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Aunque los más de los historiadores han pretendido ver en estas manifestaciones algo así como la consagración del principio de la soberanía popular, no acertamos en ello á ver otra cosa que una pura medida de previsión, que no dejaba al pueblo ciertamente libertad alguna, ya que la pretendida elección se hacía de antemano y respetando los que podían llamarse derechos adquiridos de la familia reinante.

Palafox se consagró, legitimada su situación, á organizar fuerzas que permitiesen resistir el temido ataque de los franceses. Reunió, al efecto el caudillo las que pudo, aceptando las que de otras partes acudían á ayudarle, empleó á los oficiales retirados, resucitó la denominación de tercios, uno de los cuales formó · de estudiantes, recogió armas, hizo montar olvidadas piezas de artillería y promovió la fabricación de pólvora y pertrechos de guerra de todas clases.

Ni Castilla la Nueva, ni Cataluña pudieron de momento cooperar rápidamente á la sublevación. Estaban las provincias castellanas ocupadas ú observadas de cerca por fuerzas francesas. De las principales plazas fuertes de Cataluña, ya hemos visto en otra parte cómo se apoderaron alevosamente los franceses. Faltó, pues, á una y á otra, libertad para obrar.

Castilla, no dejó de enviar auxilios de todas clases á las demás provincias y hasta favoreció la deserción de regimientos enteros que acudieron á las regiones sublevadas. Don José Veguer, comandante de zapadores y minadores, partió á principios de Mayo desde Alcalá de Henares con 110 hombres, y, atravesando por la sierra de Cuenca, fué hasta Valencia á cuya Junta se ofreció. Imitaron tal ejemplo en la Mancha los carabineros reales y en Talavera los voluntarios de Aragón y un batallón de Saboya. Del mismo Madrid desertaron muchos oficiales y soldados, y hasta una partida entera de dragones de Lusitania y otra del regimiento de España.

En Cataluña, se señalaron en Barcelona en el mes de Junio, tumultos que dada la situación de la ciudad reprimieron pronto los franceses. Las poblaciones no invadidas pudieron ya obrar con mayor desahogo. Pronto veremos cómo fueron los catalanes los españoles que obtuvieron la primera victoria contra las armas francesas.

Intentó el general Duhesme apoderarse de Lérida y, provisto de una orden de la Junta de Madrid, allí se encaminó. Algo sospechó, cuando envió por delante al regimiento de Extremadura, al que, como español, súpose que no se le opondría dificultad alguna. Pero los leridanos habian decidido hacer en persona la guardia de los muros, y al ver el regimiento acercarse sospecharon la estratagema y se opusieron á la entrada de las recién llegadas fuerzas. El regimiento obedeció.

A esto debió Lérida ser más tarde escogida por asiento y congregación en Junta de todos los corregimientos del Principado.

Manresa, Tortosa, Igualada, Villafranca del Panadés y otros pueblos y ciudades fueron manifestando su odio á los franceses. Los primeros tumultos de Tortosa y Villafranca costaron la vida á sus respectivos gobernadores.

En cuanto à Navarra y las provincias Vascongadas, no es de extrañar que por de pronto no formaran en el general concierto. Tenían demasiado cerca á los

franceses.

Baleares y Canarias secundaron con ardor el movimiento.

En las islas Baleares influyó sobremanera la noticia, llegada alli el 29 de Mayo, del levantamiento de Valencia. Sin los pliegos de Madrid recibidos poco después de esa noticia por el capitán general don Juan Miguel de Vives, desde luego se hubiera éste declarado por el inmediato levantamiento. Detuviéronle, aunque sólo por horas, las órdenes que recibió. Sin una rápida rectificación de conducta, la verdad es que hubiera corrido peligro. Soliviantado el pueblo por algunos jóvenes de la nobleza y algunos oficiales, tramaba la substitución de Vives, cuando apercibido éste, quitando tiempo á toda acción, se apresuró á hacer iluminar la fachada del edificio que ocupaba y anunciar al pueblo la resolución de no reconocer otro gobierno que el de Fernando VII. Al día siguiente, 30 de Junio, se organizó una Junta en Mallorca, á la que más tarde se agregaron dos diputados por Menorca, dos por Ibiza y uno por la escuadra fondeada en Mahón, cuyo jefe había sido depuesto y preso.

Hasta Julio, no cooperó al levantamiento Canarias. La noticia de la insurrección de Sevilla determinó allí el alzamiento. Era capitán general de aquellas islas el Marqués de Casa-Cagigal, que desde luego dispuso la proclamación de Fernando VII.

Surgieron pronto, sin embargo, desavenencias entre la Gran Canaria y Tenerife; cada una creó su Junta. Despojado del mando de Tenerife Casa-Cagigal, substituyósele con el teniente de rey don Carlos O'Donell. El gobierno central logró más tarde poner remedio á ese sensible dualismo.

Los sucesos de España produjeron, como no podían menos, gran agitación en Portugal. Las tropas españolas que allí había, fueron unas con lucha, otras sin ella, pasando á España á cooperar á la sedición. De Oporto salieron para Galicia, apenas conocido el levantamiento de aquel Reino, las fuerzas que mandaba. el mariscal de campo don Domingo Belestá. Hicieron, además, estas fuerzas prisionero al general francés Quesnel.

Justamente alarmado Junot, hizo sorprender y desarmar á los españoles en

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Lisboa. Mil doscientos fueron conducidos á bordo de los pontones que había en el Tajo. El regimiento de dragones de la Reina logró, sin embargo, entrar en España. Los regimientos de Valencia y Murcia sostuvieron un enconado encuentro con los franceses y lograron también trasponer la frontera española.

