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Agosto de 1796, el mismo Bonaparte, por delaciones malévolas, según parece, dió orden de que en el término de cuarenta y ocho horas saliesen de ambas legaciones todos los ex-jesuitas, porque sostenían y esparcian máximas favorables al despotismo. Estorbaron su ejecución representaciones del Senado; intervino luego Azara, y se contentó con amenazar a todos los eclesiásticos, que se mezclasen en negocios políticos y civiles (1). En tales circunstancias, algunos de los ex-jesuitas residentes en Génova, y echados de allí por el Gobierno revolucionario, como opuestos a sus máximas y tendencias, se aventuraron a volver a España, dando luego noticia a la corte de su venida (2). El Rey, teniendo en cuenta todo esto, y por muy propio de su benignidad, según se expresaba Godoy, proteger a aquellos vasallos suyos, que no en contraban país donde vivir seguros; resolvió que a los que vinieran a España, se los recibiera, y, como fuesen llegando, se los recluyera en conventos solitarios, con tal que no hubiera muchos juntos, y que allí se les siguiese pagando la pensión hasta que muriesen (3).

De esta disposición del Rey los desterrados tuvieron noticia, al principio no más que de la parte favorable, y aun esa exagerada; porque entendieron que expresamente se les permitia volver a la patria en plena libertad; y ni había tal libertad, ni el permiso era más que implícito en las providencias que con ellos se mandaban tomar. Así, fué su alegría tan grande como poco duradera (4). Porque cuando luego llegó el texto mismo de la Real orden, y vieron la triste realidad; se quedaron pasmados y confundidos con tan inesperada providencia; la tuvieron por más ignominiosa y dura que el destierro en que estaban con todos sus azares y pesadumbres; y por de contado, ninguno pensó ya en moverse de Italia. Ciertamente, como muy bien notaba el Padre Luengo, aquello era haber de «entrar en España con el traje y sambenito de reos de Estado y de lesa majestad, y en aire de hom

(1) A. H. N.; Estado, leg. 3.910; original de Azara a Godoy, 17 de Agosto de 1796. Nonell, t. II, 1. III, c. V, pp. 210-213.

(2) Uno de ellos, el P. Francisco Javier Mariátegui, que lo escribe a Godoy desde Génova y Barcelona. Simancas, Estado, leg. 5.065. Autógrafas.

(3) Real orden del Príncipe de la Paz al Gobernador del Consejo; San Lorenzo, 29 de Octubre de 1797. Original en el A. H. N.; Estado, leg. 3 526. Véase en el apéndice núm. 3.

(4) Luengo, Diario, t. 31, P. 2.a, p. 388; al día 9 de Diciembre de 1797.

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bres vitandos y peligrosísimos, a quienes no se puede permitir estar dentro de la monarquía sino confinados y encerrados en de siertos y soledades». Con no menor justicia censuraba el autor del Diario la dureza de las palabras con que se dice que puestos en conventos retirados, allí se les pague la pensión hasta que mueran». «Se pudiera decir esto mismo en la lengua española, observa él sentida y acertadamente, de otros muchos modos, que llevan consigo alguna moderación y suavidad; y parece que de propósito se ha escogido la expresión más dura y de mayor insulto; como si quisiera el que ha escrito el decreto sofocar toda es peranza de mejorar de fortuna, intimándoles ásperamente que en los conventos estarán hasta que mueran» (1). Por la índole misma de la orden dada, que no se refería sino a los que espontáneamente vinieran de Italia, no se intimó ni aun se comunicó oficialmente a los que estaban por allá. Comunicóse solamente aquí a las autoridades eclesiásticas y seculares para que la ejecuta.sen, como lo hicieron. No todos se resignaron a la dura suerte a que se los destinaba. De un montañés, el P. Antonio Fernández Palazuelos, que había sido de la provincia de Chile, sabemos que recurrió al Consejo exponiendo, que si aquí había de estar recluído en un convento, pedía autorización para volverse a Italia (2).

Estas disposiciones del Príncipe de la Paz fueron comunicadas a los ministros del Rey en Italia, facultándoles para dar pasaporte a cuantos quisieran venir. Pero Azara, que lo era en Roma, respondió a Godoy que con tales condiciones serían pocos los que se moviesen de alli (3).

