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terrados en Italia sus amigos de España haber sido todo el motivo de tan pesada vejación (1). Menos aún sabemos por qué esta causa se llevó al tribunal de la Fe. Sin recurrir a intención perversa de infamar con esto a aquellos infelices, podemos conjetu rar que el Gobierno dió esta comisión al Santo Oficio por el ma yor secreto y consiguientemente mayor esperanza de buen éxito con que se tomarían las declaraciones; y el Inquisidor general, grande amigo de Godoy y de Caballero, la aceptó, aunque asi era cosa perteneciente a la Inquisición, como una mala cosecha en año de sequía.

Las declaraciones de los Padres, como era de esperar, nada dieron de sí que permitiera llevar adelante el proceso; en cambio, los informes que, en cumplimiento del encargo posteriormente recibido, fueron enviando los comisionados de provincias al Presidente de la Suprema, bastaban para abrir los ojos, si fueran capaces, a aquella gente obcecada, o por prejuicios vulgares o por odios jansenísticos. Aquella vigilancia sobre los jesuítas, claro es que no fué encomendada a sus amigos; y con todo, en más de ciento cincuenta hombres de las más apartadas provincias de España, ni una sola cosa encontraron que tildar, y sí muchas que alabar, reconociéndolos por eclesiásticos ejemplares (2).

Todo este episodio descubre claramente la animosidad de la Corte de España contra la Compañía y sus antiguos miembros en 1806, que es decir, en vísperas de los sucesos del Escorial en 1807 y de Aranjuez en 1808, con el subsiguiente destronamiento de la familia de Borbón y la guerra de la independencia. Por esa dis posición de los ánimos entonces, y por toda la política de Carlos IV o sus diversos ministros desde los comienzos de su reinado, se entiende sin género de duda, que no había esperanza humana de restablecimiento de la Compañia en España, mientras no sobreviniera en la Corte un cambio radical. Lo irregular y breve del reinado de Fernando VII en 1808 no dió lugar para que se manifestara la manera de sentir suya y de los suyos en

(1) Luengo, Diario, t. 40, pp. 139 y 185; dias 20 de Abril y 19 de Mayo de 1806.

(2) Los documentos sobre la pesquisa de 1805 y siguientes, en Simancas, Estado, 5.065 y 5,066; Inquisición, 1.603; A. H. N., Consejo de Castilla, Orde nes religiosas, leg. 21.

este punto; Bonaparte y los que le aclamaron representaban los principios revolucionarios, sobre todo en materias religiosas, y a lo que se aplicaron fué, no a restablecer antiguas religiones, sino a suprimir las existentes; y en el bando fiel a la patria y a la monarquía destronada predominó una facción que poco o nada cedía para sus adentros al afrancesado en aversión a los institutos religiosos. Había, pues, sobrevenido el cambio radical en el Gobierno; mas por lo que hace a la Compañía fué para empeorar. A pesar de eso, aquel período oficialmente desfavorable, no dejó de ofrecer a su causa algunas ventajas de consideración,

como vamos a ver.

12. Sabido es cómo, cuando, secuestrados en Bayona nues tros Reyes e invadida por las tropas francesas, so color de amistad, buena parte de la Península con la corte misma de Madrid, el pueblo español entero se levantó en armas contra la perfidia napoleónica en los meses de Mayo y siguientes de 1808; se establecieron en todas las regiones, juntas que asumieron toda la autoridad para organizar la defensa de la patria y dirigir el impetuoso movimiento del pueblo, y luego por diputados de estas mismas juntas se formó otra que con el nombre de Suprema Central Gubernativa del Reino había de ejercer la soberanía en nombre del destronado y cautivo Fernando VII. Instalóse solemnemente esta Junta en Aranjuez el 25 de Septiembre, y fué nombrado su Presidente el Conde de Floridablanca, que destituído del Ministerio en 1792, preso en el castillo de Pamplona, y confinado en Murcia, había estado alejado desde entonces de todo cargo público. De esta Junta emanó en 15 de Noviembre un decreto o Real orden permitiendo volver a España por segunda vez, y ahora, sin cortapisa alguna, a todos los jesuítas desterrados. El Rey nuestro Señor, D. Fernando VII, decía, y en su Real nombre la Junta central suprema gubernativa del reino, habiendo considerado que la confinación de los ex-jesuítas, no sólo causa ba a estos infelices hermanos nuestros el disgusto de haber de vivir expatriados, separados de sus amigos y deudos y abandonados a la merced de personas extrañas, sino que además, a la dificultad de suministrarles la pensión asignada por S. M., se agregaba la de que los fondos que percibían eran extraídos para siempre de la circulación del reino, para ir a fecundar la de los países extraños y actualmente nuestros enemigos; se ha servido acordar que se alce su confinación y se permita volver a estos

