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se es cosa posterior a la petición del rey para urgir al Papa la concesión de lo solicitado, a raíz del desastre de Salvatierra. Por otra parte la dilación del Papa era calculada, como se ve por la última cláusula de la misma Bula, en que aconseja al monarca la aceptación de las treguas, que parecieren prudentes, para trabar la guerra en momento oportuno; porque el estado turbulento del mundo y la maldad de los tiempos le inspiran el temor de que no podrá reunir las fuerzas necesarias para una acción decisiva y favorable. Es la misma razón que había alegado en el invierno anterior, para no conceder el apoyo solicitado para la empresa de verano, como vimos. Por esta causa difería la promulgación más activa de la cruzada y la expedición de las Bulas más calurosas y definitivas. Así, después de recibir las cartas de otoño, demoraba en este punto. Para activarlo envióse entonces el Electo de Segovia, el cual instó con fuerza. Aún debía haber recelos de su modo de activar el negocio; porque el Papa, para defenderlo, atestigua que se ha mostrado en su deber solícito y atento; y logró por fin el anhelado objeto de su viaje, aunque tarde. Alfonso, que veía las cosas con terror, en toda su realidad espeluznante, urgía con calor. Pero felizmente la iniciativa y la previsión activa de D. Rodrigo quitó la importancia a esas demoras prudenciales, al adelantarse a promover la cruzada, pidiendo la bendición y la facultad de hacerlo al mismo Papa, que no se las negó, sino que se las otorgó. Sospecho que el Arzobispo fué portador de las primeras cartas de Castilla, en nombre de Alfonso, y que él debió impetrar las primeras cartas aprobatorias de la cruzada, que llevaron los enviados del rey por las naciones, y para el momento, en que la Bula del Electo de Segovia entraba en Castilla, ya entraba en ella la mayoría de esos enviados, lo mismo que el Arzobispo, como su historia lo patentiza. Es más, según el mismo D. Rodrigo escribe, empezó a concurrir la afluencia de cruzados antes que llegara esa Bula. Terminantemente afrma que se inició el concurso de los que acudían en el mes de febrero, y poco a poco, adquiriendo incrementos por todo el invierno, creció con muchedumbre copiosa. (1)

¿En qué tiempo llegó a Toledo D. Rodrigo? No se puede precisar la fecha exacta. El mismo dice que para el momento de su regreso ya afluían cruzados a aquella urbe; pues afirma que interin, que se reunía la gente de todos los pueblos, llegó él. (2) No vinieron con él los Prelados franceses con sus tropas, sino después de él, como lo refiere en su obra. (3) Adelantóse él por necesidad, y no volvió acompañando el gran ejército, como algunos dicen. (4) A fines de marzo, o en la primera parte de Abril, debía estar en Toledo; luego veremos la llegada sucesiva de los ultramontanos, en haces distintas.

Un cronista navarro del siglo XV, (5) dice «que Don Rodrigo viniendo de la corte de Roma... pasó por Navarra e puso paz e amor entre los reyes de Castilla y de Navarra...» Pero se ha dicho que nace de una confusión esta noticia. En la carta del Arzobispo de Narbona, Arnaldo Amalarico, que asistió a la batalla de las Navas, se lee que después de llegar a Toledo, trató con los reyes de Castilla y Aragón «de la venida del rey de Navarra, que entonces estaba enemistado con el rey de Castilla: porque en nuestro viaje nos habíamos detenido en la residencia del rey de Navarra para inducirle a venir en socorro del pueblo cristiano.» Nótese que ese Arzobispo llegó, según el mismo lo dice, a Toledo el tres de junio, ocho días después del rey de Aragón, que fué recibido en la octava de Pentecostés por D. Rodrigo y la Corte de Castilla con extraordinaria solemnidad en la ciudad primacial. La desfavorable impresión, que dió Arnaldo al rey Alfonso le quitó la es

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Lib. VIII c. 1. (3) Cap. 2. (4) Vicente de La Fuente. Hist. Ecc. IV.
García de Eugui, Obispo de Bayon a.

