Que estaba un tiro de arco del asiento, Puesto ya en lo más alto, revolviendo Teniendo á maravilla y gran espanto Llegóse él mismo al palo donde había Bien que con rostro y ánimo paciente Sufrir no pudo aquella aunque postrera, Diciendo en alta voz de esta manera: «¿Cómo? ¿Qué? ¿En cristiandad y pecho honrado Cabe cosa tan fuera de medida, Que á un hombre como yo, tan señalado, Le dé muerte una mano así abatida? Basta, basta morir al más culpado; »¿No hubiera alguna espada aquí de cuantas Contra mí se arrancaron á porfía, Que usada á nuestras míseras gargantas Cercenara de un golpe aquesta mía? Que aunque ensaye su fuerza en mí de tantas Maneras la fortuna en este día, Acabar no podrá, que bruta mano Aunque de las cadenas impedido, Dió tal coz al verdugo, que gran trecho Y en breve sin dejar parte vacía Quedó abiertos los ojos, y de suerte Que la amarilla y afeada muerte No pudo aun puesto allí desfigurarle. Era el miedo en los bárbaros tan fuerte, Ni allí se vió en alguno tal denuedo Que puesto cerca dél no hubiese miedo. (LA ARAUCANA, poema por D. ALONSO DE ERCILLA Y ZÚÑIGA, 1533-1594.) La Virgen de Monserrat. Un divino tesoro que eriquece obra divina de subline alteza, mira el Prelado en la alta cueva, atento, Es cual de venerable dama anciana la sacra imagen que el prelado mira, cuya santa belleza soberana, dando consuelo celestial, admira: su perfección ser más que de obra humana pues junto con beldad suave, espanta Es el color de su divina cara y al fin, su perfición y forma rara no es posible en su punto describilla, Del cual en las rodillas santas tiene, con maternal afecto acariciado, el hermoso retrato, que conviene en todo con su imagen, cotejado: con la siniestra mano le sostiene, puesta en el hombro izquierdo del amado, y al diestro lado la derecha asoma, como que alguna cosa en ella toma. Historia del Monserrate, del capitán CRISTÓBAL DE VIRUÉS. 1550-1607). y llegaron á dar, descomedidos, en los miembros de Dios resplandecientes: parad, parad, verdugos atrevidos; parad, parad los brazos insolentes; Si prohibido está que al ciudadano de Roma se le dé tan baja pena, ¡cómo darla queréis al soberano Señor que leyes en el cielo ordena! ¿Es menos ser el sumo cortesano de aquella patria de excelencia llena, y Rey del mundo, que de Roma un hombre de nobleza común, de oscuro nombre? Mas ¡ay, que baja por el aire apriesa sobre el cuerpo de Cristo el fiero azote! ¡Ay Dios, que llueven, cual de nube espesa, golpes en el supremo Sacerdote! ¡Ay Dios, que de sacar sangre no cesa, Yo pequé, mi Señor, y tú padeces; yo los delitos hice, y tú los pagas; si yo los cometí, tú ¿qué mereces, que así te ofenden con sangrientas llagas? Mas voluntario, tú, mi Dics, te ofreces; tú del amor del hombre te embriagas; y así, porque le sirva de disculpa, quieres llevar la pena de su culpa. Pues en los miembros del Señor desnudos y ceñidos de gruesos cardenales, se descargan de nuevo golpes crudos, y heridas de nuevo desiguales: Hierve la sangre y corre apresurada, baña el cuerpo de Dios y tiñe el suelo, y la tierra con ella consagrada competir osa con el mismo cielo: parte líquida está, parte cuajada, |