reinos a los que quieran, suministrándoles la misma pensión que gozaban en sus destinos» (1). Ignoramos quién suscitó este pen samiento en la Junta, si fué aceptado por unanimidad o sólo por mayoría, y si hubo para adoptarlo otros motivos que los indicados en el decreto, donde ni una sola palabra alude siquiera a la justicia o injusticia de la confinación por él levantada. Entiéndese únicamente que nada temía de ellos la Junta, aunque volviesen todos a España, como habían fingido temer los ministros de Carlos III y Carlos IV cuando los desterraron de ella, y los de este último aun cuando les permitieron volver en 1798 (2). Prácticamente fué inútil aquel decreto. Para la parte de España ocupada por los franceses, no tenía valor; y ni a ella ni a lo restante podían, sin gravisimos riesgos, venir los expatriados, ni por mar ni por tierra. Otro paso de más importancia se intentó dar dos años después.

Instaladas en la Isla de León en Septiembre de 1810 las cortes generales y extraordinarias, de funesta recordación en nuestra historia, y dado lugar en ellas a diputados de nuestras posesiones de ultramar juntamente con los de la metrópoli; entre otras proposiciones o artículos que aquellos presentaron en 19 de Diciembre, relativos a sus provincias, fué uno el de que «reputándose de la mayor importancia para el cultivo de las ciencias y para el progreso de las misiones, que introducen y propagan la fe entre los indios infieles, la restitución de los jesuítas; se concede por las cortes para los reinos de América» (3). Sólo D. José Mejía, diputado suplente por Bogotá, «volteriano de pura sangre (4) dejó de firmar la petición. De la discusión de ella no dice

(1) Zarandona, t. III. c. V, pp. 59-60.

(2) Quizás fuera iniciador del decreto el mismo Presidente, Conde de Floridablanca. D. Juan Bautista Erro, según testimonio de varias personas, una de ellas el P. Manuel Gil, quien lo consignó de próposito en carta que poseemos, aseguraba haberle oído por aquel tiempo, que una de las primeras cosas que habia que hacer, echados los franceses de España, era reparar la injusticia cometida con los jesuitas. (Zarandona, t. III, c. V, p. 61. La Fuente, 1767-1867, segunda parte, p. 198). Esta medida, sea de alguna justicia, sea de compasión de los desterrados, tiénela el liberalísimo historiador D. Modesto Lafuente, por medida de retroceso en la vía de las reformas, y por tan to, poco grata, como otras de la misma Junta, a los hombres ilustrados de entonces. (Hist. de España, P. III, 1. X, c. III; t. XXIV, p. 17.)

(3) Dávila, t. II, c. V, fin. Diario de sesiones, 9 de Febrero de 1811.
(4) Menéndez y Pelayo, Heterodoxos, t. III, 1. VII, c. II, § II, p. 445.

nada el Diario de Sesiones; se limita a consignar que fué desechada casi unánimemente» (1), cosa nada creíble, habiéndola firmado veintinueve diputados y votado seguramente otros tantos o poco menos, formando unos y otros la cuarta parte o más del número total de los presentes a la sesión, que de cierto, no llegaban a doscientos.