peranza de ver en la cruzada al Navarro. ¿Era exacta esa impresión? De ninguna manera. Durante la permanencia en la corte de Sancho el Fuerte, el Arzobispo Narbonense debió verlo recio que estaba el Navarro, y debió éste expresar sus quejas con gran fuerza, y no se mostró blando, para que se enterara lo escamado que se hallaba con el Castellano, y que no se inclinaba a ayudar al que era enemigo. Pero tampoco le manifestó que no acudiría: y es menester creer que para el momento de la entrevista tenía resuelto sumarse a los cruzados, a pesar de su aspecto ceñudo y tempestuoso contra el de Castilla; ya tenía dadas órdenes para la reunión de las tropas expedicionarias sin duda alguna; puesto que, habiendo pasado por Navarra veinte días antes, más o menos, de la salida de los navarros para Castilla, era imposible que en ese plazo se organizara el ejército, y eso debió iniciarse ya anteriormente. Esta movilización, aunque no grata a D. Sancho, la consiguió de él a su paso por su patria, D. Rodrigo; el cual debió luchar bien, y no haciendo caso a a las repulsas, insistir hábilmente. Ya cuenta D. Rodrigo que resistió, pero que accedió por no negar su robusto brazo a la gloria y servicio de Dios. Y entre los navarros, tan enérgicos y decididos siempre para sacrificarse por la causa del catolicismo, debió sonar gratamente la ardiente invitación de su elocuentísimo paisano, para una empresa, que inflamaba los ánimos católicos de Europa.

Según el mismo cronista, pasó también el Arzobispo por la Corte de Aragón y ejerció el ministerio de reconciliación y amor con Pedro II; cosa inexacta: pues eran amigos constantes los reyes de Castilla y Aragón.

Más o menos a la par que D. Rodrigo llegó a Toledo una Bula notable dirigida solo a él y al Compostelano, para asegurar sólidamente el éxito de la guerra, y proponiendo paternalmente una idea nueva y bella, para dirimir radicalmente las malhadadas disensiones de los reyes de España, cual era la de ofrecerse como supremo e inapelable tribunal de sus pleitos. Diceles Inocencio III:

«A los Arzobispos de Toledo y Compostela: Cuán grande peligro amenace a España vuestra prudencia aprecia tanto mejor cuanto más de cerca lo experimenta. Por eso os mandamos por letras apostólicas, y os lo ordenamos apretadamente, que excitéis e induzcáis prudente y eficazmente a los reyes de las Españas para que guarden intactas la paz o la tregua, que tienen concertadas, sobre todo durante la inminente guerra con los sarracenos. A esto queremos y mandamos, que se les obligue por censura eclesiástica, sin apelación, si fuese necesario: y que se presten también mutuo auxilio contra los enemigos de la Cruz del Señor, los cuales no sólo aspiran al aniquilamiento de las Españas, pero también amenazan ensañarse contra los fieles de Cristo de otras tierras, y aplastar, lo que Dios no quiera, si pudieran, el nombre de cristianos. Por nuestra autoridad prohibimos, bajo pena de excomunión y entredicho a los dichos reyes y a todos los demás cristianos, el prestarles auxilio o consejo contra los cristianos. Que si ocurriere, que el rey de León, de quien se asegura especialmente que se atreverá a atacar a los cristianos en unión con los sarracenos, denunciaréis, que su persona queda sujeta a la excomunión, y su reino al entredicho, sin derecho de apelación; intimando a sus súbditos, bajo el anatema, que no le sigan; y además, han de anunciar, que los demás reyes y cualesquiera cristianos y sus tierras están sometidos a las mismas penas; para así apartar de su seguimiento sus súbditos con la prohibición del consejo. Además intimadles en nombre nuestro, que si tienen entre si cuestiones, por la presente necesidad apremiante, las difieran por ahora, y en tiempo oportuno cuando lo puedan, discutan su derecho en nuestra présencia, enviando los procuradores, los testigos y demás cosas necesarias para la causa; ya que las cuestiones entre ellos suscitadas en otras ocasiones, aunque muchas veces se intentó, no

se han podido solucionar: y nosotros procuraremos, con la ayuda de Dios, hacerles completa justicia. De tal modo os esmeraréis en ejecutar el mandato apostólico que brillen vuestra solicitud y diligencia... Dado en Letrán, cinco de abril, año 15 de nuestro Pontificodo.» (1212) (1)

