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yándola en el pueblo. Después del 2 de Mayo, su autoridad quedó con justicia completamente por los suelos, sobre todo después de su ninguna fortuna en la única gestión que en beneficio del país pretendió tardíamente realizar.

Había tenido las tropas encerradas en sus cuarteles, dando lugar á que solamente los indisciplinados del parque se mostrasen dignos de su uniforme, y no se le ocurrió luego cosa mejor que comisionar á sus miembros O'Farril y Azanza, para que dijeran al Gran Duque de Berg que si mandaba cesar el fuego y les daba un general que les acompañase, se ofrecían á restablecer el sosiego de la población. Aceptó, como era lógico, Murat el ofrecimiento y puso á su lado al general Harispe. Seguidos de él y de otros consejeros que se les agregaron, recorrieron calles y plazas, agitando pañuelos blancos y prorrumpiendo en voces de ¡paz! ¡paz! Retiráronse con esto los paisanos, dueños aún de muchos puntos

El general Grouchy.

de la capital; pero los resultados de la obra pacificadora de los individuos de la desdichada junta fueron funestos. Ocupó Murat con guardias y piquetes las calles de la Corte de que no era antes dueño, y colocó en muchas cañones con las mechas encendidas, grave indicio de que, lejos de dar por terminada la jornada sangrienta, se disponía á continuarla. Así sucedió. Repetidas descargas avisaron al vecindario la continuación de la matanza.

En la Puerta del Sol, junto à la fuente de Mariblanca, como en otros diversos puntos de la Corte, fueron arcabuceados multitud de paisanos presos por sospechosos, á pretexto de haberles hallado armas sobre si.

La matanza de españoles que aquellas descargas anunciaron y que no terminó con ellas, obedecía á una orden más que draconiana, dictada sin conocimiento de nadie, publicada

en el secreto. Colocaba el tirano romano altas sus leyes para que nadie pudiese leerlas y fuese más frecuente el castigo por no cumplirlas. Murat rebasó aquella infame previsión, porque no colocó alto ni bajo su bando hasta muchas horas después de aplicados sus crueles articulos á cientos de infelices ciudadanos. Decía así el bando:

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«

Soldados: mal aconsejado el populacho de Madrid, se ha levantado y cometido asesinatos: bien sé que los españoles que merecen el nombre de tales, han lamentado tamaños desórdenes, y estoy muy distante de confundir con ellos á unos miserables que sólo respiran ansia de robos y delitos: Pero la sangre francesa vertida clama venganza. Por tanto, mando lo siguiente:

» Art. 1.o Esta noche convocará el general Grouchy la comisión militar.

» Art. 2.o Serán arcabuceados todos cuantos durante la rebelión han sido pre

sos con armas.

» Art. 3.o La Junta de Gobierno va á mandar desarmar á los vecinos de Madrid. Todos los moradores de la Corte que, pasado el tiempo preciso para la ejecución de esta orden, se hallaren armados ó conservaren armas sin permiso especial, serán arcabuceados.

» Art. 4.o Todo corrillo que pase de ocho personas, se reputará reunión de sediciosos y se disolverá á tiros.

» Art. 5.

diada.

Toda aldea ó villa donde sea asesinado un francés, será incen

» Art. 6. Los amos responderán de sus criados; los empresarios de fábricas, de sus oficiales; los padres, de sus hijos, y los prelados de conventos, de sus religiosos.

» Art. 7.o Los autores de libelos impresos ó manuscritos que provoquen á la sedición, los que los distribuyeren ó vendieren, se reputarán agentes de la Inglaterra y como tales serán pasados por las armas.

» Dado en nuestro cuartel general de Madrid á 2 de Mayo de 1808. - JOAQUÍN. - Por mandato de S. A. I. y R., el jefe de estado mayor general, BELLIARD. » Toreno, testigo presencial de los tristes sucesos del 2 de Mayo, hace de ellos un conmovedor relato del que entresacamos, por lo interesantes, los párrafos siguientes:

