ginés de Pasamonte; y también nos conducirá canceles adentro bajo los emparrados donde la animada sevillana desmenuza el bolero y el fandango, y donde la voluptuosa gaditana se zarandea con el ole y la zarabanda y los demás derivados de aquellas lúbricas danzas de las célebres hijas de la isla Eritrea, delicias de Marcial, Horacio y Petronio.

Los pintores y escultores, finalmente, sacarán de las costumbres y de los tipos lo más adecuado á su arte respectivo. El pintor encuentra en las escenas de la vida común de Andalucía, forma, color, originalidad: para producir un cuadro de género, rico de tonos é interesante, no tiene más que ponerse á copiar la buena-ventura, la improvisación cantada en el cortijo, el baile en la hera, la disputa en la taberna ó en la romería, la familia gitana en su rancho, el coloquio amoroso á la reja pelando la pava, la buñolera de Sevilla, el barquero del Puerto, un grupo cualquiera de chalanes ó caleseros, con sus jacos y sus vehículos, ó sin ellos, parados ó caminando, tumbados durmiendo su siesta, ó en corro requebrando á una despótica maja, ya bebiendo, ya comiendo, ya jugando, ya rasgueando la guitarra y ululando, como decía Silio Itálico, las monótonas cañas de Tarteso, hubieran sido para un Wilkie, para un Hogarth, para un Goya, como lo fueron para el malogrado Becquer y como lo son hoy para sus imitadores, otras tantas ocasiones de fecunda inspiración, modelos impagables de dibujo y de color, mina inagotable y variada de actitudes expresivas y de graciosos inci

dentes. De la fiel observación de las costumbres meridionales, sin quitar ni poner, sacó el ingenio de Cervantes la linda figura de Preciosa, la descarnada de su supuesta abuela la vieja gitana, la egipciaca y varonil de aquel elocuente truhán que hizo á D. Juan de Cárcamo la viva pintura de las costumbres de su tribu: y ¡qué cuadros no podrá componer un pincel ejercitado representando con colores materiales aquellas mismas escenas del gran novelista, verbigracia la ruidosa entrada de la Gitanilla en Madrid á són de tamboril y castañetas, rodeada de otros gitanos de su aduar y de los muchachos y mujeres que acuden á verla bailar tocando las sonajas y cantando el romance de Sta. Ana; ó la profesión de gitano del enamorado D. Juan, cuando sentado sobre el alcornoque, en el rancho adornado de ramos y juncia, con el martillo y las tenazas en la mano, y presentes otros gitanos de ambos sexos, oye de boca del gitano viejo que le entrega á Preciosa aquellas terribles palabras: « nosotros somos los jueces y los verdugos de nuestras esposas ó amigas; con la misma facilidad las matamos y las enterramos por las montañas y desiertos, como si fueran animales nocivos: no hay pariente que las vengue, ni padres que nos pidan su muerte! Todo, en efecto, es aún en el pueblo de Andalucía (y lo era mucho más hace cincuenta años) característico y pintoresco: sus fisonomías, sus trajes abigarrados, los jaeces de las bestias, el ornato ninivita y babilónico de los, arreos. Figuraos un pintor observador y perspicaz como Teniers, y enérgico como Salvator Rosa: un Fortuny, por ejemplo: ¡qué partido no hubiera él sacado de cualquiera de esas dramáticas meriendas de gitanos que suelen ser el final obligado del peligroso ejercicio de las alumnas de Telethusa (1)!

Una moza desenvuelta y provocativa, pero irremisiblemente casta, eso sí, pues si no lo fuera no existiría, baila el ole en medio de un gran corro de gitanos y gitanas, jóvenes y viejos, en

(1) Célebre bailarina de la antigua Gades, inmortalizada por Marcial y Petronio.

tre los cuales hay un mocito boquirrubio, cristiano alegrillo y un tantico curioso, que no sabe en qué nido se ha metido ni entre qué casta de pajarracos anda revuelto. Comienza el braceo con los redobles de las castañuelas, acompáñale el muelle contoneo del cuerpo, el menudo taconeo y la lánguida mirada, y la poesía del deleite (1) » se anima y crece con las exclamaciones del insaciable enjambre: «¡bien parao! déala que se canse; ¡más puee! ¡más puee!» Y todos acompañan el són y la danza con palmaditas acompasadas, y la doncella cobriza se enardece, y aumenta la excitación de los ya exaltados cerebros, y el incauto extranjero sale de sus casillas, y la graciosa bacante que le seduce, después de hecho el último esfuerzo, cae en su asiento exhausta y hecha pedazos, lanzándole una mirada que le derrite el corazón. El pobre blanquillo, que no conoce la naturaleza especial del gitano, interpreta aquella mirada por las reglas de la pantomima europea, y mientras la gente morena se refresca con aguardiente y manzanilla, se propasa imprudente á declaraciones y pesadeces que entre nuestras errantes bayaderas jamás se consienten. La bailadora, verdadero ponche helado para un sofocón, recobra repentinamente su dignidad egipcia: el fascinado mocito se queda petrificado sin saber lo que le pasa, y la parentela masculina de la mala hembra le saca de su estupor con un astillazo ó un chirlo, y acaba la zambra con navajadas y cabe

zas rotas.

En este drama hay ¿quién lo diria? accidentes no pocos para satisfacer el más delicado instinto de lo bello, y en los cuales sin embargo casi nadie repara; pero si un escultor, familiarizado con las creaciones del genio griego y latino, acierta á detenerse en Cádiz ó en Sevilla á la entrada de un ventorrillo ó á la puerta del corral donde suena el castañeteo, y la curiosidad le mueve á contemplar el expresivo baile del ole 6 de la zarabanda, presto sorprenderá entre las voluptuosas posturas de la mujer

(1) Die poesie der Wollust, llama Huber á los bailes gaditanos.

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