Ya para esta fecha se henchía de gozo el pecho de D. Rodrigo por los magníficos resultados de su fatigoso viaje por el extranjero, y su espíritu flotaba en la alentadora región de las esperanzas de un glorioso triunfo, por las nutridas y aguerridas tropas, que como él mismo dice, «afluían de casi todas las partes de Europa» y colmaban de valerosos y celosos guerreros a la capacísima Toledo y sus vegas circunvecinas. (2) Indiquemos su variedad nacional y su procedencia, para apreciar mejor el fruto de la predicación y el enorme trabajo, que sobre los hombros del gran Arzobispo puso Alfonso, al encargarle el gobierno de tantas y tales tropas y el abastecimiento de víveres, que corrió desde abril hasta el principio de la expedición a cargo de D. Rodrigo.

Según D. Rodrigo la predicación de esta guerra santa atrajo cruzadas «casi de todos los puntos de Europa» (3) Distingue los cruzados, que vinieron organizados y acaudillados por jefes propios de su nación, constituyendo un cuerpo compacto y homogéneo, de la otra gran muchedumbre de los que venían sueltos a alistarse entre los combatientes, para pelear bajo el jefe, que se le señalara. Esa muchedumbre constituía una confusa turba sin orden, ni entrenamiento; en ella se mezclaban personas de toda condición, edad, estado e índole, y se comprenderá que, al lado del fervoroso cristiano, estaba un aventurero de profesión, al lado de un noble o un caballero, un asesino o un ladrón. El Arzobispo cita sólo las distintas naciones de los que acudieron con tropas organizadas con sus caudillos y estandartes; no indica las otras naciones.

Empieza por los franceses, que dieron el mayor contingente de los extranjeros. Venían al frente de las tropas muchos magnates y Barones, y tres insignes Prelados, el Arzobispo de Burdéos, el de Norbona y Nantes. Solamente nombra al de Norbona por su nombre, y hace de él un precioso elogio, ya porque era hijo de la orden predilecta de su corazón, el Cister, ya porque condujo mayor número de guerreros de la Galia citerior, que ningón otro caudillo, ya tambien porque fué el único de los jefes, que no se desmayó en las primeras dificultades, ni defeccionó, sino que se mantuvo, como un héroe, hasta el fín de la campaña, infundiendo valor y constancia al puñado de esforzados paisanos suyos, que en el bochornoso momento de la retirada, pudo detener, y fué providencial su perseverancia hasta el fin, para que tuviera España un testigo e historiador imparcial extranjero, que dejara a la posteridad la narración de la gran expedición. Se llamaba Arnaldo, quien en su relación nos dá el nombre de los otros Prelados, y detalla algo la procedencia de algunas tropas francesas, diciendo; «Halláronse entre los concurrentes el venerable Padre Guillermo, Arzobispo de Burdéos y otros prelados y barones y caballeros de Poitau, Andeg, Bretaña, Limoges, Perigord, Saintonges, y Burdéos, con algunos ultramontanos de otras partes. Llegamos nosotros a Toledo con acompañamiento harto lucido de caballeros e infantes, bien armados, de las diócesis de Lyon, Viena y Valentinois.» Asegura Arnaldo lo mismo que D. Rodrigo, «que los ficles cristianos acudieron de todas las partes del mundo.» Jiménez de Rada sólo consiguió en su historia el nombre del caballero principal, que se mantuvo

(1) Ap. 13. (2) Lib. VIII. c. 1. (3) Léase el libro octavo de D. Rodrigo, que es hasta la fecha la mejor historia de esta empresa: nu poema verdadero de doce cantos, que son sus doce primeros capítulos.

fiel hasta el fin de la campaña, que fué Teobaldo de Blazón, de origen español, como lo hizo entre los Prelados con Arnaldo, el único que no desfalleció. Vemos en Rhorbacher otros nombres. «Entre los señores seglares de Francia se distinguía el Vizconde de Turena, el Conde de la Marca, Hugo de la Ferte, fiel compañero de Simón de Monforte. (1)

No se crea que era la vez primera que Francia enviaba guerreros a España. En febrero de 1118, en el concilio de Tolosa, se votó una leva de cruzados en favor de Alfonso el Batallador, rey de Aragón y Navarra, que había peleado en el mes de diciembre rudamente contra los moros, (2) siendo su situación dudosa.

