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no habla palabra de lo demás. Gran argumento de su modestia. Según veremos adelante se debió principalisimamente la conquista de toda la serie de castillos al mismo D. Rodrigo, como consta documentalmente; por lo que los reyes Alfonso, Enrique y San Fernando, sucesivamente, le dieron la posesión de todos, porque había procurado su conquista «con muchos y graves sacrificios y gastos». (1) En lo sucesivo pertenecieron a la Iglesia de Toledo tanto el castillo de Alarcos como los otros, por esta causa.

Acampados los cruzados alrededor de Salvatierra tuvieron que resistir al tremendo coraje con que respondió aquella plaza mora al ataque de los cristianos. Diez meses antes la había guarnecido Miramamolín, después de haberla arrancado a los Calatravos con pavor y luto de Castilla. Forzóles a ser prudentes la presencia de las guerrillas agarenas, que se pusieron a la vista del campamento, (2 en los puertos cercanos del Muradal. Era el 7 de julio. El domingo, 8, siguiente de la llegada, se dispuso por los tres reyes y caudillos del ejército una revista y despliegue armado de toda la tropa, que produjo un mágico efecto, que describe así el Arzobispo de Toledo: «El día siguiente, que era domingo, acordaron los reyes y jefes que se armara y se preparara, como para la batalla, todo el ejército. Y por el favor de Dios apareció toda la multitud equipada con armas, banderas y caballos tal, que a los ojos de los enemigos aparecía imponente y terrible, a los nuestros amable y alentador, preparado para la batalla, y que con su garbo marcial suplía la falta de los que se retiraron, de tal modo, que aun los pechos de los magnánimos se reanimaron, los pusilánimes se fortalecieron, los que vacilaban se confirmaron, y la turbación y discordia, que los disidentes sembraron, aterrando a muchos, se disipó de los corazones de los tímidos. Y habiendo pasado en aquel lugar otro día, después fuimos a descansar en Fresnedas; y al fin nos trasladamos a otro campamento del mismo nombre: el día tercero (12 de julio y jueves) llegamos a un campamento situado en Guadalfaiar (3) al pie del monte Muradal.» (4) Llegaron al atardecer a este lugar, donde la mayor parte vivaquearon, mientras otra parte, sin parar, realizaba una operación militar de importancia. (5).

La dirigió el jefe de la vanguardia, Diego López de Haro, con otros adalides, descubriendo en las alturas las avanzadas sarracenas, que en las proximidades del castillo del Ferral, a poco, por sorpresa destrozan a los cristianos, los cuales arrollaron impetuosamente a los astutos enemigos, arrojándolos de las cumbres ladera abajo, y plantando allí mismo sus tiendas, aunque el castillo del Ferral quedó en poder de los moros aquel día, y por esto, y porque a una legua más o menos de distancia veían los cruzados las tiendas agarenas, no pudieron pasar una noche muy tranquila aquellos valientes. (6) El viernes, por la mañana, después de invocar al Señor los tres reyes, Alfonso de Castilla, Pedro de Aragón y Sancho de Navarra subieron (al mismo monte Muradal) y en el declive del monte, clavadas las tiendas, hicieron mansión, y en el mismo día se ocupó el Ferral por los nuestros.» (7) Desde la cima pudieron observar al ejército de Anasir, que en el mismo día llegó a su campamento, y desde víspera corría el rumor en las filas cristianas de que allí estaba el rey de Valencia, tío del Miramamolín. (8)

Don Rodrigo, con notable precisión y excelente conocimiento estratégico, nos refiere el plan y la táctica del agareno, del modo siguiente. Anasir, saliendo de

(1) Lib. priv. 11. f. 64. v. (2) La «Crónica General añadió contra lo que escriben D. Rodrgo, el Narbonense y Alfonso, que los cruzados tomaron a viva fuerza a Salvatierra. No es exacto. (3) Rio Magaña, que rodea las raíces de Sierra Morena, en Ciudad Real, y corre hacia la provincia de Jaén marginando a Despeñaperros. (4) Lib. Vlll. c. 6. (5) lb. c. 7. (6) Carta de Alfonso. Ibi. El Narborense. (7) Lib. VIII. c. 7. (8) Arnaldo en su carta.

