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nombrado investigador y bibliotecario de la Sorbona Mr. L. Barrau-Dihigo, que prestó todo su concurso en la larga rebusca de noticias, sólo le dió materiales para formular una eruditísima lista de conjeturas más o menos atinadas y racionales. (1) Entre ellas insertó una evidentemente absurda, que es preciso tachar, para que no caigan en el error los que no se dedican a estos estudios.

El entusiasta panegirista de D. Rodrigo, como distraído un momento, pregunta así: «y ¿por qué no sería D. Rodrigo estimadísimo condiscípulo del gran Inocencio III, cuando allí en 1187, se llamaba sencillamente Lothaire de Segui, bajo la dirección de aquella lumbrera de la sabiduría, de aquel preclaro talento, y científica arrogancia con que Pierre de Corbeil afirmaba al mismo enérgico y glorioso Papa, que con sus lecciones le había puesto la tiara sobre la Pontifical cabeza»? Sencillamente repugna esto, porque D. Rodrigo estudiaba allí diez años después, como el mismo Marqnés dice con verdad en otra parte, en la que hemos citado su autoridad.

Dejando el campo de las conjeturas, que aquí es inmenso, y siempre estéril, notemos dos hechos. Es el primero, que D. Rodrigo llegó a ser Doctor en las ciencias que estudió; pues sabido es que se llamó Maestro (Magister) y por Maestro se entendía entonces el doctorado. (2) El segundo hecho es que durante su estancia debió ver lo que el mismo dice de sí. En el capitulo nono, libro séptimo, de su historia, cuenta el Arzobispo las aparatosas Cortes, que Alfonso VII celebró en Toledo ante el rey, Luis de Francia, que vino a visitarle. Alfonso haciendo ostentoso alarde de su grandeza y riquezas, de lo que puerilmente disfrutaba su corazón, ofreció a Luis innumerables regalos. «Pero no quiso, dice Rodrigo, recibir otra cosa Luis que un rubí (carbunculum) que colocó en la corona de la Espina del Señor, en la Iglesia de San Dionisio, y me acuerdo también, lo ví yo mismo» Esta fué la única estancia conocida, que hizo en París con calma D. Rodrigo, y no cuando acaso pasó, que de cierto no consta, predicando la cruzada de las Navas de Tolosa. También fué testigo de los regocijos públicos de Francia el año 1200, con ocasión del casamiento de Luis VIII con la discreta Infanta castellana, D. Blanca de Castilla, dichosa madre de San Luis. Era hija de Alfonso VIII, hermana de D.a Berenguela, madre, a su vez, de San Fernando. Dos hermanas, tan reinas en sus reinos, tan acabadas en el acierto de sus consejos, tan afortunadas en la educación de sus hijos, no las ha visto la historia.

Acerca de los Catedráticos y condiscípulos, que D. Rodrigo tuvo, tanto en Bolonia como en París, nos es imposible decir algo de alguna manera cierta. El erudito Obispo de Sigüenza, Fr. Toribio de Minguella, escribe lo siguiente en su excelente obra sobre la Diócesis de Sigüenza. «San Juan de Mata, Fundador de la Orden de Trinitarios... había conocido y tratado en París a Don Rodrigo Ximénez de Rada y a los Canónigos que San Martín de Finojosa envió a la capital de Francia para que estudiasen» (3) No cita la fuente de tan interesante noticia. Murió el Santo Fundador de los Trinitarios el 21 de Diciembre de 1213, después de ser amigo de Sancho el Fuerte de Navarra. En vida de D. Rodrigo se establecieron en Puente la Reina, supuesta patria de D. Rodrigo, los religiosos trinitarios; y la Orden se enriqueció de excelentes sujetos en Navarra.

Y ¿tuvo que emigrar D. Rodrigo acaso porque en el cielo español no resplandecía la antorcha de las altas inteligencias, la sabiduría? ¿Fué porque languidecía la ciencia, que se inflama por la verdad y el arte, que se apasiona por lo bello? No

(1) Discursos... p. 23-25. (2) Lo puso el mismo Rodrigo en la portada De rebus... (3) Tomo I p. 250.