D. Rodrigo cita a Italia después de Francia, como país de donde proceden fuerzas organizadas, pero no dice ni cuántos ni de qué punto: El rey Sabio lo explica diciendo que se juntaron «grandes omnes de Italia» (3) De los portugueses dice con elogio: «Concurrieron a la misma ciudad muchos caballeros y multitud numerosa de infantes, ágiles para resistir en las marchas y de audaz arrojo en los ataques.» Nos da difusas noticias de los aragoneses, y parcas de los navarros. En el capítulo 12 refiere la tardía llegada de los cruzados alemanes al mando del Duque de Austria, revestido de no poco aparato. No dice palabra del reino de León; pero en cambio cuenta el Tudense que Alfonso de Castilla envió allí mensajeros, fueron mal recibidos; y que el rey de León respondió, después de oír el consejo de los suyos, que le ayudaría si le devolvía los castillos. Por su parte los gallegos acudieron a la guerra como a un banquete, lo mismo que otros pueblos. De los ingleses no se dice nada. Muy mal andaban; pues Inocencio III había depuesto del trono a Juan Sin Tierra y autorizado la conquista de Inglaterra a Felipe Augusto de Francia (1212) (4)

que

En cuanto al número de los extranjeros escribe D. Rodrigo que «los ultramontanos eran más de 10 mil caballeros y 100 mil infantes» Pero en la Crónica general se distingue y aclara mejor esa cifra, diciendo: «segund la estoria quiere decir, que los de fuera de Castilla, como aragoneses, leoneses, gallegos, portugueses et asturianos, que en esta cuenta entraron de los 10 mil caballeros, et de los cien veces mil omnes de a pie.» No cita a los navarros, porque no se hallaron reunidos en Toledo, sino que se unieron después; y el Arzobispo y la Crónica hablan aquí de los reunidos en Toledo, a los que se distribuían víveres. Se ajusta ese cómputo bien a lo que el mismo Arzobispo escribió en la carta a Inocencio III, hablando de los ultramontanos solos, sin englobar a todos los que no eran de Castilla. «Serían, dice, los que vinieron hasta dos mil caballeros, con sus pajes de lanza, y hasta diez mil jinetes y cincuenta mil peones», que arrojan unos 70000 ultramontanos, y el resto peninsulares, excluyendo a los castellanos. Pues los pajes de lanza de los caballeros debían ser numerosos. Huici (5) dice, que en la carta a Inocencio III se ponen unos 60.000 ultramontanos. Es exacto eso si no cuenta los pajes de lanza. Límite máximo de los peninsulares, que de fuera de Castilla, pudieron concurrir en auxilio de Alfonso VIII, según él, es de 50.000 a 60.000, contando los navarros, pero al fin concluye con raciocinios que fueron mucho menos, por cuanto Pedro de Aragón vino con 3.000 caballeros, y Sancho de Navarra con 200; pero como eran nobles y caballeros, llevaban consigo pajes de lanza y otras gentes de armas, cosa

(1) Lib. 71. p. 305. (2) P. Richard. Concilios Gener. Siglo XI, año 1118. (3) C. 1011. (4) En la Crónica General se hallan otros datos de menos importancia, que algunos autores recogen. Creo que son creíbles la mayor parte, ya que eran recientes cuando los consignaba el cronista; pero se resienten del carácter prodigioso a que tiende el escritor ordinariamente por su afición a lo que por el vulgo corre. En general no es otra cosa que la versión exacta de D. Rodrigo. No se sabe por qué omite algunos pasajes, por ejemplo lo que se refiere a Navarra, en el cap. 11. (5) Pág. 66.

que se debe tener en cuenta, y también admitir que de ambos reinos pirenáicos acudieron gran número de cruzados voluntarios y volantes, como de los reinos de de León y Portugal. Se equivocaría quien bajara el mínimo de los cruzados españoles, no castellanos, de 50.000.