Lo que no pudieron conseguir de aquellas Cortes para América sus diputados, menos lo conseguirían unos simples ex-jesuí tas, que con pretensiones semejantes acudieron a ellas. Por el mismo tiempo que esa proposición o poco después, fuéles dirigida una Representación de la Compañía de Jesús, firmada por el antiguo jesuíta peruano, P. Jacinto Marín de Velasco, pidiendo el reconocimiento de la inocencia de la Compañía y su restablecimiento; pero si llegó a la comisión de memoriales, no debió de pasar de ella. La misma suerte tuvo una Reclamación más extensa y razonada de los PP. Juan José Tolrá, Elias Royo y José Otero, residentes en Galicia, remitida probablemente en Septiembre de 1812. En ella, interpretando los sentimientos de sus compañeros de infortunio y tomando la voz de todos, denunciamos, dicen, formalmente a V. M. la intitulada Prágmatica Sanción de S. M., el Señor Rey Don Carlos 111, en fuerza de ley para el extrañamiento de estos reinos de los regulares de la Compañía... dada en el Pardo a 2 de Abril de 1767, como sentencia abusiva, ilegal, cap ciosa, calumniosa, errónea, injusta; salva la intencion y rectitud sorprendida de aquel Monarca; y demostrando la verdad de esos calificativos uno por uno, y ponderando la gravedad del caso por el número y calidad de las personas en él comprendidas y por otras circunstancias, suplican a las cortes declaren nula la Prágmática, y manden abrir un tribunal competente y público en que se ventile la causa, dándose los cargos y oyéndose los descargos y pronunciándose sentencia conforme a derecho, según las leyes acabadas de sancionar por las mismas cortes, para evitar toda arbitrariedad en la administración de justicia. No pasó la petición al Congreso (2), ni aunque hubiera pasado habría sido escuchada, dominando como dominaba en él la facción liberal, jan

(1) Diario de sesiones, 9 de Febrero de 1811.

(2) Además de que no se menciona en el Diario de sesiones, lo asegura terminantemente un Aviso previo del editor del Memorial, cuarta impresión,

1820.

senista, revolucionaria, o como quiera llamársela, enemiga jurada de los jesuítas.

. El mismo General de la Compañía tuvo el pensamiento de acudir a las Cortes para obtener su restablecimiento en España (1), pero suponemos que bien enterado, como lo procuró, de la poca disposición que para eso había en ellas, desistiría de su intento. ¿Cómo había de hallar amparo, protección ni justicia la Compañía de Jesús en aquellas Cortes en que se realizó «el último y casi definitivo triunfo del enciclopedismo y del jansenismo regalista» (2), es decir, de los verdaderos autores de su persecución y de su ruina?

13. Mientras en las Cortes se desatendían las peticiones indicadas, fuera de ellas se empezó a hablar con libertad en alabanza y defensa de la Compañía y a descubrir y condenar los perversos fines, los medios infames y los amargos frutos de su destrucción.

En los primeros años después de ella, simples conversaciones o correspondencias privadas, que interceptaba el Gobierno, habían costado prisiones, pérdidas de sus empleos, confinaciones y otras pesadísimas vejaciones a nuestros amigos. A publicar cosa en defensa de la Compañía, no sabemos que se atreviera nadie en España, si no fué el presbítero D. Francisco Alba, hombre de vida austera y apostólica, que parece haber tocado este punto con otros de la guerra hecha a la religión por los ministros. de Carlos III en algunos papeles impresos, a lo menos en La Verdad desnuda; pero tuvo que huir de España. Y aunque la rabia y furor de aquellos ministros no pasó a los de Carlos IV; pero como no dejaban de tener sus mismas ideas, y la memoria de Carlos III habia de ser por entonces inviolable, era imposible alzar la voz, ni para defender a las víctimas, ni para condenar a los verdugos. En toda defensa de la Compañía tenía que salir malparado el jansenismo; y el jansenismo dominaba de tal modo en las es feras oficiales, fomentado por buen número de eclesiásticos, que toda obra dirigida a desenmascarar y combatir a la astuta secta se estrellaba irremisiblemente en la censura. Para muestra bas

(1) Cretineau, Hist. de la Compagnie de Jésus, t. VI, c. I, p. 12. Lutteroth, La Russie et les Jésuites, p. 41. Carta del P. Brzozowski al P. Zúñiga, Provincial de Sicilia, 22 de Enero de 1813.

(2) Menéndez y Pelayo, Heterodoxos, t. III, 1. VII, c. II, § I, p. 443.

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