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aspiraban a dominarla y gobernarla cada uno según sus ideas. Dos de ellos extremos, perfectamente definidos. Uno tiene por bandera la Constitución, fundada en los principios de la revolución francesa y empapada en su espíritu: soberanía inalienable del pueblo, bien o mal representado por sus diputados; Rey sometido a esa soberanía de él y de ellos, para hacer lo que mande el pueblo así representado y no el pueblo lo que mande el Rey, y si no se conforma, república en vez de monarquía; nada de Inquisición ni cosa equivalente; libertad de imprenta para blas femar de Dios, escarnecer la religión, insultar a sus ministros y propagar todas las ideas aun las más impías, anárquicas y hereticales; supresión inmediata de frailes, y más lenta de curas y de obispos; religión de Cristo, por ahora, pero no cual Cristo y su Iglesia y su Vicario la proponen, sino como las Cortes la entiendan, y dejando a cada cual que profese la que le venga bien o ninguna. Todo esto figuraba en aquella bandera; aunque no todo tan al descubierto que lo entendiesen todos los que la defendían. Las Cortes de Cádiz, las del veinte al veintitrés, las del treinta y cuatro en adelante, los gobiernos correspondientes, los escritores del partido, la masonería declarada en su favor, lo comprueban superabundantemente.

Frente a frente de este partido se levanta otro con programa diametralmente opuesto. La religión ante todo; la religión católica, apostólica, romana, sin consentir ni culto ni doctrina contraria; y para su firme defensa el Tribunal de la Fe; y para su enseñanza, fomento y ejercicio, el clero secular y regular con sus bienes destinados al culto divino, al propio sustento y a tantas obras benéficas; prohibición y persecución de toda doctrina contraria al orden moral, social y religioso; Rey absoluto, único soberano, que reine y gobierne conforme a las leyes, la razón y la justicia; todo tal como de siglos venía rigiendo en España, salvo el regalismo en las materias eclesiásticas y alguna arbitrariedad en las políticas, cosas ambas introducidas en los últimos tiempos y todavia vigentes.

Entre estos dos partidos fluctuaba el tercero, que ni puede decirse fuera partido, ni menos que tuviera programa doctrinal político ni religioso definido, ni sistema de gobierno. Eran realistas, pero templados, conciliadores, transigentes; quiénes por convencimiento, quiénes por temperamento, quiénes por tibieza en sus convicciones y en su amor a la monarquía y a la religión;

no masones, alguno tal vez, ni constitucionales decididos pero disimulados para mejor salir con su intento, como de ellos decian los realistas extremados, según siempre acontece en casos de semejantes divisiones. Lo que sí sucedía era, que siendo estos grados inferiores del realismo lindantes con los inferiores también del sistema constitucional, venían a mezclarse unos y otros hombres, a confundirse y a aunarse en ocasiones dadas, mal mirados y combatidos por ambos partidos extremos. La actuación de estos últimos ya la conocemos y la iremos viendo en lo restante de esta historia; la del intermedio, apenas iniciada hasta ahora, se desarrolla en los últimos años de este período y prepara la supresión de la Compañía, que viene a realizar por fin la revolución triunfante.

2. Dió ocasión de medrar y tomar cuerpo a este partido la cuestión dinástica. Muerta la Reina Amalia de Sajonia en 18 de Mayo de 1829, y vuelto a casar el Rey con su sobrina, D.a María Cristina, hija de los Reyes de Nápoles; quedó en aventura el derecho de D. Carlos a suceder a su hermano en la Corona de España, y mucho más, cuando el 29 de Marzo de 1830, esperando ya fundadamente que pronto tendría sucesión, publicó el Monarca la resolución tomada por su padre, Carlos IV, con acuerdo de las Cortes en 1789, y guardada secreta hasta entonces, de que en adelante no estuvieran excluídas las hembras de la herencia del Trono, como lo estaban por auto acordado de 10 de Mayo de 1713. «Golpe mortal, descargado contra el bando que amaba a don Carlos», llama a éste el historiador de Fernando VII, tantas veces citado. Y como asestado de propósito contra ellos a instigación de los realistas moderados lo miraron los partidarios del Infante. No consta, siquiera, si el Rey procedió en esto por sí o a propuesta e impulso ajeno; ni menos si lo que movió, ya a él, ya a sus consejeros, fué como debía, puramente el bien de la na ción, mejor atendido en ese sistema, o no, sino única o principalmente el deseo natural de favorecer a la hija, en caso de tenerla, o también la aversión a la política patrocinada por don Carlos. Digase otro tanto del matrimonio mismo del Rey, que algunos autores atribuyen ya a manejos del partido opuesto al Infante. Cuanto se dice por una y otra parte carece de pruebas (1).

