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CAPÍTULO XX

(1247)

Santidad y virtudes de D. Rodrigo.-Objeciones.- Visita a Inocencio IV en Lyón.- Muere en el Ródano el 10 de Junio de 1247.-Aspecto físico de D. Rodrigo.-Sus testamentos.-Pleito sobre su sepultura.—Singular grandeza de D. Rodrigo. Su siglo.-Provisión de Toledo a la muerte de Jiménez de Rada.-Historia de su cuerpo incorrupto.

Escribamos ya del mayor título de verdadera grandeza de D. Rodrigo, de la grandeza que le ha llevado a disfrutar de una vida cierta y sabrosamente inmortal en los esplendores de la vida divina, por haber ejecutado durante su existencia obras más valiosas y más intrínsecamente inmortalizadoras de su grande alma. Las obras de virtud y santidad; las únicas meritorias ante Dios; las únicas, que confieren al hombre la posesión de una inmortalidad real y eterna, sobrenaturalizando primero a la humana naturaleza con la investidura interior de la gracia, y glorificándola después por la inmersión de la contemplación facial de la divina esencia. El poeta provenzal, de la capital de Languedoc, coetáneo de su vejez, eso cantaba en su poema más que sus grandezas humanas, que hemos narrado hasta ahora, exclamando: «Que fo moltz Santz et justz, e habia nom Rodrigo.» (1) (Que fué muy santo y justo, y se llamó Rodrigo.) Otro poeta, también coetáneo, conocedor más exacto del Arzobispo, como monje de Huerta, desarrolló con estas palabras esa afirmación del vate lemosin: «Rodrigo, flor de los Prelados, odorifera rosa, Reina de las flores, y sobremanera pudorosa: norma de los Prelados, lumbrera del clero, ornamento de los pueblos: fué ejemplar de virtudes, muerte de los vicios, defensor de la justicia, tranquilidad de la Patria, caudillo de la probidad, escuela de la pureza, camino del derecho, vaso de bondad, munífico en obsequiar al prójimo, de vida sagrada, que con las palmas extendidas, sin quejas, dedicaba sus ofrendas al cielo. Doctor esclarecido, orador brillante y esplendoroso; prudente, sabio, henchido de celestial doctrina, dadivoso con los pobres, distribuyendo entre los dignos sus piadosas limosnas, pródigo con los huéspedes, negando a los malignos sus dones. Así rigió la Sede de Toledo durante muchos años. Predicaba la doctrina de la salvación a gentes incultas, enseñando, reprimiendo, y dando así vigor de vida, a la vez que amonesta, ruega, instruye e increpa para que se eviten las obras malas.» Con estos desnudos trazos dejó descrito a la posteridad el monje cisterciense, Ricardo, el retrato moral del gran amigo de su mo

(1) Guillermo Aneliers. La Guerra civil de Pamplona. Poema Canto II. Verso 17.

nasterio; y todos los hijos de este monasterio proclamaron constantemente la santidad de D. Rodrigo, llamándole «santo» sin restricciones, como lo hacía el sabio P. Luis de Estrada en el siglo XVI, lo mismo que el historiador Angel Manrique. La fama de esa santidad no fué local, sino general y constante. El mencionado A. Manrique (1) y Gil González Dávila refieren el hecho de que, el Papa Gregorio XIII lo tuvo por Santo, y por eso, cuando estuvo en España, como Legado a latere de San Pio V, fuese a visitar su sepulcro, y cuando fué promovido al Sumo Pontificado, concedió a la Iglesia de Huerta un altar privilegiado por la santidad del tío de D. Rodrigo, San Martín y por la del mismo Arzobispo. (2) El austero Mariana escribía: «Su cuerpo murió. La fama de sus virtudes durará por muchos siglos.» (3) El Cardenal Lorenzana dice: «Aunque no veneramos a Rodrigo en el número de los Santos por declaración pública de la Iglesia, sin embargo los actos de su vida inmaculada, las costumbres puras de sus Santos predecesores, que él diligente reprodujo, la sabiduría con que en aquel siglo resplandeció, parece como que exigían por derecho propio, que le diéramos un puesto en el número de los Santos Padres antiguos; ya que se aproxima a ellos por su antigüedad.» Este retrato espiritual de D. Rodrigo es exacto y auténtico; y, puede decirse también que el lector lo ha contemplado y admirado en los innumerables hechos de toda clase de virtudes, que ante sus ojos han desfilado en las páginas de esta historia; si bien echando de menos los pequeños episodios particulares y circunstanciales que matizan y amenizan las vidas de los Santos, haciendo resaltar los pormenores, al parecer, insignificantes, la elevación y grandeza de esas almas privilegiadas, ornamentos y modelos de la humanidad. Pero esto es muy frecuente en santos eminentes y populares de aquellos tiempos, en que, por rara excepción, se recogían las noticias biográficas de los varones virtuosos y preclaros con detalles minuciosos y característicos, como en edades muy posteriores se ha hecho: y sólo ciertos sujetos particulares, pertenecientes a las familias religiosas, han tenido en esto suerte especial, como lo saben todos los lectores conocedores de la historia hagiográfica, y mucho mejor los eruditos. Llamemos ahora atención someramente acerca de las virtudes, que especialmente brillan en nuestro Arzobispo, y hagámonos cargo de alguna que otra objeción, a que se presta su vida.