Sevilla, a principios de junio, se fué a Jaén, y subiendo con parte de sus tropas a las montañas vecinas, empezó a atalayar a los cristianos, proponiéndose ejecutar un plan ingenioso y bien discurrido. Temeroso del empuje de los extranjeros, pensó primero no darles balalla campal, sino entretener a los cruzados con escaramuzas y celadas, hasta fatigarlos y gastarlos con pérdidas tales, que no pudieran resistir a lo último su ataque. Pero la llegada a su campo de desertores renegados hizo variar su plan. De ellos supo el estado precario de los cristianos, la defección de los advenedizos y la escasez de viveres. Engreído por esta noticia, abandonó el plan de sorprender y desbaratar a las haces enemigas, cuando según sus cálculos, maltrechas y diezmadas, volvieran por las pésimas orillas del Guadiana, y mudando de parecer, se plantó repentinamente en la comarca de Baeza, y envió de aquí un destacamento, para obstruir a las haces cristianas el paso a las alturas del macizo del Muradal, apostándose en los desfiladeros, que daban acceso para escalar la cima del monte: «Con esta intención, dice D. Rodrigo (que lo oyó de los prisioneros) vigilaban el paso, para que al fin, faltos de vituallas, y consumidos de tedio y hambre, retrocediéramos. Dispuso Dios que Diego López de Haro se adelantara a enviar con fuerzas a su hijo Lope Díaz y sus dos nietos, Sancho Fernández y Martín Muñoz, para que ocuparan las cumbres del monte. Los cuales, impelidos por su arrojo, se adelantaron confiadamente por la planicie hasta cerca del castillo del Ferral, donde tropezaron con algunos árabes, que los acometieron, y si la asistencia divina no les favoreciera, les hubieran deshecho; y, rehaciéndose los cristianos de su sorpresa, varonilmente rechazaron a los árabes» y adueñándose de la cima del monte, clavaron sus tiendas y se mantuvieron allí mismo. Este golpe de los cristianos desbarató la primera acertadísima disposición del caudillo marroquí. No se turbó ni ofuscó éste: puso en el acto en práctica otra de un acierto completo. Observó que los reyes cristianos, con los ojos puestos en la dilatada planicie de las Navas de Tolosa, único campo para dar la batalla al moro, inmediatamente iban a invadirla, lanzándose por el desfiladero de Losa, lugar situado al norte del castillo del Ferral, que estaba en poder de los cruzados, y que se veía bien desde el denominado castillo. Anasir mandó rápidamente cerrar aquel desfiladero terrible, que según las palabras de la carta a Inocencio III «podían defender mil hombres contra todos los del mundo». Con todo su ejército ocupó además otros pasos conocidos de la sierra, y se acampó a la vista de los cristianos, en la opuesta parte del paso infranqueable de Losa, con ánimo de atacar, seguro del triunfo.

Y podía estarlo en aquel momento, apreciando exactamente la situación desesperada, en que su táctica colocaba al ejército cristiano. Ya estaba completamente cerrado el desfiladero en forma invencible. No podían permanecer los cristianos en aquellos parajes muchos días, por ser difícil el avituallamiento, a causa de la distancia del punto de provisiones, más difícil aún la aguada en aquel sitio árido, en que no había fuentes, y la única agua que había, corría al pie del ribazo del Ferral y el arroyo no daba la suficiente para toda la tropa y ganado, y los moros a veces se acercaban allí valientemente para impedir que se aprovisionaran, hasta que una vez los franceses los castigaron duramente. En fin, era inútil permanecer, y era imposible dar la batalla, mientras los enemigos cerraran el tránsito pavoroso. ¡Qué horrible horizonte se presentó a los tres reyes en la tarde del viernes, el 13 de julio, después de escalar el monte! Sólo dos soluciones probables se ofrecían a los espíritus más reflexivos. Fracasar o sucumbir. Fracasar emprendiendo la retirada prontamente y tal retirada había de producir la desmoralización y la disolución de la tropa; o sucumbir, peleando bravamente por penetrar en la meseta de las

Navas de Tolosa por el rocoso y formidable desfiladero de Losa, mientras el puñado de almohades sitos en sus puestos los sacrificaban impunemente.