(1) Poco o nada nos parece que quita ni pone, para poder conjeturar una cosa u otra, el saber, como sabemos ahora por la reciente publicación del Se

D. Carlos no hizo entonces demostración alguna, al menos pública, de tener por nula en derecho la nueva Real disposición. La Reina dió a luz una niña el 10 de Octubre, y el Infante siguió callando; pero la división de los partidos se fué ahondando más y más, tanto en la Corte como en el reino, agrupándose en derredor de la niña los liberales y los realistas tibios, y adhiriéndose más los fervorosos a D. Carlos. Los sucesos de la Granja en Septiembre de 1832 dieron por resultado inmediato un gran avance del partido moderado, y, a sus espaldas, del extremo constitucional. No entraremos a examinar y juzgar la revocación de la ley sucesoria, hecha por el Rey en aquellos momentos. De los que en ella intervinieron, de los móviles que tuvieron, repetimos lo dicho antes: no tenemos relaciones ni pruebas seguras. No parece infundada la idea del Señor Marqués de Lema, sacada como síntesis de todo lo escrito sobre aquel suceso por los contemporáneos: que no aviniéndose D. Carlos en manera alguna a reconocer los derechos de su sobrina, D." Isabel, y entendiendo los ministros, con Calomarde a la cabeza, que en tal supuesto, fallecido el Rey, surgiria la guerra civil, y por lo poderoso del partido del Infante, dentro y fuera de España, la causa de la Princesa estaba irremisiblemente perdida; para evitar tantos males como se preveian y sin provecho, aconsejaron al Rey la revocación de la pragmática poco antes publicada, y el Rey adoptó el consejo, y la misma Reina, Cristina, lo aprobó (1).

Hácese intervenir en aquel acto a un jesuíta. El autor anóni mo de la Historia de Fernando VII nos pinta al Obispo de León entrando y saliendo continuamente en el cuarto de D. Carlos, para dar «cuenta de lo que pasaba en la Cámara Real al P. Carranza, Prepósito de los jesuitas, hombre que frisaba en los trein. ta y cinco años, y cuya elocuencia arrebatadora y hermosa figura le había granjeado la privanza de D. Francisca» (2). D. Vicente de la Fuente creyó de buena fe esta intervención jesuítica, haciendo al P. Carranza Superior de los jesuítas de Madrid, y la

a

ñor Marqués de Lema, que meses antes de morir Doña Amalia tenia el Rey consignada la misma disposición en el borrador de su testamento, escrito de puño y letra de Calomarde (Nuestro Tiempo, año VI, 25 de Abril de 1906; Estudios Históricos y Críticos. Primera serie, pp. 159-186).

(1) Calomarde.-Discurso de recepción en la Academia de la Historia. (2) L. XIII, p. 360.

censuró duramente en su Historia de las sociedades secretas (1). No había entonces en España ni Prepósito, ni Superior, ni simple jesuíta, ningún P. Carranza. El P. Carasa, único cuyo apellido se parece a ése, no seguía la Corte; y los PP. Rafael de la Calle y Ramón José de Frías, que probablemente se hallarían en La Granja, como confesor el primero y como profesor el segundo de los hijos de D. Carlos, en manera alguna eran hombres para mezclarse en semejantes asuntos. Tan poco fundamento tiene esta noticia como la que más adelante da el mismo anónimo, diciendo que por Noviembre o Diciembre se trató de formar en Cataluña una regencia para proclamar a D. Carlos, siendo regentes el Obispo de León, poco antes echado de la Corte, D. José O'Donnell y el General de los jesuítas (2). El General de los jesuítas ni estaba en Cataluña, ni estuvo nunca en España, ni era español, ni soñó jamás en las regencias que gratuitamente le atribuye el historiador liberal. Y si quiso decir el Provincial, no es posible hallar hombre más ajeno de tal cosa y más apartado de la Corte que el P. Morey; y si acaso a su predecesor se refiere, el P. Puyal estaba por ese tiempo en Roma en la Congregación de Procuradores (3).