Lo que llena todos los inmensos ámbitos del espíritu y corazón de D. Rodrigo es un amor inconmensurable y vivísimo a la fe cristiana y un celo ardoroso por el triunfo de religión de Cristo. Fulguran estos dos sentimientos en todos sus escritos, en sus actos, en sus empresas, en sus sacrificios. En todos los capítulos de la historia corre el ardor de esos dos sentimientos. Al darnos las notas distintivas de los personajes, que allí retrata, a penas se encuentra uno, del cual no diga si era o no religioso, si favorable o contrario a la fe. Emociona su sentidísima pena al narrar los dolores de la cristiandad en la irrupción de los árabes. Exclama dolorido: «¿Quién dará aguas a mi cabeza, y fuente de lágrimas a mis ojos, para llorar la matanza de los españoles y la miseria de los godos? Ha enmudecido la religión de los sacerdotes, ha desaparecido la muchedumbre de los ministros, cesó la diligencia de los prelados, pereció la doctrina de la fe y la unión de los santos: se destruyen los santurios, se arruinan las iglesias, las cosas que se celebraban con címbalos son blasfemadas, el leño de salvación (la cruz) es arrojado de lugares sagrados, y nadie hay que pueda salvar nada. Las solemnidades religiosas cesaron y los órganos de la Iglesia sirven para blasfemar, y nadie jubila en los tem

(1) Santoral Cisterciense. Lib. II. C. 18. (2) Treatro de la Iglesia de Osma. C. 7. (3) Historia de España. Lib. XIII. C. 5.

plos...., De tal modo la peste de la maldad ha triunfado que en toda España no ha quedado ciudad episcopal que no haya sido quemada o destruída. Porque los árabes, lo que no pudieron tomar por fuerza, corrompieron con pactos falaces.» (Esta última frase prueba que gran parte de España apostató y traicionó a su fe.) El celo con que trabajó por esa fe y religión tan amadas está patente en las grandes acciones de su vida, que hemos referido en el curso de esta obra, como consejero de Reyes, como conquistador de comarcas, para rescatarlas de los moros, como promotor constante y fogoso de guerras religiosas, como restaurador de Obispados e incontables iglesias. Ya hemos probado arriba cuán grande era su horror a las herejías, al mahometanismo y judaísmo, que tanto daño causaban en su tiempo en España. Por eso en sus escritos se hace a cada paso apologista y defensor de la fe, contra todos los errores.

Egregias son las pruebas de sus insignes virtudes pastorales, y no sé qué Pastor de la Iglesia española podrá comparársele en la multitud y grandeza de las cosas, que por el florecimiento de la Iglesia realizó, tanto en el acrecentamiento de los límites de su diócesis, como en las grandes e innumerables construcciones, lo mismo en las sabias instituciones de piedad que fomentó, como en los estatutos y constituciones, con que reformó y organizó la vida de los Cabildos e iglesias, según largamente hemos escrito. Citemos algo de otras cosas.

