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la de la famosa Venus Callipige de Nápoles y la de la Bacante de la villa Albani. Los artistas de la antigüedad, entre quienes no era privilegio especial dado á muy pocos, como lo es hoy, la percepción clara y sin velo de la belleza, sacaban gran partido de las escenas comunes: ellos vieron la mencionada lindísima estatua en la vulgivaga Telethusa, como vieron en otras mozuelas dedicadas al mismo ejercicio, de las que llamaría Cervantes de la casa llana, la linda figura que baila en un banquete nocturno y que admiramos hoy en un vaso etrusco del Museo Borbónico, y otra más que con purísimo deleite estudian los aficionados de moral más severa entre las pinturas del sepulcro de Cuma, rodeada de espectadores en actitud de llevar el compás dando palmadas y de excitarla con exclamaciones, ni más ni menos que como lo hacen hoy los bravos de Andalucía. Porque debemos observar, aunque sea de pasada, que el genio que bajo la corteza de lo vulgar y común sabe encontrar la verdadera belleza, saca la forma pura con toda su original pudicicia del cieno con que la deslustra y deforma el vicio, como el minero saca el oro del fango de la mina. No son numerosos en verdad los genios; así que, esos hermosos trasuntos de la forma corpórea purgada de sus imperfecciones accidentales, sólo se hallan en los vasos antiguos, en los bajo-relieves y estatuas griegas, en algunas tablas de Rafael y de Pusino; pero la naturaleza es siempre igualmente fecunda, y si los buenos artistas escasean, no faltan por cierto modelos que ostenten la más hermosa creación de Dios en toda su virginal pureza entre esas doncellas singulares de la vagamunda raza oriental que con tanta frecuencia recordamos, llenas de majestad aunque sumidas en la abyección, castas y sin pudor, provocativas y sin amor, que cantan y bailan tienen la mirada melancólica, que parecen hijas de reyes egipcios y nacen de sangre de chalanes y ladrones.

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Es menester saber buscar, y ver, y sentir, cuando se trata de copiar: para los talentos adocenados no hay en las escenas populares sino lances muy comunes; lo defectuoso y malo es lo

único que á sus ojos se presenta; y aun así y todo, todavía es para mí un desideratum un cuadro bueno sobre el manoseado tema de las costumbres andaluzas de majencia y bravura, con sus peripecias, sus contrastes, sus movimientos y su fuga, sus dramas y sus horrores, ó sus lances cómicos y su chistosa animación. Vemos por todas partes en las casas de Andalucía de anticuado pergeño, pinturas de tipos y de escenas meridionales: la bolera, el majo, el contrabandista, los famosos niños de Écija, el último bandolero de vida épica y verdadero rey de la Sierra, José María, anduvieron prodigados por las blanqueadas paredes hasta por y los témpanos de las panderetas causándonos hastío; y con tanto copiar y recopiar esos tipos, con tanto repetir y multiplicar pelanduscas bailando el fandango, y majos empalagosos paseando la calle de la Sierpe ó la Velada, y bandoleros á caballo con la mozuela en ancas y el trabuco al costado, y el robo en el despoblado, y el baile sobre la mesa en el ventorrillo, y el pabellón de la gitana buñolera en la feria, y la florida romería á Santiponce, apenas advertimos en aquellas paredes un lienzo entre ciento que tenga color, carácter, gracia é interés: apenas entre cien pintores descuella uno que haya sabido encontrar la perla de la belleza, clásica ó romántica, en el profundo y revuelto golfo de las sensaciones de la vida. común.

Si Sevilla estuviera habitada por atenienses, veríamos trasladados al bajo-relieve en frisos, basas y métopas, los bellísimos grupos que descubre á cada paso en la feria de Santiponce el ojo educado en las graciosas y sencillas composiciones de la escuela de Praxiteles. Aquellas carretas cubiertas de ramaje oloroso que vienen por el puente de Triana conduciendo á las gitanas y corraleras, puestas en pié con gesto majestuoso, con las flores desmayadas elegantemente prendidas al cabello, tiradas de corpulentos y hermosos bueyes engalanados con guirnaldas, se enlazan en la imaginación á los más poéticos recuerdos del paganismo. Los bateles empavesados de cintas y flores que

