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conduciendo, de una manera bárbara, parte por mar y parte por tierra, a todos los jesuítas de sus reinos a los Estados de la Iglesia (1).

El Infante Duque de Parma, joven también de diecisiete años, sobrino de Carlos III y nieto de Luis XV, dependía tanto de ambas cortes, la de Madrid y la de Versalles, como el Rey de Nápoles de su padre el de España; y también tenía a su lado un ministro volteriano, Guillermo Dutillot, enemigo jurado de la Santa Sede y de los jesuítas. Así, el destierro de la Compañía de todos sus estados no podía tardar, y sobrevino de hecho a los dos meses, poco más. del de Nápoles. La noche del 7 de Febrero de 1768 fueron ocupadas por la autoridad, auxiliada de tropas, todas nuestras casas; se intimó a los sujetos una pragmática del Soberano desterrándolos de sus estados por «urgentes y necesarias razones», e inmediatamente se los condujo a todos a la frontera.

El Gran Maestre de Malta había expulsado a los pocos residentes en aquella isla, no por impulso propio, sino por el de la Corte de Nápoles, a cuya soberanía estaba sometido como feudatario.

No hubo otras expulsiones, ni de los grandes ni de los pequeños estados católicos. Pero el odio de autores, instrumentos y cómplices insensatos de la persecución, no estaba satisfecho, ni el intento logrado. Se trataba de destruir el cuerpo de la Compañía y aun el alma, el espíritu que le animaba, y era el que se oponía y hacia fuerte resistencia al espíritu jansenista de unos, regalista de otros y enciclopedista de no pocos, laico y revolucionario en todos, gobernantes y gobernados; y la Compañía subsistia entera en el cuerpo y en el espíritu. Para acabar con ella. se coligaron los Principes que ya ia habían desterrado de sus estados, y todos a una, con la insolencia que da al poderoso la firme persuasión de que su fuerza es irresistible, exigieron a la Santa Sede que la extinguiera en todo el mundo. Los lobos exigían al pastor que matara los perros, valientes y vigilantes en la custodia del rebaño. La metáfora no es nuestra; es del impio D'Alembert, que sabía muy bien lo que se decía, en carta a Federico II, de 16 de Junio de 1769 (2). Verdad es que lo exigían,

(1) La consulta de la Junta en Danvila, t. III, c. II, p. 119. El decreto y Pragmática consiguiente de 3 de Noviembre, en el Mercurio de aquel mes. (2) Oeuvres complètes de Frédéric II, t. XIII, p. 103.

hasta eso llegaba el cinismo, para bien del mismo rebaño y por celo de la honra del pastor. Clemente XIII, el heroico defensor de los derechos de la Iglesia, ni quiso dar oídos a tal proposición. Murió pronto; y las cortes borbónicas impidieron la elección de otro Pontífice semejante. Aun así, el elegido con el nombre de Clemente XIV, ya que no resistió de frente, antes prometió pronto acceder a la imperiosa demanda; a pesar de las repetidas y fuertes instancias exigiéndole el cumplimiento de sus promesas, fué dando largas por espacio de tres años, con manifiesta idea de ver si el tiempo le libraba de tan importunas reclamaciones, hasta que el embajador de España, D. José Moñino, apoyado por los de Francia, Nápoles y Portugal, le puso en la alternativa de la supresión de la Compañía en todo el mundo, o de un medio cisma con todas sus gravisimas consecuencias de parte de esas naciones. Rendido a esa violencia moral, firmó el 21 de Julio de 1773 el Breve Dominus ac Redemptor, con que suprimia totalmente la Compañia de Jesús. El 16 de Agosto lo hizo intimar en Roma al General y a todas las comunidades que allí habia, y los Obispos lo fueron después intimando por expresa y particular comisión, que para ello se les dió en sus respectivas diócesis. Más de veinte mil jesuitas dejaron de ser religiosos y quedaron reducidos a la condición de simples seglares: clérigos los ordenados in sacris y legos los demás. El júbilo de toda casta de hombres enemigos de Cristo y de su Iglesia fué indescriptible; y no menor el de otros en buen número, de Cristo y de su Iglesia, no enemigos, sino defensores; pero de los jesuítas, sus compañeros de armas, implacables aborrecedores y aun perseguidores.