por cierto. Verdad es que en los días, en que se desarrollaba la mente del primer sabio español de sus días (1190-1200) la ola de los almohades se derramó por el mediodía de la Península, apagando la lámpara de la filosofía árabe, pero su llama saltó a los cerebros judíos del siglo trece, en que brillan tantas lumbreras. Funcionaba además en Toledo aquella escuela de traductores, creada por el Arzobispo Raimundo, que tan siniestras pero seductoras luces transmitía a las Academias de Europa, y en particular a París. Imperaba en todas las escuelas el talento portentoso del cordobés Maimónides, con su libro: Guía de los que dudan, y a pesar de aborrecer su criterio racionalista en la escritura, los escolásticos lo tenían siempre en los labios. El zaragozano Abrahan-ben-Ezra agitaba y alborotaba los espíritus con sus teorías nuevas sobre la exégesis, cuya estela racionalista fecunda todavía no pocos cerebros heterodoxos. Averroes era una obsesión de la época, que absorbía y agotaba la atención de los filósofos. Lucía por lo tanto en la Península hispánica la antorcha de la alta cultura, pero no existían en ella centros adecuados de enseñanza, y por eso nuestro insigne sabio peregrinó por Italia y Francia en busca de una formación intelectual superior. Además no ardía esa antorcha en los reinos cristianos, sino en los estados árabes. Las versiones de las obras que se hacían en Toledo pocas eran de sabios cristianos y de ingenios indígenas, eran de las dos razas invasoras, la sarracena y judía. Ardía, si, y resplandecía entre los cristianos españoles el amor a la cultura, pero más modestamente, a causa del agobio incesante de la guerra por la reconquista del patrio suelo. Algunas pruebas de este amor se han conservado, a pesar de tantos naufragios como han padecido los Archivos y Bibliotecas.

La Patria del mismo D. Rodrigo nos suministra argumentos tan elocuentes como el más favorecido de los reinos cristianos. Vigila, el más autorizado y primitivo cronista, navarro era, como también aquel poeta latino exquisito, Silvio, del que escribió, (hablando de sus obras) Mabillón: «Ojalá que todas se encontraran.» En las Abadías navarras florecieron igualmente Teodomiro y Sarracino, autores de las obras, que honran la Biblioteca actual del Escorial. Al vindicar Sánchez Casado la cultura de las Cortes españolas en la primera parte de la edad media, llega a sostener que era superior a la de Carlomagno y sus inmediatos sucesores, que a penas consiguieron leer correctamente, y cita en corroboración de su aserto el nombre de un preceptor de reyes en la corte astur-leonesa, que es el del preceptor de Alfonso el Casto, y en Cataluña el de Maestro Rodulfo, y en la Corte de Navarra encuentra cuatro nombres de Obispos que fueron preceptores de los reyes Sancho Garcés, García el Trémulo y Sancho el Mayor. (1)

En cuanto al aprecio de los estudios especulativos debe conservarse este botón de muestra, que se refiere al año mil, y tal como lo cuenta el insigne César Cantú, tomándolo de Martene y Durand (Colect. Ampl. III. 304). Dice el famoso historiador: «Un clérigo de Navarra preguntó a los monjes de Reichenan, si eran partidarios de Aristóteles, que no cree en los universales, o de Platón, que los admite, y le respondieron: Ambos tienen tal autoridad que no nos atrevemos a preferir uno al otro.»> (2)

Cuando nació D. Rodrigo, regía los destinos de su país un monarca, que mereció antes que ningún otro soberano el sobrenombre de sabio, y del cual escribió el mismo Arzobispo (3) después de haberle conocido y tratado, estos versos laudatorios en su poema de Roncesvalles:

(1) Elementos de la Historia de España, tom. I. (2) Hist. gener. Epoca X. c. 13. (3) No disminuye su valor, si es otro el autor.

«Santius bellator

Rex sapientissimus, totius amator probitatis.»
<<Sancho el Batallador

Rey sapientísimo, amante de toda probidad.» (1)

Pero bien se entiende, que esta ilustración relativa, no era fomento y organización de los conocimientos superiores, que forma la clase de verdaderos sabios. Y para encontrar eso emigró D. Rodrigo, y cuando adquirió todo lo que podía alcanzar, en Italia primero, y después en Francia, regresó a Navarra, para ser su más alta gloria mental en la edad media.