Su mismo epitafio dice que sin cesar predicaba su elocuente palabra a sus diocesanos, y también a los infieles y gentes incultas. Los itinerarios anuales de don Rodrigo, que conocemos por los datos de los documentos, que expedía o autorizaba con su firma, demuestran que frecuentemente recorría los diversos pueblos de su diócesis; y como es natural, su presencia en esos puntos, generalmente obedecía al cumplimiento del precepto de la visita pastoral. Pues este era uno de los deberes más importantes y más recomendados de la Iglesia, como el medio más eficaz de vigilar al clero, enfervorizar al pueblo y desterrar los vicios. Se rodeaba a la visita pastoral de un aparato exterior grandísimo a fin de producir en los fieles una impresión honda y lograr frutos verdaderos. Esto degeneró en lujo y ostentación antes de este tiempo en los prelados demasiado mundanos. El Concilio lateranense, en 1179, decía en su canon cuarto: «El concilio manda, que los Arzobispos lleven, en las visitas, a lo más cincuenta caballos, los Cardenales veinticinco, los Obispos veinte o treinta, los Arcedianos siete, los Deanes y los inferiores a él, dos: que no lleven perros, ni aves de caza, y se contentarán en la comida con lo que se les sirva moderadamente.» Figúrese el lector lo que llevarían los que en este punto abusaban. En los días de D. Rodrigo nada había variado, y estaba en vigor ese cañón, que confirmó el mismo Arzobispo en el Concilio lateranense de 1215. En todos los concilios de la época de D. Rodrigo se renueva el precepto de que los Prelados no sean gravosos a sus diocesanos en las visitas. (1) Algunos lo eran tanto, que ponían a los párrocos en la precisión de vender los ornamentos de sus iglesias. No existen indicios de faltas en estas cosas. Que si no se lee de D. Rodrigo que viajara montado sobre un asnillo, como Cisneros, tampoco se lee que pecara por exceso de boato, como tampoco en la vanidad de construir para su enterramiento, suntuoso mausoleo, según lo hacían los Prelados de su tiempo, y que el Concilio de Lyón refrenó enérgicamente con voto del mismo D. Rodrigo, lo mismo que el prurito de erigir suntuosos edificios con el fin de inmortalizar su nombre, sin mirar que arruinaban a sus Iglesias. Nuestro Arzobispo se hizo labrar muy modesto sepulcro en Fitero y erigió soberbios templos, pero

(1) Véase esto en Richard. Concilios generales. Siglo XIII.

a la par acrecentando las rentas de su Iglesia, y consolidando el estado económico de su Catedral, de su Cabildo y de toda la Diócesis con innumerables adquisiciones de bienes, y aumentando prodigiosamente la dotación del culto y el esplendor de los oficios con la multiplicación de pingües canongías y capellanías, gracias a los caudales que consiguió por sus grandes conquistas, por su recta administración y por las donaciones del Soberano y los particulares.

Una tacha podía ponerse a su calidad de Pastor de almas: que no residía en su Sede habitualmente, sino en la Corte de los Reyes. Ciertamente a eso le obligaban sus cargos de Canciller Mayor, y Ministro y Consejero principal de la corona, como siglos después a su semejante, Jimenez de Cisneros, del cual, sin escandalizarse nadie, se lee, que dos años seguidos después de su consagración no se arrimó a Toledo, por seguir a a Corte, y posteriormente hizo lo propio por el régi men del Reino. Pero era por el bien mayor de la misma Iglesia y de la república cristiana; cosa loada por la misma Iglesia y que se armoniza perfectamente, siempre que se provea adecuadamente por medio de los subalternos al bien de las propias ovejas. Asi lo hacía D. Rodrigo; pues trabajaba por el bien de la Iglesia de Castilla, por el de la religión y por el de los suyos. Además llena está su vida de trabajos incesantes por su Arzobispado, de viajes por los pueblos de su diócesis, según lo vemos en esta historia. Tan pía, honda y pública era su veneración rendida y devota a la suprema cabeza de la Iglesia, por su incesante comunicación con el Papa y por el acatamiento absoluto, que prestaba a todas las órdenes del Sumo Pontífice, que los Vicarios de Cristo en Roma reiteradas veces expresan en sus cartas, que la Sede toledana brilla por esta cualidad, y que por eso otorgan a Rodrigo privilegios particulares. (1) No era Jiménez de Rada de aquellos Prelados, de que decía el socarrón autor de la «Desciplina Clericalis» que tienen las siete siguientes «probitatates» qne practicaban: nadar, cabalgar, tirar con el arco, pelear, cazar con aves de reclamo, jugar al ajedrez, y componer versos. Su vida era extraordinariamente seria, laboriosa y edificante. De ninguna de esas frivolidades le acusa la historia; porque no la halla en él. Hemos narrado muchos ejemplos de su modestia, de su caridad para con el prójimo, de su prodigalidad inagotable en las limosnas para que ya insistamos en esto.

De su piedad muchas pruebas existen; yo me limitaré a indicar unas pocas. La piedad habitual de su alma en orden a Dios la pintó el mismo D. Rodrigo en un pasaje de sus obras, sin pensar en ello. Vedlo. Obraba él: «con las manos tendidas hacia el cielo, fijos los ojos en Dios, preparado el corazón para el martirio, desplegadas las banderas de la fe e invocado el nombre de Dios.» (2) Así corría D. Rodrigo a todas las obras y empresas de su vida. Y ¡qué enamorado aparece siempre de María Santísima! Su blasón es la Madre de Dios con el Niño Jesús en los brazos, según se ve en muchos sellos céreos suyos. (3) En las guerras lleva, ya la escultura ya la imagen de María en los estandartes, conforme lo referimos al hablar de las Navas de Tolosa. (4) Crea una orden de Caballeros bajo su nombre. Funda capellanías de misas perpetuas para fomentar su devoción y loarla. Además ¡qué edificante piedad en establecer tantas capellanías de misas en la Catedral de Toledo, como no se lee de los más espléndidos fundadores de cosas tan sagradas, que en aquella época y las siguientes tanto abundan.