2. Este júbilo tardó poco en empezar a enturbiarse con un suceso que nadie hubiera podido imaginar. El Rey de Prusia, Federico II, protestante y filósofo incrédulo hasta la medula de los huesos, y la Emperatriz de Rusia, Catalina II, cismática y algo picada también de enciclopedismo, no consintieron que se intimara el Breve a los jesuitas de sus estados. Los vigorosos y constantes manejos diplomáticos de las cortes borbónicas para conseguir de ambos soberanos que permitieran a los Obispos hacer la intimación, vencieron a Federico definitivamente en 1780; a Catalina no pudieron vencerla, por más que los redoblaron, ya por sí, ya forzando a la Santa Sede a ayudarlas en esta em presa. Lejos de consentir en destruirlos, trató de perpetuarlos; y con este fin quiso que se abriera un noviciado, y abierto lo sos

tuvo tenacísimamente contra los terribles ataques de los monarcas de la casa de Borbón. Más aún; si bien para que los jesuítas siguieran siéndolo, como antes del Breve de abolición, bastaba el no habérseles intimado en la forma requerida para su eficacia; no obstante, como ellos mismos primero solicitasen de la Emperatriz que permitiera se les hiciese aquella intimación, y ante su negativa mostrasen inquietud por la apariencia de desobedientes al Romano Pontífice en que quedaban; la Emperatriz les prometió obtener, y de hecho les obtuvo de Clemente XIV su aquiescencia para que continuasen como antes, y más tarde de Pio VI nueva confirmación de aquel estado de cosas. Verdad es que todo esto se hizo con secreto; porque si los ministros borbónicos lo hubieran sabido, hubieran puesto por obra contra el Papa las amenazas con que arrancaron el Breve de extinción. Sólo mucho después, en 1801, a ruegos de Pablo I, sucesor de Catalina, otorgó Pío VII el restablecimiento público de la Compañía en el Imperio ruso. Así se conservó providencialmente en un rincón del mundo, en la Rusia Blanca, o sea la parte de Polonia que Rusia se había apropiado un año antes justamente de llegar allá el Bre. ve abolitivo, al hacerse la primera desmembración de aquel desgraciado reino (1).

Alli estuvo encerrada veinte años. A los veinte años, Parma, el último de los estados que la habia echado de sí antes de la supresión general, fué el primero que antes del restablecimiento general de algún modo la llamó a su seno. El Infante Duque era casi un niño cuando la desterró; y no sabemos qué responsabilidad contraería por aquel acto ante Dios y ante la historia. En cambio, cuando fué hombre, él por si conoció los desatrosos efectos de aquel mal paso, y él por si concibió y realizó el proyecto de remediarlos en lo posible.

Desde 1792 empezó a poner de nuevo la enseñanza y educación de la juventud en manos de los antiguos jesuítas, todavía como simples sacerdotes seglares; pero luego, en 1794, hizo venir verdaderos jesuitas de Rusia; obtuvo después de Pio VI secreta autorización para que esos pudieran admitir a otros de sus antiguos hermanos, agregándolos a la Compañía conservada y

(1) Sobre la conservación de la Compañia en Rusia puede verse Razón y Fe, tomos 38 y 39, El primer centenario del restablecimiento de la Compañía de Jesúş en todo el mundo, por el P. Pablo Villada, S. J.

subsistente en aquel Imperio, y aún logró más tarde poder abrir un noviciado, aunque imperfecto, que estuvo a cargo del V. P. José Pignatelli, todo sin publicidad oficial, bien que el secreto no pudiera durar mucho tiempo.

También la Corte Imperial de Viena entabló negociaciones con la Santa Sede, en 1799 primero, y después en 1804 sobre el restablecimiento de la Compañía, en parte, al menos, de sus estados; pero por diversas causas no pudo entonces realizarse.

