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Que estaba un tiro de arco del asiento,
Media pica del suelo levantado,
De todas partes á la vista exento:
Donde con el esfuerzo acostumbrado,
Sin mudanza y señal de sentimiento,
Por la escala subió tan desenvuelto
Como si de prisiones fuera suelto.

Puesto ya en lo más alto, revolviendo
A un lado y á otro la serena frente
Estuvo allí parado un rato, viendo
El gran concurso y multitud de gente
Que el increíble caso y estupendo
Atónita miraba atentamente,

Teniendo á maravilla y gran espanto
Haber podido la fortuna tanto.

Llegóse él mismo al palo donde había
De ser la atroz sentencia ejecutada,
Con un semblante tal, que parecía
Tener aquel terrible trance en nada,
Diciendo: Pues el hado y suerte mía
Me tiene esta suerte aparejada,
Venga, que yo la pido, yo la quiero,
Que ningún mal hay grande si es postrero.>>
Luego llegó el verdugo diligente,
Que era negro gelofo, mal vestido,
El cual viéndole el bárbaro presente
Para darle la muerte prevenido,

Bien que con rostro y ánimo paciente
Las afrentas demás había sufrido,

Sufrir no pudo aquella aunque postrera,

Diciendo en alta voz de esta manera:

«¿Cómo? ¿Qué? ¿En cristiandad y pecho honrado

Cabe cosa tan fuera de medida,

Que á un hombre como yo, tan señalado,

Le dé muerte una mano así abatida?

Basta, basta morir al más culpado;
Que al fin todo se paga con la vida;
Y es usar deste término conmigo
Inhumana venganza, y no castigo.

»¿No hubiera alguna espada aquí de cuantas Contra mí se arrancaron á porfía,

Que usada á nuestras míseras gargantas

Cercenara de un golpe aquesta mía?

Que aunque ensaye su fuerza en mí de tantas

Maneras la fortuna en este día,

Acabar no podrá, que bruta mano
Toque al gran general Caupolicano.>>
Esto dicho, y alzando el pie derecho,

Aunque de las cadenas impedido,

Dió tal coz al verdugo, que gran trecho
Le echó rodando abajo mal herido.
Reprehendido el impaciente hecho,
Y él del súbito enojo reducido,
Le sentaron después con poca ayuda
Sobre la punta de la estaca aguda.
No el aguzado palo penetrante,
Por más que las entrañas le rompiese
Barrenándole el cuerpo, fué bastante
A que el dolor intenso se rindiese:
Que con sereno término y semblante
Sin que labio ni ceja retorciese,
Sosegado quedó, de la manera
Que si sentado en tálamo estuviera.
En esto seis flecheros señalados,
Que prevenidos para aquello estaban,
Treinta pasos de trecho desviados,
Por orden y despacio le tiraban:
Y aunque en toda maldad ejercitados,
A despedir la flecha vacilaban,
Temiendo poner mano en un tal hombre
De tanta autoridad y tan gran nombre.
Mas fortuna cruel, que ya tenía
Tan poco por hacer y tanto hecho,
Si tiro alguno avieso allí salía,
Forzando el curso le traía derecho;

Y en breve sin dejar parte vacía
De cien flechas quedó pasado el pecho,
Por do aquel grande espíritu echó fuera,
Que por menos heridas no cupiera.

Quedó abiertos los ojos, y de suerte
Que por vivo llegaban á mirarle:

Que la amarilla y afeada muerte

No pudo aun puesto allí desfigurarle.

Era el miedo en los bárbaros tan fuerte,
Que no osaban dejar de respetarle;

Ni allí se vió en alguno tal denuedo

Que puesto cerca dél no hubiese miedo.

(LA ARAUCANA, poema por D. ALONSO DE ERCILLA Y ZÚÑIGA, 1533-1594.)

La Virgen de Monserrat.

Un divino tesoro que eriquece
devotas, almas, de inmortal riqueza,
á la vista al Obispo se le ofrece
en aquella dulcísima aspereza;
una imagen hermosa que parece

obra divina de subline alteza,

mira el Prelado en la alta cueva, atento,
lleno de celestial gozo y contento.

Es cual de venerable dama anciana la sacra imagen que el prelado mira, cuya santa belleza soberana,

dando consuelo celestial, admira:

su perfección ser más que de obra humana
con señales altísimas inspira,

pues junto con beldad suave, espanta
su gravedad y reverencia santa.

Es el color de su divina cara
moreno, mas hermoso á maravilla,
tanto, que ante él la luz del sol más clara
es oscura, turbada y amarilla;

y al fin, su perfición y forma rara

no es posible en su punto describilla,
sino diciendo que es conforme cuanto
ser puede á la del Hijo sacrosanto.

Del cual en las rodillas santas tiene, con maternal afecto acariciado,

el hermoso retrato, que conviene

en todo con su imagen, cotejado:

con la siniestra mano le sostiene,

puesta en el hombro izquierdo del amado,

y al diestro lado la derecha asoma,

como que alguna cosa en ella toma.

Historia del Monserrate, del capitán CRISTÓBAL DE VIRUÉS. 1550-1607).

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y llegaron á dar, descomedidos,

en los miembros de Dios resplandecientes: parad, parad, verdugos atrevidos;

parad, parad los brazos insolentes;
que no es razón que ese castigo infame
su furia sobre el mismo Dios derrame.

Si prohibido está que al ciudadano de Roma se le dé tan baja pena, ¡cómo darla queréis al soberano Señor que leyes en el cielo ordena! ¿Es menos ser el sumo cortesano

de aquella patria de excelencia llena, y Rey del mundo, que de Roma un hombre de nobleza común, de oscuro nombre?

Mas ¡ay, que baja por el aire apriesa sobre el cuerpo de Cristo el fiero azote! ¡Ay Dios, que llueven, cual de nube espesa, golpes en el supremo Sacerdote!

¡Ay Dios, que de sacar sangre no cesa,
para que toda en el dolor se agote
la cruel disciplina! ¡Ay Dios amado!
¡Ay Jesús, por mis culpas azotado!

Yo pequé, mi Señor, y tú padeces; yo los delitos hice, y tú los pagas; si yo los cometí, tú ¿qué mereces,

que así te ofenden con sangrientas llagas? Mas voluntario, tú, mi Dics, te ofreces; tú del amor del hombre te embriagas;

y así, porque le sirva de disculpa, quieres llevar la pena de su culpa.

Pues en los miembros del Señor desnudos

y ceñidos de gruesos cardenales,

se descargan de nuevo golpes crudos,

y heridas de nuevo desiguales:
multiplícanse látigos agudos
y de puntas armados naturales,
que rasgan y penetran vivamente
la carne hasta el hueso transparente.

Hierve la sangre y corre apresurada, baña el cuerpo de Dios y tiñe el suelo, y la tierra con ella consagrada competir osa con el mismo cielo: parte líquida está, parte cuajada,

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