Libre Portugal de españoles, se sublevaron sus pueblos y provincias. Tras-losMontes, Entre Duero y Miño, Coimbra, los Algarbes y todo el mediodía del Reino se alzó contra los franceses. Protegió desde el primer momento á los sublevados portugueses como á los españoles, Inglaterra, y entre las provincias de España y Portugal, poco antes enemigas por la sola voluntad de nuestro obcecado Monarca, se establecieron cordiales relaciones y se cambiaron mutuos auxilios.

Sorprende en verdad el general levantamiento de España y descubre al observador puntos de vista dignos de la mayor atención.

En pocos días se levanta España entera contra los franceses y se levanta llevando por bandera el nombre de un Monarca inepto y corrompido. Queda sólo una minoría que mira como un bien el destronamiento de los Borbones y espera del francés la reconstitución de la Monarquía española sobre nuevas bases.

La Junta Suprema de gobierno de Madrid, sobre hacer cuanto humanamente pudo por detener el levantamiento, dirigió á la Nación, en 4 de Junio, un manifiesto en que llegó á decir que cuando la Nación aniquilada y envilecida á los ojos de Europa, por los vicios y desórdenes de su gobierno, tocaba ya al momento de su disolución, la Providencia le proporcionaba el medio de elevarse á un grado de felicidad y esplendor á que nunca llegó, ni aún en sus tiempos más gloriosos. «Por una de aquellas revoluciones, decía, pacificas que sólo admira el que no examina la serie de sucesos que las preparan, la casa de Borbón, desposeída de los tronos que ocupaba en Europa, acaba de renunciar al de España, el único que le quedaba: Trono que en el estado cadavérico de la Nación... no podía ya sostenerse: Trono, en fin, que las mudanzas políticas, hechas en estos últimos años, la obligaban á abandonar. El Principe más poderoso de Europa ha recibido en sus manos la renuncia de los Borbones; no para añadir nuevos países à su Imperio, demasiado grande y poderoso, sino para establecer sobre nuevas bases la Monarquia española... y en el momento mismo que la aurora de nuestra felicidad empieza á amanecer, en que el héroe que admira el mundo y admirarán los siglos, está trabajando en la grande obra de nuestra regeneración política... ¿Será posible que los que se llaman buenos españoles, los que aman de corazón á su Patria, quieran verla entregada á todos los horrores de una guerra civil? »

Este era el lenguaje de la Junta y el de los españoles afrancesados.

Es verdad que pecaba ese lenguaje de demasiado humilde á Napoleón, y que no será bastante á disculparlo la opinión de invencible en que al coloso se tenía; pero en el fondo del raciocinio de los españoles adelantados, ¿faltaba lógica?

No se trataba de una cuestión de principios. Más monárquicos y más serviles eran los que se sublevaban al grito de ¡Viva Fernando VII! que los que se hallaban dispuestos á conformarse con José I, superior á los Borbones en buen juicio,

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en educación política, en amor al progreso, en adaptabilidad al espiritu revolucionario de su país y de su siglo y al fin tan extranjero como los Borbones. Desde las postrimerias del siglo XV veniamos por extranjeros gobernados. ¿Eran españoles acaso Felipe el Hermoso, ni el nieto de Luis XIV, Felipe V de España? Dinastías extranjeras eran la de los Austrias y la de los Borbones. A un español de principios del siglo XIX, sincero monárquico, ¿podia espantarle que otra dinastía francesa como la de Borbón, rigiese el país sobre todo si esa nueva dinastia era como la de Bonaparte, de origen popular y venía envuelta aun sin quererlo en ráfagas de revolución?

¿De qué parte estaban los progresivos? ¿De qué parte los adelantados?

No queremos hacernos cargo de la objeción que tome por base el móvil de los intereses bastardos que pudieron decidir á muchos al reconocimiento de José I. Entrados en ese camino, ¿dejaríamos de hallar iguales motivos de vituperio en muchos de los del bando patriota?

No pretendemos tampoco censurar los entusiasmos honrados de un pueblo que no estaba, por su falta de cultura, en condiciones de juzgar de los hechos con serenidad.

Convengamos en que el levantamiento general de España reunió en sí muy diversos caracteres. Fué, juzgando por la buena fe de la mayoría de la masa popular, un movimiento eminentemente patriótico; por el carácter que le imprimieron los más de sus directores, un movimiento de adhesión á la casa reinante; la finalidad perseguida por gran parte de esos directores mismos, una contrarevolución. La dinastia napoleónica que se fundaba en España, era una amenaza á todo lo secular.

Habrán notado los que hayan leido que el clero tomó una parte muy activa en la iniciación del levantamiento, que no se dió en él al pueblo otra bandera que la de Fernando VII, esperanza añeja de los enemigos de toda libertad, y en fin, que el pueblo no lanzó en ninguna parte ni el menor grito que se saliese del diapasón normal. En todas, el pueblo se resignó á representar el papel más secundario y entregó la dirección de los negocios públicos á hombres prestigiosos dentro del régimen.

Aún dada la general ignorancia, es raro que nadie cayese en la inepcia demostrada por toda la familia real, raro que ni una voz se levantase contra aquel hijo malvado y tonto que había ido por su pie á ponerse en manos de Napo

león.

En 1796- registramos una conspiración antidinástica. ¿Hubiera tenido nada de extraño que se hubiesen alzado con motivo del levantamiento voces discordantes acerca de su finalidad?

Comprendemos que las felonias de Napoleón y, más que ellas mismas, la forma brutal en que las realizó, fueran motivo bastante à enardecer los ánimos de los más; pero no nos parece ya tan claro que coincidieran todos, como parecieron coincidir, en los rumbos que el país debía tomar, expulsados los franceses.

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