Tampoco llegó a hacerse en Cerdeña, ni aun lo que en Parma, aunque más estuvo a punto de conseguir en 1801 el piadoso Rey, Carlos Manuel, que abdicada espontáneamente la corona poco después, murió en Roma años adelante con la sotana de la Compañía. Así, el Príncipe que siguió al Duque de Parma en reponerla en sus estados, fué el Rey de Nápoles, que inmediata · mente le habia precedido en desterrarla de ellos, y era, por sus pocos años y otras circunstancias, tan poco culpable como él de aquella maldad. Como él, hubo de conocer, por dolorosa experiencia, el rudo golpe que para su mismo trono, para la religión, la moral, y sobre todo para la educación de la juventud, había sido la expulsión de la Compañía; y ya los últimos años del siglo XVIII, poco después que su primo, quiso llamarla a sus reinos, aunque con tales condiciones que destruían el Instituto, y fueron, por tanto, resueltamente rechazadas. Mas a los pocos años, el de 1804, o por haber reconocido la sinrazón, o por haber más vivamente sentido la necesidad, cejó en sus pretensiones y la restableció llanamente, obteniendo de Pio VII un Breve con que hacía extensivo a las dos Silicias cuanto en 1801 había concedido para Rusia. Era la primera salida pública y solemne que la Compañía hacía de aquel lugar de refugio, donde el Señor amorosamente la había salvado de su total exterminio. Poco duró en Nápoles, de donde la echó en 1806 José Bonaparte, entronizado por su hermano, que se había apoderado de aquel reino; pero se conservó en Sicilia, donde siguió reinando el Sobera. no legitimo. Los Padres de Nápoles se retiraron a Roma y otras ciudades vecinas, donde los amparó, aunque no los reconoció pública y oficialmente, el Sumo Pontifice. Los de Parma también fueron dispersados por los franceses.

Secretamente agregados a los de Rusia con autorización del Sumo Pontifice, y así verdaderos jesuitas in foro interno, ya sueltos, ya formando comunidades con superiores legitimos, los hubo

y se fueron extendiendo por Italia, Francia, Suiza, Bélgica y Holanda, Inglaterra y aun los Estados Unidos de América, durante aquellos años que corrieron del nuevo siglo hasta el resta blecimiento universal. Eran muchos de ellos antiguos jesuítas; pere otros procedían de dos Congregaciones religiosas, formadas con la idea de reemplazar a la Compañía suprimida y aun de preparar su restablecimiento: la Compañía del Sagrado Corazón de Jesús, fundada en 1794 por algunos piadosos sacerdotes franceses, fugitivos en Bélgica y Alemania, a causa de la persecución revolucionaria de su patria, de los cuales fué el más célebre, aunque no el primero, ni sacerdote entonces, el P. José Varin; y la Compañía de la fe de Jesús, que tres años más tarde fundó en Roma un simple clérigo llamado Nicolás Paccanari con algunos otros sacerdotes y seglares. La unidad de miras hizo que se fundieran muy pronto en una sola ambas Congregaciones con el nombre de la segunda y bajo el gobierno de su fundador; pero como éste no llenara los deseos de sus súbditos, mayormente de los que habían formado la primera, ni en su conducta privada ni en su gobierno, y se mostrase opuesto al fin primitivo y sobre todos ansiado de pasar a formar parte y fundirse con la Compañía conservada en Rusia y transplantada a Nápoles y Sicilia; le fueron abandonando e incorporándose con efecto a ella, mientras Paccanari, de mal en peor, vino a tener ignorado y, por eso, y según otros indiciós, nada venturoso fin.

Toda esta extensión y progresos de la Compañía, ya públicos, ya secretos, pudieron hacerse, aunque con más o menos contradicción, porque de los perseguidores e instrumentos de ellos, unos habían ido desapareciendo, como los parlamentos y el trono mismo de Francia, y aunque más tarde, también los de España y Portugal; otros habían conocido su yerro y se habian convertido en defensores, como los soberanos de Parma y Napoles; y en los que seguian enemigos, faltaba el poder y aun había el tiempo amortiguado el fuego del odio. Fuera de esto, la revolución francesa, con sus horrores y las guerras que en toda Europa a ella siguieron, absorbió la atención general aun de los que durante cuarenta o cincuenta años la habían tenido fija en los jesuítas.

Por otra parte, esa misma revolución, que fué el reventar de la inmensa podredumbre de irreligión, de impiedad, de odio a las monarquias y de toda clase de errores contrarios al orden

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