En tal conflicto se celebró consejo de guerra, al que concurrieron, además de los tres reyes, los caudillos de los distintos cuerpos, de cuyo resultado y deliberación habla así D. Rodrigo, uno de los que en él tomaron parte, sin decirnos su opinión personal: «Mientras ocurrían estas cosas, deliberaban los reyes y los jefes qué consejo se debía adoptar, para proceder sin peligro; pues el paso de Losa era imposible sin daño. El ejército del Agareno estaba muy cerca de nosotros, se veía su tienda roja y corrían diversos pareceres acerca de la ruta del ejército. Algunos atendiendo a la imposibilidad del paso, aconsejaban el retroceso y el traslado (de la tropa) al campo de los agarenos por un lugar más fácil. Alfonso el Noble, rey de Castilla, contestó a esto: «Aunque este consejo brilla por la discreción, encierra su peligro. Cuando el pueblo y otros inexpertos vean el retroceso juzgarán que no vamos a la lucha, que la huímos, y se producirá la disensión en el ejército sin que se les pueda contener. Una vez que vemos cerca a los enemigos es preciso atacarlos. Por lo demás cúmplase la voluntad de Dios.>>

Incomprensible lenguaje en la boca de un monarca de casi cincuenta años de lucha, que recordando el desastre de Alarcos, trata de repararlo. Pero D. Rodrigo lo atribuye a la influencia divina, diciendo: «Como prevaleciese este parecer del rey noble, y siendo el que dirigía este negocio el Dios omnipotente con su provicencia especial, envió cierto hombre plebeyo, harto despreciable por su porte y persona, que antes había pastoreado en aquellos montes y habíase dedicado a la caza de liebres y conejos, el cual mostró un camino fácil y del todo transitable, por el declive de un costado del mismo monte, por el cual podíamos ir al punto adecuado del combate, a escondidas del enemigo, sin que nos lo pudiera impedir.» (1) «Pero como a semejante persona en tan grande peligro apenas se podía creer, dos capitanes, Diego López y García Romero, se adelantaron para ver si era verdad lo que el pastor había dicho, y ocupar la llanada del monte, que en la cumbre del mismo había. Y el Señor hizo que aquel pastor, como enviado de Dios, que escoge los instrumentos débiles del mundo, resultara veraz.» (2)

En la tarde del viernes se sucedieron este congojoso consejo de guerra y el consolador descubrimiento del desfiladero, que iba a conducir a la victoria a los que pocas horas antes se les presentaba el temeroso espectro de la derrota. Debió verificarse al anochecer la exploración indicada, y el paso de una parte de las fuerzas se continuó de noche sigilosamente, sin que el enemigo, que no dormía, lo advirtiera; pues según el Arzobispo de Toledo, los agarenos el sábado, cuando abandonando el castillo del Ferral, la hueste cristiana iba trasladándose a la llamada Mesa del rey, pensaban huía del combate, y llegaron a comprender ya tarde, el sentido de aquella maniobra militar, por lo que «gravemente se dolieron» entendiendo que no era fuga, sino marcha al combate. (3)

Tan espléndido favor de Dios colmó de religiosa emoción a los tres reyes, que, como grandes cristianos, no quisieron emprender la marcha sin dar muestras públicas de reconocimiento a Dios y un alto ejemplo de piedad al grueso de sus ejércitos. Los tres monarcas, el sábado muy de mañana (summo mane) recibieron la sagrada Comunión, y, doblando sus frentes ante D. Rodrigo, recibieron la bendición pontifical, y encamináronse con sus tropas al monte, y después de haber hecho desembocarlas todas por el desfiladero descubierto, que hoy se llama Puerto

