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Con el apoyo del regimiento de patricios y otras fuerzas populares, contó desde el primer momento una sociedad secreta de revolucionarios, constituída al comenzar el año 1810 y de que fueron principales cabezas Belgrano, Rodriguez Peña, Castelli, Terrada y Passo.

Conteniendo la impaciencia de los más resueltos decidió esa sociedad, à pro puesta de don Cornelio Saavedra, jefe de los patricios, aplazar todo movimiento hasta recibir la noticia de haberse apoderado los franceses de Sevilla. No había de ser largo el plazo, pues ya los franceses amagaban invadir la Andalucía. Cuando la noticia esperada se recibiese, el propio don Cornelio Saavedra se pondría á la cabeza de su regimiento para apoyar al pueblo.

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Cornelio Saavedra.

El 13 de Mayo, se supo en Montevideo, por los oficiales de una embarcación inglesa allí llegada, la invasión de los franceses en Andalucía y el reemplazo de la Junta central por una Regencia.

Soria, que habia substituido á Elío en el gobierno de Montevideo, avisó á Cisneros lo que ocurría. La nueva corrió rápidamente por todas partes. España parecía irremisiblemente perdida. Era Andalucía el último baluarte de los españoles. Serían vencidos alli como en todas partes. No había que pensar en salvarse con España y parecía

lógico no consentir en perderse con ella por puro é inútil romanticismo. Cisneros comprendió lo dificil de su situación y pensó prevenir el peligro anunciando su propósito de constituir América con independencia de España para el caso de que ésta sucumbiese. Se pondria de acuerdo con los demás virreyes y establecería en América una representación del poder real. La proclama en que manifestó tales propósitos (18 de Mayo) no surtió el efecto deseado. Era lógico. El plan de Cisneros, inspirado ciertamente en su fidelidad á sus antiguos Reyes, no podía entusiasmar á nadie. ¡El poder real! ¡El poder real! ¿Pero qué falta les hacía á los americanos ese poder? Sobre no deberle grandes mercedes, ¿qué garantía podía ofrecerles un poder que no había ni sabido defenderse á sí mismo? La propia residencia de ese poder real caía en poder de los enemigos, las propias personas reales padecían, según se afirmaba, cautiverio. ¡Buena confianza había de inspirar! Los americanos comprendían al fin que podían caminar solos; la revolución estaba hecha en los espíritus, faltaba sólo llevarla al terreno de los hechos. El camino podría ser largo; pero estaba ya comenzado.

El mismo día 18 y en tanto los jefes de las milicias urbanas concentraban las tropas en los cuarteles, una Comisión de la sociedad revolucionaria, Comisión compuesta de Belgrano y Saavedra, solicitó del alcalde don Juan José Lezica que convocase á un cabildo abierto para que, reunido el pueblo en asamblea general, decidiese si debía cesar el virrey en el mando y erigiese una Junta superior de Gobierno.

Repugnó á Cisneros, cuando la supo, esta petición; pero consultó á los jefes militares y convencido de que no podía contar con ellos cedió, y el 21 se hizo la convocatoria por el ayuntamiento citando á cuatrocientos cincuenta vecinos notables. El 22 se reunió la asamblea, á que concurrieron doscientos veinticuatro. ciudadanos.

Dividióse la asamblea en tres partidos: uno, dirigido por el obispo Lue, la Audiencia y algunos altos funcionarios, quería la continuación del virrey en el mando; otro, el de los patriotas, pedía la substitución del virrey por un gobierno popular; otro, capitaneado por el general Huirdobro, pretendía que el ayuntamiento gobernase hasta la organización de un Gobierno provisional, siempre dependiente de la autoridad de España.

La discusión fué larga, pero el resultado estaba previsto. La revolución debía triunfar.

La batalla se libró principalmente entre Castelli y el fiscal Villota.

Sostenía Castelli que había caducado en América el poder de España; que las autoridades que á la sazón la gobernaban no podían considerarse desligadas de la suerte de quien las habia nombrado y que, desaparecido el poderdante, carecía de fuerza y de legalidad el apoderado. Sólo el pueblo podía reasumir la soberanía del Monarca é instituir, en representación suya, un Gobierno que velara por su seguridad.

Eran indudablemente de gran peso estas razones y los revolucionarios podían creer que en el terreno de la polémica y de la lógica tenian ganada la batalla.

Hubo, sin embargo, un momento en que el resultado de la discusión amenazó inclinarse

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Juan J. Castelli.

del todo del lado de los legalistas. Et fiscal Villota, con habilidad innegable, planteó el problema en términos que no pudieron menos de hacer vacilar á los mismos revolucionarios.

Aceptó Villota hipotéticamente la caducidad de los derechos de España; pero ¿por qué razón había el municipio de Buenos Aires de erigirse en árbitro de los

intereses de todo el virreinato? La soberania de todos los pueblos del virreinato no podía residir exclusivamente en un municipio. Sostener lo contrario, no era sino absorvente y despótico. Ni aun en el caso de que España se perdiese, podía corresponder à una sola provincia, sino á todas juntas, representadas por sus diputados reunidos en Congreso, ejercer la soberanía. ¿Quién sería capaz de afirmar que una exigua minoría había de decidir de la suerte de todos?

Concluyó Villota proponiendo que se aplazase la votación hasta que todas las partes pudiesen ser consultadas, sin perjuicio de que se asociasen al virrey dos individuos de la Audiencia.

Impresionó grandemente la peroración de Villota. Después de largo silencio se levantó á contestarle el doctor Passo. Sostuvo Passo que Buenos Aires, como hermana mayor de las demás provincias, debía asumir la gestión de los negocios de todas.

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Juan J. Passo.