Y ¿en qué consistieron la amplitud y variedad de los conocimientos científicos y literarios de D. Rodrigo? ¿Cuál es su semblanza de sabio? Antes de terminar, preciso es presentar un cuadro, el más ajustado que sea posible, para que el lector se forme el concepto verdadero, que de hombre tan eminente se ha de tener. Fué en primer lugar un poliglota extraordinario, el mayor, que de aquella edad conocemos. Supo muchas lenguas. De las siguientes tenemos noticias seguras. Hijo del pueblo y reino vascón, supo en primer lugar el vascuence del que un verdadero sabio moderno escribió «La euscara, (lengua) monumento palpitante, indestructible de la raza más bella del occidente» (2) De esa «su lengua natural y materna» (Garibay) se aprovechó poco en su vida pública. Ya veremos como en Roma le fué útil en una ocasión solemne. De ella hace mención una vez sólo en el capítulo sexto del libro primero de su historia, diciendo, que es lengua propia de los «Vascos y los Navarros» La consideró por completamente distinta de las lenguas que la rodearon y la rodean, e inservible para conocer la etnografía española; porque ni siquiera se le ocurrió la idea de que en ella podría acaso encontrarse el origen etimológico del nombre de España, y prohijó y popularizó el fantástico de Hispano, el rey fabuloso prisionero de Hércules, del que «Hesperia se llamó España» (3) La segunda lengua que supo, fué el castellano, que habló durante toda su vida, y en él dió varios fueros a sus pueblos, siendo Arzobispo de Toledo; pero no redactó en él obras literarias magistrales, porque no se prestaba la lengua a ello, por estar en el período de formación. En cambio conoció y manejó el latín con la perfección extraordinaria que veremos adelante. Igualmente supo el italiano y el francés por haber estudiado en Italia y Francia sucesivamente. Como el alemán era la lengua del Sacro Imperio, lo adquirió igualmente, como un documento célebre nos lo dice, lo mismo que el inglés, éste sin duda por las incesantes relaciones de Inglaterra y Navarra en la frontera de Bayona, como lo vemos ya por la intervención de Enrique II de Inglaterra en el pleito de los límites de Castilla y Navarra durante la adolescencia de D. Rodrigo. Sancho el Sabio de Navarra y Alfonso VIII de Castilla pusieron el interminable y funesto pleito en manos del nombrado monarca inglés, que dictaminó así: que mútuamente se devolvieran las conquistas injustas: que observaran treguas de siete años, y que el Castellano pagara al Navarro tres mil maravedís anuales durante diez años. (4) El matrimonio de Ricardo Corazón de León con D.a Berenguela, Infanta Navarra, popularizó hondamente las relaciones navarro-inglesas, y las selló y cristalizó en 1202 el pacto firmado entre Sancho el Fuerte y el famoso Juan Sin Tierra, que se prometieron mútua ayuda contra todos los príncipes del mundo, excepto el Miramamolín; y no hacer paces con Castilla y Aragón, sin común acuerdo. (5) Por eso Sancho de Navarra pactó en 1204, con los bayoneses, salva la fidelidad con Inglaterra (6) Bastan estos datos para comprender que en los días de D. Rodrigo era muy familiar lo inglés, y por lo mismo la lengua inglesa tenía que ser estudiada.

(1) Verso 151 y 152. (2) P. Fita. Discurso sobre D. Juan Margarit. p. 44. (3) Lib. I C. 6. (4) Gebahrt, tom. III. 239. (5) Reymer. Fœdera et Contrat. I. 40 (ed. 3.a) (6) Cartulario de Teobaldo. Vol. III. fol. 239.

¿Qué extraño que Rodrigo, de noble linaje y con vocación a la diplomacia, lo aprendiera? Es creíble también que supiera el griego, como lo asegura Moreno Cebada; pero con ningún dato se puede probar. Es verosímil que lo estudiara, para investigar la historia primitiva de España, que se halla en las fabulosas narraciones de los griegos. Conoció a fondo el árabe. El mismo dice que estudió las historias árabes para escribir la suya sobre ese pueblo. Ya veremos cuánta autoridad tiene. Su criterio sobre la cultura árabe era muy distinto del de otros. Don Rodrigo estimó y aprovechó mucho sus escritos y alabó a los que poseían y utilizaban esa lengua. Escribe de un Prelado Hispalense, que la poseyó. «En este tiempo vivió en Sevilla el glorioso y santísimo Juan, Obispo, llamado Caéit Almotrán por los árabes, que resplandeció en el gran conocimiento de la lengua arábiga, brilló con muchas maravillas, y habiendo explicado la Sagrada Escritura con declaraciones católicas, las dejó escritas en árabe, para instrucción de los sucesores.<< (1) A pesar de conocer profunda y universalmente la cultura de los invasores, jamás la ensalzó, fuera de las maravillosas obras de arquitectura y urbanización, que ejecutaron, como otras beneficiosas al bien público, tales como el abastecimiento de aguas y otras mejoras, las cuales pondera sin tasa, y también a sus ejecutores, los Abderraman e Issém en Córdoba. (2)

En lo demás abomina sus errores teológicos, filosóficos y políticos, como celosísimo Prelado de la Iglesia y gran Pastor de su grey. No hay en sus obras el más mínimo vestigio de la influencia de la ciencia árabe, ni el más insignificante contagio de sus ideas y teorías; y nacen de pura ignorancia esas afirmaciones de ciertos publicistas de la prensa diaria, que representan a este grande hombre como hijo espiritual de la cultura árabe. En fin, no cabe duda que D. Rodrigo conoció el hebreo. Bastantes escrituras redactadas con muchas expresiones hebreas firmó don Rodrigo. En Toledo había barriadas de judíos, a los que tenía que vigilar, y atajar también la hábil propaganda de sus Rabinos. Se rozó él mucho con gente conspícua de los hebreos, y se valió de ellos para la gerencia provechosa de los asuntos financieros, siendo objeto de acusaciones por eso mismo, acusaciones que se examinarán en su lugar.