<< Las autoridades españolas, fiadas en el convenio concluido con los jefes franceses, descansaban en el puntual cumplimiento de lo pactado. Por desgracia, fuimos de los primeros á ser testigos de su ciega confianza. Llevados á casa de don Arias Mon, gobernador del Consejo, con deseo de librar la vida á don Antonio Oviedo, quien sin motivo había sido preso al cruzar de una calle, nos encontramos con que el venerable anciano, rendido al cansancio de la fatigosa mañana, dormia sosegadamente la siesta. Enlazados con él por relaciones de paisanaje y parentesco, conseguimos que se le despertase, y con dificultad pudimos persuadirle de la verdad de lo que pasaba, respondiendo á todo que una persona como el Gran Duque de Berg no podía descaradamente faltar á su palabra... ¡tanto repugnaba el falso proceder á su acendrada probidad! Cerciorado, al fin, procuró aquel digno magistrado reparar por su parte el grave daño, dándonos también á nosotros en propia mano la orden para que se pusiese en libertad á nuestro amigo. Sus laudables esfuerzos fueron inútiles y en balde fueron nuestros pasos en favor de don Antonio Oviedo. A duras penas, penetrando por las filas enemigas con bastante peligro, de que nos salvó el hablar la lengua francesa, llegamos á la casa de correos donde mandaba por los españoles el general Sesti. Le presentamos la orden del gobernador, y fríamente nos contestó que, para evitar las continuadas reclamaciones de los franceses, les había entregado todos sus presos y puéstolos en sus manos; así, aquel italiano al servicio de España retribuyó á su adoptiva patria los grados y mercedes con que le había honrado. En dicha casa

de correos se había juntado una comisión militar francesa con apariencias de tribunal: mas por lo común, sin ver á los supuestos reos, sin oirles descargo alguno ni defensa, los enviaba en pelotones unos en pos de otros, para que pereciesen en el Retiro ó en el Prado. Muchos llegaban al lugar de su horroroso suplicio ignorantes de su suerte; y atados de dos en dos, tirando los soldados franceses sobre el montón, caían ó muertos ó mal heridos, pasando á enterrarlos cuando todavia algunos palpitaban. Aguardaron á que pasase el día para aumentar el horror de la trágica escena. Al cabo de veinte años, nuestros cabellos se erizan todavía al recordar la triste y silenciosa noche, sólo interrumpida por los lastimeros ayes de las desgraciadas victimas y por el ruido de los fusilazos y del cañón que de cuando en cuando y á lo lejos se oía y resonaba. Recogidos los madrileños á sus hogares, lloraban la cruel suerte que había cabido ó amenazaba al pariente, al deudo ó al amigo. Nosotros nos lamentábamos de la suerte del desventurado Oviedo, cuya libertad no habíamos logrado conseguir, á la misma sazón que pálido y despavorido le vimos impensadamente entrar por las puertas de la casa en donde estábamos. Acababa de deber la vida á la generosidad de un oficial francés, movido de sus ruegos y de su inocencia, expresados en la lengua extraña con la persuasiva elocuencia que le daba su crítica situación. Atado ya en un patio del Retiro, estando para ser arcabuceado le soltó, y aún no había salido Oviedo del recinto del palacio cuando oyó los tiros que terminaron la larga y horrorosa agonía de sus compañeros de infortunio. »

Aún continuó al día siguiente la horrible matanza; para la que se escogió como lugar á propósito el cercado de la casa del Principe Pío.

Puede calcularse las victimas por ambas partes de la terrible jornada en mil doscientas.

En el mismo día 3 se fijó en las calles un bando en que Murat comenzaba diciendo:

« Valerosos españoles: El dia 2 de Mayo, para mí como para vosotros, será un día de luto. »

En ese bando se achacaba el movimiento á intrigas del común enemigo de Francia y España: Inglaterra; se aseguraba que el Emperador queria mantener la integridad de la monarquía española, sin desmembrar de ella una sola aldea, ni exigir contribución de guerra alguna, y se exhortaba á la paz. Para el caso de frustrarse sus esperanzas amenazaba, sin embargo, el Gran Duque con tremenda venganza.

El Infante Francisco, determinante inconsciente de aquella revolución, salió el 3 para Bayona. También salió de Madrid, en la madrugada del siguiente día 4, el Infante Don Antonio, presidente de la Junta de Gobierno. En otro hombre que él podría parecer extraño el abandono de las graves funciones que le estaban encomendadas, precisamente en momentos tan tristes como aquéllos, en que cualquier funcionario medianamente digno hubiese considerado de honor su peligroso puesto. En el Antonio que nos ocupa, la cosa ha de ser considerada como natural.

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LOS ENTERRAMIENTOS DE LA MONCLOA (3 de Mayo de 1808).

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