Pasados algunos meses, Godoy cambió de conducta; y sin hacer mención de la pasada, dirigió esta otra Real orden al gobernador del Consejo el 11 de Marzo de 1798. «La actual situación de la Italia ha movido el ánimo del Rey a favor de los ex-jesuítas españoles; y a su consecuencia se ha servido resolver que puedan todos volver a España libremente a casa de sus parientes, los que los tengan, o a conventos, con tal que no sea en la Corte y sitios Reales. Lo que participo a V. E. para inteligencia

(1) Ibid., el mismo día.

(2) A. H. N., Estado, 3.526, original.

(3) A. H. N., Estado, 3.910, 25 de Enero y 10 de Febrero de 1798. Origi nales.

del Consejo, y a fin de que expida las órdenes que convenga en el particular» (1). Todavia, como se ve, no se daba a los desterrados plena libertad. Si volvían a España, además de estarles vedada la corte y sitios Reales, habían de vivir, o con sus parientes, si los tenían, o en conventos, y no donde a cada uno bien le viniera, como todos los demás españoles. No era, pues, ni reconocida su inocencia, ni siquiera perdonados los supuestos delitos, y menos aún manifestada plena confianza de que no se repetirian. Sin embargo, se aprovecharon de esta licencia de volver a la patria, y volvieron efectivamente un gran número de antiguos jesuítas por todo aquel año de 1798 y el siguiente. En 1801, según datos recogidos por el gobierno, había en España seiscientos cuarenta y cuatro; añadiendo los que habían pasado a América y los que se puede conjeturar que habían muerto desde su llegada hasta entonces, el número de los venidos de Italia se puede asegurar que pasó de setecientos.

Godoy se gloría en sus Memorias de esta buena obra, como de cosa exclusivamente suya. «Uno de los últimos decretos, dice, que conseguí del Rey en los postreros días que yo mandaba, sin consultar con nadie, ni más consejo que el mío propio, llamó a los jesuítas españoles a abrazar a sus familias y a vivir en paz en sus hogares» (2). Efectivamente, la Real orden es de 11 de Marzo, y Godoy dejó el Ministerio el 28 del mismo mes.

Algún tiempo después, según escribían al P. Luengo de Madrid, donde estaban de paso, algunos de los que habían vuelto con él, se dió orden de negar la pensión en adelante a los que no quisieran venirse a España; bien que en esto se insistió poco, por haber habido alguna mudanza en el Ministerio», como notó al fin del año (3).

8. Poco duró, como luego veremos, la disposición medianamente benévola de la Corte con los desterrados vueltos a la patria. Con el cuerpo de la Compañía siguió siendo de oposición y de protesta contra su restablecimiento en cualquiera parte del mundo. Bastaría para probarlo este párrafo de las instrucciones que a D. Pedro Gómez Labrador, representante de España cerca del nuevo Pontífice, Pio VII, daba el bien conocido ministro de

(1) A. H. N., Estado, 3.526. Original.

(2) T. II, c. 47 al fin.

(3) Diario, t. 32, p. 214; al dia 5 de Agosto, y p. 331.

Carlos IV, D. Mariano Luis de Urquijo, en 31 de Marzo de 1800. «Es muy probable que tanto por el Emperador de Rusia como por el Rey de Cerdeña y aun el de Nápoles, se inste a Su Santidad al restablecimiento de los jesuítas, como ya hay noticias de haberlo intentado con el Papa difunto, y aun de haberlo propuesto a alguno de los candidatos al tiempo de la elección. Sobre esto debe V. S. vivir con gran cuidado; pues si bien S. M. nunca los recibiría en sus dominios, pero podrían incomodarle en los ajenos, con las intrigas de los gabinetes, que procurarian manejar, como lo han tenido de costumbre; y así, si V. S. viese que se excitaba la menor idea de ello, deberá manifestar la desaprobación de S. M. a semejante paso» (1).

No fué, sin embargo, el embajador, sino el Rey mismo, quien tuvo que salir a desaprobar la idea del restablecimiento de la Compañía.