El decreto revocatorio de la pragmática tuvo corta duración. La Infanta D.a Luisa Carlota, hermana mayor de la Reina, ausente a la sazón en Sevilla y venida a todo correr a la primera noticia de lo ocurrido, se presentó en La Granja; con la rabia propia de mujer altiva, que veía en aquello el triunfo de sus rivales y la postergación de su hermana y de su sobrina, a mano airada deshizo lo hecho y lanzó la política por caminos que derechamente llevaban al triunfo de la revolución. Véase sumariamente el curso de los sucesos.

El Rey, algo mejorado, la Reina, el Infante D. Francisco y

(1) T. I, c. IV, § LII, p. 499.

(2) L. XIII, p. 308.

(3) Don Modesto Lafuente trasladó la noticia a su Historia de España. «Tampoco acertó Zea Bermúdez con su sistema de equilibrio y de despotismo ilustrado, a contentar al partido carlista. Y aunque es verdad que D. Carlos continuaba negándose a entrar en todo plan en tanto que su hermano viviese, suplía su falta de resolución la Infanta su esposa, por cuyo influjo se habia formado una regencia secreta, que debian componer el Obispo de León, Don José O'Donnell y el General de los jesuítas. A su impulso comenzaron a moverse algunos realistas de la provincia de Toledo... (Hist. de España, P. III, 1. XI, c. XXIV; t. 29 de la edición de Madrid, 1866, p. 139.)

la Infanta Carlota, con otros personajes partidarios de Isabel y opuestos a D. Carlos, o por entender así el derecho, o por sus ideas políticas, o por otras causas, miraron como criminal la derogación de la pragmática de parte de los que la procuraron; y en consecuencia, el 1.° de Octubre fué destituido el Ministerio y sustituído con otro, formado por adictos a la Princesa y partidarios de ideas conciliadoras y aun liberales. Ministro de Estado se nombró a D. Francisco Zea Bermúdez, que un poco de tiempo lo había sido antes, y fué separado por poco enérgico en la represión de los constitucionales. El día 6, por la poca salud del Monarca, fué encargada la Reina del despacho de los negocios (1), y el 7 concedió indulto general a todos los presos capaces de él (2) y abrió las Universidades, cerradas dos años antes por ser focos de perversión de las ideas y de las costumbres, prohibiendo en cambio la enseñanza privada que en su lugar se había permitido (3). Siguióse el cambio de los Capitanes generales y otros altos empleados realistas, sobre todo militares, más decididos, por otros contemporizadores, con el licenciamiento de muchos oficiales, y el 15 de Octubre un decreto de amnistia en favor de todos los constitucionales, presos, confinados o desterrados, exceptuando solamente a los que firmaron en Sevilla la destitución del Rey, y a los que habían acaudillado fuerza armada contra su soberanía (4). En vano un mes más tarde, el 15 de Noviembre, tras un preámbulo farragoso, vino otro decreto preñado de amenazas contra los que aclamaran o sedujeran a otros para que aclamasen otro linaje de gobierno que no fuera la monarquia sola y pura, como de sus mayores la heredó Fernando VII (5); y poco después, en 3 de Diciembre, una circular del Ministro de Estado a los agentes diplomáticos en el extranjero, desmintiendo las voces que se difundían sobre intentos de novedades y pro

(1) Decretos del Rey, t. 17, p. 221.

(2) Ibid., p. 222.

(3) Hist. de la vida, 1. XIII, p. 369. Abrir las universidades era lo que quería mandar S. M. Sus palabras, sin embargo, dicen otra cosa: He adoptado, entre otras medidas de utilidad general, y en uso de las facultades que el Rey me tiene conferidas por su decreto de fecha de ayer, el restablecimiento de las universidades literarias a aquel grado de lustre que tanto ha ennoblecido la España en los siglos anteriores». Debia de ser verdadera la general ignorancia que el decreto lamenta; pues el mismo que lo redactó no sabía escribir. (4) Decretos del Rey, t. 17, p. 224.

(5) Ibid., p. 1. 258.

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