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confortarme el pensar que tú mismo un día no te debas apercibir y claro conocer, si me he interesado en este gran negocio, inducido o no por medios vulgares, quiero decir, por consejo de unos partidarios de la Compañia (esto le había echado en cara en su última carta); pero no quisiera, como se lo ruego al Señor de corazón, que esto sucediera mediante algún golpe de la mano de Dios (1). El golpe de la mano de Dios vino en 1808, y trajo, efectivamente, al desgraciado Monarca el desengaño que no habían podido las persuasiones del Duque. Hallándose Carlos IV en Roma el año 1814, pasaron de Sicilia a la Ciudad Eterna, con diferencia de pocos días, dos jesuítas, los PP. Cayetano Angiolini y Manuel de Zúñiga, y entrambos trajeron para la Real familia cartas de la de Nápoles, residente a la sazón en aquella isla. Admitidos uno y otro a entregarlas en mano propia el 28 de Junio y el 6 de Julio, a los dos hizo la misma confesión, de que había sido contrario a la Compañía por las muchas cosas que contra ella le habían hecho creer, pero que por sí mismo había venido a conocer que le habían engañado. Más aún; al despedirse del P. Angiolini, delante de varias personas, le dijo cogiéndole la sotana: Padre (procurador) General, si ésta se hubiera conservado en Madrid, no estuviera yo en Roma. Y es lo mismo que decir, añade el P. Luengo, que se hallaba también en Roma y lo cuenta en su Diario, que si se hubieran conservado los jesuítas en España, no hubiera sido él destronado (2). Así vino a reconocer veinte años más tarde lo que tan en balde había trabajado por persuadirle su cuñado en 1794.

La firme convicción con que el Duque habla a su cuñado, lo hondamente sentidas que aparecen sus cartas, es prueba manifiesta de que no le venía de fuera, sino que le salía de muy adentro, el empeño de moverle a restablecer la Compañía en sus estados. Verdad es, sin embargo, que el Papa le animaba en su empresa. No atreviéndose a darle la aprobación que solicitaba. para el restablecimiento en Parma sin que viniera en ello la corte de España; hizole escribir que, para conseguirlo, ninguno como él y su hijo, que entonces venía a Madrid a casarse con su prima, la Infanta María Luisa. El Duque pasó más adelante, como

(1) Ibid.; Colorno, 30 de Enero de 1795. Autógrafa.

(2) Diario, t. 48, P. 1.a p. 556, al día 28 de Junio; y P. 2., p. 8, al 7 de Julio.

hemos visto, y pidió a Carlos IV que aun en sus propios estados restableciera la Compañía. Cuando lo supo el Papa, se lo alabó grandemente, diciéndole que había tomado el camino seguro, y que de la Reina, su hermana, cuyo ascendiente con el Rey era conocido, allegándose los ruegos encarecidos de la Infanta, la prometida de su hijo, se había de esperar el feliz suceso, mayormente derribados ya del poder los dos hombres más opuestos al restablecimiento, Aranda y Floridablanca; que si en España se lograba, tenía esperanzas de ver en todas partes seguido el ejem plo, y Su Santidad sería de los primeros en imitarlo (1).

Con las respuestas que hemos visto de Carlos IV a su primo, ni en sus estados ni en los de Parma tuvo ánimo Pio VI para restablecer en toda regla la Compañía. ¿Fué excesivo su temor en este punto, una vez que el Rey, a la petición hecha por el Duque de que le permitiera escribir al Papa pidiéndolo en nombre de los dos, había contestado solamente: en el mio, no? Comoquiera que sea, vese claramente lo cerrada que estaba la puerta a la Compañía en España, y que la oposición de nuestra corte era la única que podia estorbar y estorbaba su restablecimiento en otras partes. La de Francia, que había servido de instrumento al odio de las sectas para perseguirla, recogía en el cadalso y en el destierro los frutos en mucha parte producidos por su supresión; y la revolución, triunfante por un lado en lo interior, y por otro en guerras casi continuas con todo el resto de Europa, poca atención había de prestar a un asunto de esta naturaleza. En Nápoles había desaparecido Tanucci; en Portugal, Carvalho y el débil monarca, José I, en cuyo nombre despóticamente había gobernado; y ambas cortes, aunque muy inficionadas del espíritu de aquellos ministros, no eran lo violentas que antes, ni acaso hubiera detenido al Papa su oposición, en caso de hacerla, por ser de menor importancia. En cambio la de España era irresistible; y aquí habían muerto Carlos III, su confesor, y antes que ellos, el ministro Roda y el Duque de Alba; estaban arrinconados Aranda y Floridablanca; Campomanes, que de Fiscal había pasado a Gobernador del Consejo, también estaba ya retirado; sólo quedaba en alto, de los grandes enemigos nuestros, au