Se objeta. D. Rodrigo era demasiado guerrero. Es cierto; es uno de los más glo

(1) Las pruebas están en las bulas copiadas antes. (2) Lib. IX. C. 9. (3) En Toledo está el original del Fuero de las Aldeas de Alcalá de Henares con un sello así. (4) Vicente de la Fuente. Boletin de la A. de H. T. X. P. 239.

riosos guerreros de la edad media. Pero esto nada obsta a su santidad, como no obstó a San Fernando. Se dice: obsta para llamarle Pastor de la caridad y heraldo de la paz y clemencia evangélicas, como Prelado de la Iglesia de Cristo. No tiene valor la acusación. La Iglesia de Cristo condena la profesión de las armas para sus ministros, y repugna que sean alistados para que vayan a pelear en las filas de los soldados; porque desdice de su misión y no es necesaria su participación en guerra alguna. Pero jamás ha reprobado en absoluto en circunstancias particulares, y dentro de ciertas normas, la participación de sus ministros en las empresas guerreras justas. En la necesidad aún lo ha bendecido. Y en España era entonces mayor que en parte alguna esa necesidad, según proclama el canononista Tomassin. (1) De aquí la participación de los Prelados españoles en la guerra contra los sarracenos, y más que nadie la de los Arzobispos de Toledo. Por eso San Bernardo Calvó, Abad de Santas Creuses en Cataluña y Obispo de Vich, en la época de Rodrigo, que acabó sus días cuatro años antes que don Rodrigo, por orden del Papa organizó y dirigió ejércitos para extender los dominios cristianos por el Reino de Valencia. (2) Recuerda la historia que en el siglo XI murieron en la pelea los Obispos Sisenando, de Santiago, Atón, de Gerona y otros; en el XII los de Barcelona y Huesca, &. Sin embargo no se crea que los Prelados cruzaban sus espadas con las del enemigo en tiempo de D. Rodrigo, a excepción de un caso raro. El mismo D. Rodrigo nos cuenta el puesto que los Obispos ocupaban y los oficios, que ellos y los demás eclesiásticos ejercitaban, en la gran batalla de las Navas. Es decir que estaban a retaguardia (in secunda acie) todos los Obispos, clérigos y órdenes religiosas, y que se ocuparon en administrar sacramentos, alentar los sentimientos religiosos, y proponer sus consejos referentes a la salvación del alma. Lo que pasma, diré para terminar este punto, es la portentosa actividad de Jiménez de Rada en la variedad, multiplicidad e intensidad de las empresas y negocios tan transcendentales y absorbentes, como hemos visto en el curso de esta vida maravillosa. No se concibe de dónde sacaba fuerzas, tiempo y recursos para tantas cosas grandes, tan difíciles y tan diversas, ni se comprende cómo resistía a tanto trabajo aquella naturaleza. Pero va a parar pronto la máquina de tan milagrosa actividad intelectual y física.

La última bula de los Registros pontificios dirigida al Arzobispo de Toledo, Sede plena, el año 1247, es del 10 de mayo. Varios meses después comienzan las bulas de Sede vacante para procurar la elección de un nuevo Arzobispo. Esa bula con otras disipa una duda, que ha existido sobre la fecha del año cierto de la muerte de D. Rodrigo. Ciertamente esa bula no fué recibida por el Arzobispo en España. Antes que pudiera llegar en ella a sus manos, había salido para Francia, con el objeto de visitar al Sumo Pontífice; y se puede asegurar también que estaba en Lyón el 13 de mayo de ese año y que influyó eficazmente para que se concediera a los cistercienses de Fitero la bula de indulgencias, para la inauguración de la iglesia, que la bula dice haber sido allí fabricada por el mismo Arzobispo. (3)

Sobre el motivo de este viaje a la Corte de Inocencio IV se ha escrito muy diversamente, aún por autores de nota. Los que confunden este viaje con el del año 1245, para asistir al Concilio ecuménico de Lyón, dicen que esa fué la causa de este viaje. Los que no caen en ese error dan diversas razones. Feller escribe que acudió para defender los derechos de su Primacía contra las pretensiones del Compostelano, y que Inocencio IV le dió la razón. (4) Amador de los Ríos, que

(1) Part. III. Lib. I. C. 47. N. 8. (2) Lib. VIII. C. 10 y 12. (3) Ap. 181. (4) Bibliografia... Tom. 17. Art. Ximénes.

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