En vista del inminente ataque del emperador de Marruecos, apenas descansase en Sevilla de las fatigas de la gran conquista de la plaza de Salvatierra, y acabara de reunir las innumerables legiones, que iban llegando sin cesar del interior de Africa y del Oriente, y las que estaban preparando todos los walies, régulos y soberanos musulmanes de Andalucía, Valencia y las Islas Baleares, Alfonso VIII, con el consejo de D. Rodrigo, y de acuerdo con su pueblo, sin previo asentimiento del Papa, había fijado la fecha del encuentro campal con los Almohades, para la segunda parte de la primavera, participando, en consecuencia, a todas las naciones católicas, que todos los cruzados debían estar concentrados en Toledo durante la octava de Pentecostés, para salir luego a campaña, es decir, que del 20 al 27 de mayo debía estar terminada la concentración. Inocencio III, en sus Bulas a los católicos tuvo que indicar la misma fecha. Sólo en las dirigidas a Alfonso VIII le dice, que si lo ve mejor, ajuste una tregua con el moro. Eso no era posible, puesto que, como observa D. Rodrigo, los comisionados para levantar en las naciones de Europa tropas de cruzados, se habían esparcido por los diversos reinos a la vez que partían los que iban a Roma, para comunicar a Inocencio III la resolución tomada en Castilla y urgir la concesión de las gracias espirituales. Esto explica el hecho singular, que refiere D. Rodrigo, y cómo a la vez el Sumo Pontífice dirigía sus Bulas de exhortación a todos los Arzobispos en la primera parte del año 1212. Cuenta D. Rodrigo que ya para febrero de este año había empezado la llegada de cruzados a Toledo. Venian seguramente, movidos por las exhortaciones de los enviados de Castilla, antes que se recibieran en sus tierras las Bulas pontificias, pero con la noticia de que la concesión era cierta y la cruzada absolutamente necesaria.

El día de Pentecostés Toledo estaba imponente, rebosaba en cruzados, y la aglomeración de los guerreros extranjeros era enorme y nada tranquilizadora; porque en ese día se atrevieron éstos a invadir con crueles intenciones la populosa judería de la ciudad, tachada de traidora a los cristianos y en secreta connivencia con los sarracenos, según su costumbre inveterada, y muy opulenta además por sus conocidas artes de usura y negocios lucrativos de finanza. Los cruzados extranjeros se arrojaron con tal furor contra el poderoso barrio de la judería toledana, que en aquel día hubiera quedado saqueada y aniquilada, si los nobles de la ciudad no hubieran salido a reprimir valerosamente tan villana acción y a evitar la matanza, con el consejo indudable de D. Rodrigo, que era el encargado del orden en la ciudad Las dos recepciones oficiales más solemnes debieron ser las dos que reseña el mismo D. Rodrigo, las cuales preparó y dirigió el propio Arzobispo. La primera fué la del rey de Aragón, con su lucida escolta, el día de la Santísima Trinidad. D. Rodrigo organizó una pomposa procesión con su clero y fieles y salió a recibirle. Días después llegó el grueso de su marcial ejército, compuesto de grandes y poderosos guerreros. Como dentro de la ciudad no había lugar para alojar esta hueste brillantísima, el rey de Aragón clavó su tienda en la vega, en las huertas y vergeles del rey de Castilla, donde le rodeó su valerosa gente. El tres de junio se celebró la segunda solemnísima recepción, que fué la del grueso del numeroso y gallardo ejército francés, capitaneado por el Arzobispo de Narbona, Arnaldo, y otros grandes señores. D. Rodrigo les dedicó los mismos honores, que al rey de Aragón. (1)

(1) Lib. VIII. c. I y II.

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