Admira la adquisición de tantas lenguas; y crece esa admiración viendo la orientación genial que dió al conocimiento de las mismas el espíritu singular de este raro varón. No se propuso desentrañar las cuestiones gramaticales, ni desenvolver el origen y desarrollo de los idiomas, ni descubrir las huellas e hilos de mútuo parentesco, ni tampoco dar pábulo y alimento a la actividad curiosa y elevada de su alto entendimiento, sino utilizar su conocimiento para la investigación histórica, y para la distribución de las razas y de las naciones. Con gran perspicacia, siete siglos ha, distribuyó los pueblos geográfica y étnicamente, como si hubiera cursado los métodos científicos de estos tiempos. El capítulo tercero del libro primero de la historia gótica es un capítulo de mérito, digno de estudiarse, en el cual parece haberse inspirado la crítica moderna. Allí está una larga excursión geográfica y lingüística por toda Europa. No olvidó a sus paisanos, de los que dice «que también los vascones y navarros recibieron en suerte su lengua, como los bretones.>> Otra aplicación muy útil de la lingüística hizo nuestro sabio. Desentrañar los orígenes etimológicos de los nombres de las poblaciones y de las naciones, cuyas historias teje. No se quién le igualará en este punto; y a él le han copiado nuestros historiadores clásicos, casi sin titubear. Empieza en el prólogo de su obra de este modo: (lo copiaré para que se vea su estilo) «Los que tenían levantadas las

(1) De Rebus IV. c. 3. (2) Hist. Arabum. c. 19-20-27.

tiendas al Oriente, se les llamó Ostrogodos, es decir, godos orientales; porque en la lengua gótica llaman Oster al Oriente, y de aquí Osteric, esto es, el reino de Oriente. West significa Occidente, y de aquí West-gothi, como si se dijera, godos occidentales. Por esto se llama Westfalia, es decir, el campo occidental, la otra parte de la Teutonia.»>

Hay más. Si en la mente de D. Rodrigo posó el rayo del genio, en su fantasía sopló la inspiración de las Musas y en su corazón ardió el fuego de los entusiasmos de la belleza. Quiero decir, que D. Rodrigo, en el conocimiento de los idiomas no fué solo un gran poliglota, sino que fué además un gran humanista en toda la extensión de la palabra, un literato y un estilista excepcional. Revela en sus escritos su afición a las bellezas de la poesía. En la Historia Romanorum llega a citar hasta con exceso, a los poetas latinos, demostrando su predilección por Virgilio, Ovidio, Lucano, cuya fogosidad le contagió, Juvenal y Pérsico.

Los escritos del Arzobispo atestiguan que su formación filosófica y teológica fué solidísima. Como filósofo no se muestra afiliado a ninguna escuela particular, sino un pensador hondo y seguro, que camina en sus reflexiones, discursos y raciocinios, por un terreno firme, por donde anduvieron los eminentes filósofos católicos Lo mismo hay que decir de su doctrina teológica. En tantos pensamientos profundos como pronuncia en sus obras, no hay uno solo menos grave, o en algo tachable o atrevido. Da siempre doctrina sana, maciza y saludable. En fin fué también un gran escriturista, como se verá a su tiempo.

Teniendo a la vista estas prendas y otras de D. Rodrigo con razón pudo estampar el autor de su elogio sepulcral, sobre su tumba: Primus Hispaniœ... Arca sophiæ. «El primero de España... Arca de la sabiduría.» Y el austero Mariana llamarle: «Maravilla de su época.»

Todavía no hemos dicho ni una palabra acerca de una cualidad divina, que avaloró y engrandeció incomparablemente más el talento, el ingenio, la actividad singular, las ciencias, las artes, y todas las eminentes prendas de D. Rodrigo; cualidad que nimbó su vida de resplandores divinos y dió una fecundidad inmensa a todas sus empresas y esfuerzos: esa cualidad fué la virtud cristiana en grado no común. Pero es el caso que, como de este período de su vida, no se conservan datos particulares para hacer ver en qué forma se distinguía en este punto, preciso es que nos limitemos a decir lo que han dicho los biógrafos, que era un joven virtuoso, adornado de especiales cualidades, que le hacían captar la veneración y respeto de todos. Angel de pureza, dechado de celestiales costumbres, foco de divinas aspiraciones; alma libre de las ilusiones sugestionantes y de la seducción de las pasiones: he aquí las pinceladas características de la fisonomía de su bellisima alma.

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