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(1) Cartas de 9 y 15 de Agosto de 1794 en la Ponencia sobre las virtudes del V. P. Pignatelli, P. I, nn. VII y VIII, pp. 12 y 13, sacadas de los autógrafos.

tores de la expulsión y extinción, Azara, embajador en Roma; pero Carlos IV y sus diversos ministros, ya por participar de las ideas de sus predecesores, ya por seguir la política del anterior reinado, no dejaron de oponerse a cualquier conato de restablecimiento de la Compañía, o de protestar, a lo menos, contra él, manifestando oficialmente su desagrado.

A pesar de eso, Pío VI parece que no perdía la esperanza de conseguirlo aun en España, y si tanto no, a lo menos la aquies cencia de nuestra corte para que se hiciera en otras partes. No eran pasados tres años desde la última carta de Carlos IV al Duque, poco ha mencionada, cuando hizo con el Rey otra tentativa enderezada a este fin. Medianero o negociador había de ser ahora el confesor de la Reina. Conocida es la famosa embajada que Godoy envió a Roma para consolar al Papa, decía, en la triste situación en que le tenia la invasión de Italia por los franceses; pero en realidad con el fin de alejar de España a los tres que la formaron (1). Eran estos el Cardenal Lorenzana, Arzobispo de Toledo e Inquisidor General; el Arzobispo de Sevilla, D. Antonio Despuig y Dameto, y el Arzobispo titular de Seleucia, Abad de la Colegiata de San Ildefonso y confesor de María Luisa, D. Rafael de Muzquiz, luego Obispo de Avila y más tarde Arzobispo de Santiago. Los dos primeros se quedaron en Roma, o por gusto o por fuerza; pero el último volvió a España en el otoño del mismo año de 1797 en que había ido. Los ex-jesuitas españoles, residentes en la Ciudad Eterna, notaron en él, según escribían a Bolonia, donde el P. Luengo lo consignó en su Diario (2) una gran mudanza y muy favorable en la manera de pensar sobre la Compañia, aunque no parece que descubrieron la causa probabilisi ma de ella. El Sumo Pontifice, que ya hemos visto cómo deseaba el restablecimiento de la Compañía y había animado al Duque de Parma a procurar para ello el consentimiento de Carlos IV por medio de la Reina; teniendo ahora en Roma al confesor de ésta, le recomendó vivamente ese mismo asunto, haciéndole ver su altísima importancia, y el Prelado prometió a Su Santidad promoverlo con la mayor instancia. Así se lo escribió el Papa al Infante Duque, para que él también, al pasar por su corte el

(1) Muriel, Hist. de Carlos IV, t. III, 1. III, pp. 190 y siguientes. Llorente, Histoire Critique de l'Inquisition, t. IV, c. XLIII, art. III, § VIII, p. 121. (2) T. 31, p. 213; al dia 7 de Octubre de 1797.

Arzobispo de vuelta a la de España, hiciese con él y por medio de él con su hermana los mismos oficios (1). «Los males incalculables, decía, que la abolición de la Compañía ha acarreado, demasiado conocidos y experimentados están para que sea menester señalarlos. Notaremos solamente la falta de educación y el recrudecimiento del jansenismo, como origen de las calamidades que padecemos y afligen a Europa. Y si, a pesar de todo, Espa ña no quiere jesuitas, díganos al menos que por su parte podemos restablecerlos donde los desean. Esto basta; que tarde o temprano todos tendremos que buscarlos, aun la misma España». No necesitaba el Duque impulso venido de tan alto para cosa que tenía tan en el corazón; y así es sin duda que habló al confesor de su augusta hermana y tal vez la escribió a ella y a su propio hijo, casado ya con la Infanta María Luisa, como se lo insinuaba Su Santidad. Al Rey parece por carta que luego citaremos, de 14 de Septiembre de 1800, que no le escribió ahora. Comoquiera que sea, el confesor vuelto a la corte en aquel Noviembre, creyó no haber en ella disposición conveniente, y por tanto no dió paso alguno para conseguir de su regia penitente lo que el Papa y el Duque tanto deseaban (2). Sabemos, sí, que en ese punto la corte no se ablandó, como en Febrero de 1799 lo escribía Monseñor Marotti, secretario particular de Pio VI al Nuncio en San Petersburgo (3).