(1) Lib. VIII. c. 7. En la carta a Inocencio se llama a ese pastor «rústico, enviado por Dios.» (2) Lib. VIII. c. 8. (3) Ib. ib.

del rey, se derramaron por la meseta de las Navas de Telesa, donde empezaron a clavar sus tiendas de campaña, mientras la rétágua dia estaba de camino. Los sarracenos «viendo que los cristianos clavaban así sus tiendas, destinaron una columna militar para impedir a las avanzadas, que se instalaran en el campamento; pero los nuestros quebrando las acometidas enemigas con la ayuda de Dios, felizmente se acamparon en la planicie del monte.» (1)

¡Qué satisfacción para los cruzados acampados en la gran planicie ver al enemigo desorientado correr alegre a ocupar el estéril castillo del Ferral, hostilizando débilmente a los cristianos postreros que atravesaban el fragoso desfiladero, providencialmente descubierto, cuando aun no se había cerrado la noche.

El gran estratega Rodrigo, que estudió sagazmente la táctica del agareno, después de advertirnos, que creyó que en aquella misma tarde iban a atacarle los cruzados, escribe así: «Apenas se clavaron las tiendas, el rey de los agarenos, viendo que las insidias y el dolo en la vigilancia nada le valían, dispuestas las haces, en el mismo día salió al campo, y la parte principal de la tropa, que estaba destinada a su custodia, la desplegó admirablemente en un promontorio de difícil acceso, y distribuyó prudentísimamente el resto del ejército a su diestra e izquierda; y allí nos esperaron desde la hora sexta hasta el anochecer, pensando que en aquel día saldríamos al combate. Pero, previo consejo, se decidió diferir la batalla hasta el lunes, por estar la caballería estropeada por la mala subida al monte y fatigado el ejército, y también para que pudiéramos observar el estado y los movimientos suyos. Y como el agareno entendiese que no nos lanzábamos al combate, inflado por el orgullo de la gloria, creyó que no procedía de la premeditación sino del temor, y por eso escribió cartas a Baeza y Jaén, anunciándoles, que tenía cercados a los tres reyes, y que dentro de tres días los haría prisioneros. Sin embargo, algunos de los suyos, que discurrían más hondamente, se dice que manifestaban: «Vémoslos hábil y cuidadosamente distribuídos, y más parece que se preparan para la lid, que no anhelan hallar medios de evadirse. El siguiente día, domingo, muy de madrugada, el agareno de nuevo salió al campo, como la víspera, y allí permaneció hasta el mediodía con las huestes preparadas, y para preservarse del calor del estío, sacaron la tienda roja, adornada de diversos artificios, para sombra del agareno, el cual, sentado con mayor magestad de lo que debía, con fausto regio, estuvo esperando el ataque. (2) Mas nosotros, como hicimos a la víspera, atentos a su ejército, observando su campamento, deliberábamos cómo deberíamos a la mañana siguiente lanzarnos a la lucha.» (3) Al anochecer se reti

raron.

Claro vemos en este precioso texto del insigne Arzobispo de Toledo, que desde la tarde del sábado hasta el momento de atacar, el lunes, hubo una especie de consejo de guerra permanente, en que él ilustraba con sus luminosos consejos a los reyes y demás caudillos de la cruzada, para asegurar el éxito de la empresa. Según Arnaldo de Narbona, que no se fijó en la estrategia del enemigo, tanto en la tarde del sábado como el domingo, hubo escaramuzas y torneos en las avanzadas, en que los flecheros y lanceros gallardeaban hábilmente, pero sin que se llegara a formal pelea. (4)

Pero la actividad intensa de D. Rodrigo, el domingo, 15 de julio, se desarrolló en otro campo más elevado y más adecuado al piadosísimo y celosísimo corazón del santo Prelado, que tenía a su cargo, como caudillo espiritual de la cruzada to