No era éste, en verdad, argumento muy conveniente; pero lo fué sin duda el que consistió en afirmar que para que la consulta que se dirigiese á las provincias fuese válida, debía ponérselas en condiciones de que la evacuasen con absoluta libertad, y que mal podrían hacerlo así si la elección se verificaba bajo la influencia de los interesados en contrariarla. Buenos Aires haría la convocatoria del Congreso general, garantizando la libertad de todos, puesto que en sus manos estaría más seguro que en ningunas otras el depósito de la autoridad y los derechos comunes.

Tenía razón Passo.

La argumentación de Villota era, además, pequeño obstáculo para detener una revolu

ción ya decretada inapelablemente en la conciencia pública.

No habían de ser tan cándidos sus promovedores que desistiesen de sus propósitos por escrúpulos de forma; habían de serlo menos para consentir en dejar la suerte de la revolución en manos de sus enemigos.

Había comenzado la sesión á las nueve de la noche y no se la suspendió hasta las doce, ya comenzada la votación de una propuesta en que se preguntaba: ¿Si se ha de subrogar otra autoridad á la superior que obtiene el excelentísimo señor virrey, dependiente de la Soberana; que se ejerza legitimamente à nombre del señor Don Fernando VII, y en quién?»

En las bocacalles de la plaza del ayuntamiento se habían situado piquetes de fuerza armada para impedir allí la aglomeración de gente. Precaución inútil: la muchedumbre invadió la plaza casi desde los primeros momentos y, entendida

por señas con algunos revolucionarios de los que formaban parte de la asamblea, procuraban influir en las deliberaciones atronando el espacio con amenazadores gritos cuando la discusión no iba á gusto de los conjurados.

Además, los batallones de los criollos sólo esperaban, encerrados en sus cuarteles, la señal para lanzarse á la calle é imponer por la fuerza la voluntad revo. lucionaria.

A la mañana siguiente se cerró la votación y se formuló así el resultado: << En la imposibilidad de conciliar la tranquilidad pública con la permanencia del virrey y régimen establecido, se faculta al cabildo para que constituya un Junta del modo más conveniente à las ideas generales del pueblo y circunstancias actuales, en la que se depositará la autoridad hasta

la reunión de las demás ciudades y villas.»

Había obrado el cabildo bajo la presión de las circunstancias y apenas aplacada aparentemente la efervescencia con el acuerdo adoptado, coronamiento de la empeñada discusión del día 21, comenzaron las vacilaciones. Componían el cabildo argentinos y españoles y abundaba entre ellos el elemento conservador. No extrañará tanto, conocido esto, el extraño acuerdo adoptado el 23. Por iniciativa del doctor Leiva, dispuso el cabildo que conservase el virrey el mando, asociado con algunos ciudadanos, entre ellos Belgrano y Saavedra.

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Miguel Azcuénaga.

Era este acuerdo contrario en un todo á la resolución por el propio cabildo adoptada y vieron en ella los más una contrarrevolución. Saavedra y Belgrano rechazaron el nombramiento é insistieron, en nombre del pueblo, en que se publicase inmediatamente el bando anunciando la cesación del virrey. Ni con esto cesaron las vacilaciones del cabildo. Publicó el 23 el bando; pero al día siguiente publicó otro anunciando el nombramiento de una Junta de gobierno presidida por el virrey Cisneros y compuesta de cuatro vocales: Sala, cura-párroco de Montserrat, el doctor Castelli, el comandante de patricios, Saavedra, y don José Santos Ynchaurri. Aunque en este segundo bando se trataba de halagar al pueblo ofreciéndole que la Junta adoptaría seguidamente reformas de carácter político y de carácter administrativo que le satisfarían, no se logró sino irritarle más y más. Realmente la conducta del cabildo constituía una burla. ¿No se había declarado que eran inconciliables la tranquilidad pública y la permanencia del virrey? ¿Pues, á qué ese afán por sostenerlo con un nombre ó con otro?

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Dirigido por dos jóvenes apellidados French y Berutti, amotinóse el pueblo, ganó para su causa parte de las tropas é invadió el 25 el ayuntamiento en el instante en que se hallaba reunido, precisamente deliberando sobre lo crítico de las circunstancias. Obligaron los amotinados al ayuntamiento á que recibiese una Comisión popular que puso en sus manos un ultimátum redactado previamente en casa de Azcuénaga, centro de los principales revolucionarios. En el ultimátum se afirmaba que habiéndose el cabildo excedido de las facultades que el pueblo le había conferido, las reasumía y no se conformaba ya con que se separase del mando á Cisneros, sino que se reemplazase la Junta nombrada con otra que había de constituirse del siguiente modo: Presidente y comandante de armas, don Cornelio Saavedra; vocales, don Juan José Castelli, don Manuel Belgrano, don Miguel de Azcuénaga, don Manuel Alberti, don Domingo Matheu y don Juan Larrea, y secretarios don Mariano Moreno y don Juan José Passo.

Manuel Alberti.

No se limitaba á esto solo el ultimátum. Pedía también que en el término de quince días se alistara y marchara á las provincias del interior una expedición militar de quinientos hombres, á las órdenes de jefes seguros, con el objeto de garantizar á los pueblos la libre elección de sus diputados.

Quiso aún el cabildo probar de sostenerse, y llamó á los comandantes de las milicias para consultarles si la petición popular respondía en efecto á la voluntad general de pueblo y tropas. La respuesta que obtuvo no dejó lugar á dudas; el cabildo se hubo de limitar á protestar de la violencia de que era objeto. Desde el balcón que daba á la plaza, propuso el Gobierno al pueblo las bases constitutivas del nuevo orden de cosas. Entre grandes aclamaciones fueron aprobadas. Convocó en seguida el cabildo á los individuos de la nueva Junta y, prestado

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Domingo Matheu.

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