7. No fueron tan inflexibles Carlos IV y sus ministros en sostener el destierro de los individuos, antiguos jesuítas, como el de la orden misma.

En la pragmática de extrañamiento, mientras que «con ningún pretexto ni colorido» se permitía volver a España y sus dominios a jesuíta alguno; a los que con licencia formal del Papa

(1) La carta en la Ponencia sobre el P. Pignatelli, Parte I, n. XII, p. 17, sacada del autógrafo. Véase aquí en el apéndice n. 2.

(2) Dicelo él mismo en representación dirigida a Fernando VII el 15 de Noviembre de 1814, pidiendo el restablecimiento de la Compañia en España. Original en nuestro poder.

(3) Ponencia citada, P. I, v. XIV, pp. 20-21. El P. Nonell dice (t. II, 1. III, c. X, p. 223, tomándolo de Luengo (Diario, t. 31, P. 2.a, pp. 217-218; al dia 7 de Octubre de 1797), que el Papa envió carta a la Reina por medio del confesor, y aun pone el que cree texto de ella. El texto ciertamente es apócrifo; la sustancia, la de la carta escrita al Duque; y esta fué sin duda la que vieron algunos jesuitas, cambiándole la dirección, al pasar de boca en boca la noticia.

dejaran de serlo, se ofrecía concederles permiso tomadas las noticias convenientes», y jurando ellos no tratar con sus antiguos hermanos, ni dar un paso en favor de la Compañía (1). ¿Fué esto algo más que un incentivo para promover la deserción? Se puede dudar. Ello es que no pocos cayeron en la tentación de dejar la religión por recobrar la patria; pero se les hizo entender que se habían fiado en vano en la palabra del Rey tan solemne mente empeñada. A ninguno se permitió volver, y se declaró oficialmente que a ninguno se le permitiría.

Publicado el Breve de extinción, creyó el Papa, no sabemoscon qué fundamento, que estaba levantado el destierro a los españoles, y encargó a sus legados, gobernadores de las provincias en que se hallaban, que dispusieran su vuelta a la patria. No todos los desterrados recibieron la noticia con alborozo. El P. Luengo discurria si, al entrar en España, se los obligaría a prestar juramentos indecorosos, que supusieran en ellos poca fidelidad al Rey o llevaran consigo alguna manera de detesta ción de la Compañía; y con tal temor prefería quedarse en Italia, si le era permitido y tenía compañeros (2). Pero nuestro embajador en Roma, el que a Clemente XIV había arrancado el Breve abolitivo, apenas tuvo noticia de lo que pasaba, deshizo el engaño. Precisamente aquellos mismos días, sin saber todavía lo ocurrido en Italia, se daban nuevas órdenes en España para impedir la entrada a todo ex-jesuíta, creyendo el Rey, su confesor y el ministro Roda, que algunos habían llegado hasta Madrid y que aun hacían sus visitas al Real Sitio de San Ildefonso donde estaba la corte (3). Es increíble la prevención y animosidad de aquel infeliz Monarca contra los desterrados, sostenida y avivada principalmente por esos dos sujetos.

A los dos años de la extinción, escribió el Cardenal Pallavicini, Secretario de Estado del Papa, al Nuncio en Madrid y por su medio también al P. Confesor, rogándole interpusiera su valimiento con el Rey, para que se confiriera algún beneficio simple

(1) Articulos 9, 10 y 11. Pueden verse en la Colección de Providencias, P. 1.o, n. XIII, p. 28 y siguientes.

(2) Nonell, t. II, 1. III c. I, pp. 12 y 13. Luengo, Diario, t. 7, P. 2.a, p. 229; al día 18 de Septiembre de 1773. Azara, Cartas, t. II, p. 444.

(3) A. H. N., Estado, leg. 6.438. Confidencial de Roda a D. Manuel Ventura Figueroa, Gobernador del Consejo; San Ildefonso 13 de Septiembre de 1773. Autógrafa.

TOMO I.

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