(1) Lib. VIII. c. 8. (2) Véase Huici sobre la tienda roja. (46. nota). (3) Lib. VIII. c. 8. (4) Carta. Lo mismo dice más lacónicamente D. Rodrigo en el mismo capítulo octavo ya citado.

da aquella muchedumbre guerrera de cristianos, que iban a luchar principalmente por la idea religiosa, por el triunfo de la causa de Jesucristo, y que cifraban en ello, por el doloroso sacrificio que hacían, la gloria de Dios y la rehabilitación espiritual propia en el acatamiento divino, hervoreando en todos los ánimos de buena voluntad anhelos de martirio. Este espíritu general guiaba a todos los cruzados; había llegado el momento supremo de recoger y preparar los corazones disipados, y de despertar en ellos los sentimientos propios de aquel lance con los tesoros celestiales, que la religión de Cristo concede y sus ministros distribuyen, para conseguir el fin que se proponían. Este fué el deber que D. Rodrigo cumplió en ese día memorable, como el día anterior empezó a cumplir con los tres reyes en las faldas del monte. Sabía el experimentado Pontífice que aquella medida era un deber en el terreno religioso, y el más eficaz medio para transformar a las muchedumbres en soldados capaces de triunfar. Los hombres que tienen que pelear, cuanto más saturados están de fe, de unción de la gracia y del sublime pensamiento de Dios y de la eternidad, son más abnegados, más ardientes, más irresistibles y más capaces de los más heróicos sacrificios y gloriosos triunfos. Por lo cual todo el día consagró a este sublime ministerio en unión de los demás Prelados del ejército, a los que estimuló, yendo él al frente de todos.

Para hacerlo con orden y provecho se repartieron los Obispos por los diversos cuerpos del ejército y fueron recorriendo las diversas unidades y los distintos campamentos de los mismos, excitando a todos con fervorosas exhortaciones y devotísimamente proponiéndoles los privilegios del perdón y las indulgencias de la cruzada. (1) Seguíase luego la reconciliación sacramental en el modo que era posible en aquella aglomeración de gente, en aquel dia, en vísperas de lanzarse a luchar con aquellos temibles y arrogantes agarenos, más emocionada y compungida que nunca, y ansiosa de ganar las gracias de la gran cruzada, en que venían a luchar con la profunda y ávida religiosidad de aquella áurea edad de la fe cristiana. Conocedor profundo del corazón de los hombres, D. Rodrigo, sabedor de las causas que pueden desmoralizar la gente más aguerrida, aún en la hora del triunfo, y esterilizar los resultados de la victoria, adoptó una medida muy sabia, después de preparar a aquellos guerreros: promulgó, como jefe espiritual de la cruzada, un edicto solemne, que se hizo conocer a todos los combatientes, prohibiendo a todos «bajo el anatema de la excomunión, que si el día siguiente la divina Providencia les concedía la victoria, nadie se detuviese a recoger los despojos, hasta que se hubiera dado orden de pararse en la persecución, para terminar la lucha.» (2)

Al ocultarse el sol se dió breve descanso a los guerreros, los cuales, cuando en la mitad de la noche, yacían en lo más pesado del sueño, viéronse perturbados por los penetrantes acentos de la música, que en aquella hora vibraron con una solemnidad y un matiz de más hondo misterio. Dice el Arzobispo. «El día siguiente, cerca de media noche, la voz de la alegría (la diana) y de confesión (llamada a la participación de los Sacramentos) resonó en las tiendas cristianas, y los heraldos pregonaron que todos se armaran para el combate. Y celebrados los misterios de la pasión del Señor (misas en diversos departamentos) hecha la confesión general, y recibidos los sacramentos, ya armados, emprenden la marcha.» (3)

Pero ¿en qué orden? Es demasiado importante para omitir la distribución estratégica, en este suceso de las Navas de Tolosa, que trasladó a manos de la España católica el centro de gravitación y superioridad del poder, que hasta esta fe

(1) Lib. VIII. c. 9. (2) Lib. VIII. c. 11. (3) Ibidem.

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