transportan la gente alegre y galana desde la Barqueta á la opuesta orilla, hacen tan vistoso el Guadalquivir como podía estarlo el Cefiso cuando cruzaban sus apacibles ondas las barcas de las familias griegas acudiendo con sus dones á las célebres fiestas de Minerva. No era más airosa y esbelta la joven Panatenea que lo es la grácil doncella sevillana con su canastillo de rosas en la cabeza, recuerdo involuntario de la garbosa cariátide corintia; ni la mozuela gaditana que hace sobre una mesa con el calañés en la palma de la mano las voluptuosas contorsiones del vito, presta menos motivo para una estatua que el sátiro tocando los platillos ó la siringa; ni sería inadecuada para hacer juego con el discóbolo, con el fauno del Capitolio ó con el gladiador, la característica figura que presenta á veces el guapo sevillano de las afueras de la puerta de Carmona, cuando, después de las intimaciones de costumbre y de rehusar el barato y del vamos allá›, blandiendo la despiadada del santo-óleo, quedan él y su contrario por largo espacio, como helados, con la navaja en alto y la capa liada al brazo izquierdo sin descargar el golpe. Los legítimos tipos andaluces, que velozmente se van perdiendo, son tan dignos de estudio, por lo menos, como los que ofrecen Italia, Grecia, Egipto y los pueblos de Oriente, nunca exhaustos de bellezas y de poesía; pero, séanos lícito repetirlo, la belleza de esos tipos no está donde la busca el vulgo de los artistas del país: no en lo abultado de la pantorrilla, no en la prensada carnosidad del pié de la bolera, ni en la tesura del majo fino en día de fiesta; no está en la fiel y paciente y chinesca reproducción de todo cuanto los tipos de la tierra ofrecen de bueno y malo sin elección. Doloroso es confesarlo, pocos son los pintores andaluces capaces de ver y sentir las verdaderas bellezas que pasan por delante de sus ojos, y quizá habrá que acudir mañana á las carteras de algunos pintores extranjeros para ilustrar la vida popular de la Bética, cuando la tiránica y devoradora civilización industrial haya nivelado todas las provincias de España y fundido en su prosáico crisol sus razas, sus usos y

sus dialectos. Y basta de digresiones por el terreno privativo del arte impropiamente llamado de género.

Cada cual puede estudiar en los tipos, caracteres y costumbres de la España meridional, lo más acomodado á su genio sin invadir el dominio ajeno; más aún, no es requisito indispensable tener alma de artista para hallar en ellos atractivo, dado que, aun considerados científicamente, es su análisis fecundo en resultados y abre vastísimo campo al etnólogo, al historiador, al anticuario y al humanista, para sabrosos y entretenidos dis

cursos:

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Lo mismo se verifica respecto de la naturaleza inanimada: el geólogo, por ejemplo, estudia las pintorescas montañas de esas numerosas sierras que limitan y amparan las pingües llanuras de Sevilla y Cádiz, la magnífica constitución de la zona bética; ve en conjunto lo que á los ojos vulgares aparece casual desmenuzado, observa el encadenamiento de los ramales, y traza en el papel con pocas y seguras líneas el grandioso cuadro de las barreras naturales ó brazos que, partiendo del gigantesco Briareo de Sierra-Morena, ciñen la tierra de Sevilla en sus confines con Extremadura y con Málaga, la separan de la de Cádiz, aíslan esta provincia contornándola por un lado con una cadena de sierras que tiene su último eslabón en el Puerto, y por el otro con otra cordillera que, á guisa de cordón deshecho, lleva un cabo á Algeciras y sumerge otro en el golfo de Gibraltar.

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En estas mismas cordilleras descubre el mineralogista preciosas canteras de mármoles que hacen famosa la sierra de Ronda, ricos criaderos de plata y cobre que hicieron un tiempo

de la sierra de Constantina el sueño dorado de los mineros del continente. Guadalcanal, Almaden de la Plata, Fuente Reina, son hoy quizá las cicatrices mal cerradas de aquellas innumerables bocas por donde desfogaba su plétora bajo la dominación de los codiciosos fenicios y cartagineses la riqueza metálica de Tar

teso.

El botanista y el agrónomo hallan un campo inexplorado de

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