Antes de que partiese de Venecia, donde se había tenido el conclave y había sido elegido el nuevo Pontífice, fué a visitarle el piadoso Duque de Parma, y le refirió la correspondencia que sobre este asunto había tenido en 1794 con Carlos IV y Pío VI. No sabemos en qué términos se expresó el Duque; ello es que el Papa entendió por esta conversación que en el Monarca había habido alguna disposición para tratar con su predecesor, Pio VI, de restablecer la Compañia. Con esto, y a petición expresa del Duque, hecha poco después, Pio VII, que ardientemente lo deseaba y lo tenía por hacedero sólo con que el Rey de España no lo estorbase, le escribió sobre eso de su propia mano una larga carta en 28 de Julio de 1800. En ella, indicados los horrendos trastornos de los últimos años, la corrupción de las costumbres, el extravío de los entendimientos hasta el desprecio de la religión y hasta el ateismo; señalaba como causa evidente de tanto mal «la falta de aquella cristiana y bien ordenada instrucción que toda clase de personas recibía de la extinguida Compañía de Jesús». Reconociéndolo así el pueblo cristiano y sus pastores, Cardenales y Obispos en gran número y aun algunos soberanos, de todas partes acuden a él, pidiendo como único y seguro remedio su pronto restablecimiento. No puede resistir a tan justas y apremiantes instancias, y desea vivamente reedificar aquel firme muro de la religión y de los tronos. Mas para guardar la

(1) A. H. N., Estado, leg. 3.457. Minuta.

consideración debida a la gloriosa memoria de Carlos III, que sabrá él dejar en salvo, ha pensado no' poner mano en ello sino de acuerdo con S. M.; en el bien entendido, que el restablecer la Compañía es para los estados cuyos Principes la han pedido, quedando al arbitrio de S. M. llamarla o no a los suyos (1).

Esta carta se la dirigió el Papa a Carlos IV por medio de su cuñado el de Parma, que en la suya de 14 de Septiembre, con que la remitía, contaba la ocasión dada por él a Su Santidad para escribirla; le recomendaba encarecidísimamente el asunto y le encargaba que no diera noticia de él absolutamente a nadie, y sólo con Dios y con su propio corazón consultase la respuesta. En la que al Duque dió le aseguraba que, en efecto, sólo con su corazón y con la Reina, hermana del Infante, había consultado la que daba a Su Santidad. Sin embargo, el que redactó una y otra, para el Duque y para el Papa, no fué el Rey, sino su Ministro, Urquijo (2). En tono bien diferente de las cartas están escritas ambas respuestas, que son del 15 de Octubre. Viniendo a la sustancia de la dirigida a Su Santidad, asegura el Rey que jamás ha pensado, como supone su cuñado, en el restablecimiento de los jesuitas, ni lo consentirá nunca en sus dominios, de donde, con pruebas convincentes de ser perjudiciales a la religión y al Estado por su doctrina, manejos secretos y conmociones que causaban, los arrojó su augusto padre, cuyas sabias y santas disposiciones él venera; que aun en otros reinos impedirá su restablecimiento por cuantos medios pueda, porque desde ellos propagarian a los demás máximas contrarias a la «obediencia fiel, moral pura, doctrina sana y costumbres religiosas» de los vasallos; que aun tratar de él sería peligroso en medio de los trastornos actuales, los cuales, si bien se examina, deben su origen a las opiniones jesuíticas y a sus manejos impuros», y pondría en peligro la reconciliación, ya tan próxima de Francia con la Santa Sede, que el Rey o el Ministro atribuye modestamente a su intervención y costosas diligencias. «El Señor nos ha ofrecido que las puertas del infierno no prevalecerían contra la Iglesia. Consolé

(1) Autógrafa en nuestro poder. Impresa en la Ponencia sobre las virtudes del V. P. Pignatelli, P. I, n. XXVII, p. 42.

(2) Poseemos los borradores escritos de su mano y las copias de ellos en limpio con las cubiertas en que se lee: Señor, para copiar V. M. una carta para Su Santidad. Para copiar V. M. una carta para el Señor Infante Duque de Parma.

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