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Rector, empleando con ellos un breve rato en hablar seriamentereconviniéndoles, como dijimos, sobre la verdad del envenena, miento y dándoles algunas excusas, que estaban muy lejos de significar empeño alguno en contener aquel desorden. Y en efecto, sin dar orden alguna para ello, sin disponer nada, y sin que influyese su venida para bien ninguno, con grande frescura se salió a pasear por los tránsitos, y aun fué al Seminario, donde también dió por hecho que era el veneno un frasco de rapé fino que halló y mostraba a los alborotados, asegurándolo, de modo que lo hubieran creido, si por fortuna no se hallara alli el dueño, que diciendo lo que era y ofreciéndose a tomarlo el primero, le dejó abochornado de su ligereza; mas no por eso dejó de andar todo el tiempo de acá para allá, entrando a ratos en algún aposento a sentarse y dejando a los sublevados continuar su hecho, así dentro como fuera de casa»> (1).

En efecto, hallándose en el colegio el Sr. San Martin parece que se realizaron algunas de las escenas de sangre y de destrucción, que vamos a referir, dejando para más adelante lo restante de los sucesos de la capilla. Para lo ocurrido en las calles nos valemos con preferencia de relatos de testigos presenciales, litografiados con la Relación, y cuyos originales poseemos.

Ayudará para la claridad de la narración advertir desde el principio, que todos los muertos y heridos en aquella horrorosa jornada, menos el joven profesor, Francisco Saurí y el H. Gogorza, estaban en el Seminario, y recibieron las heridas o la muerte, unos allí mismo, otros en la calle, adonde los sacaron llevándolos presos; otros, en fin, pasados por los mismos asesinos del Seminario al Colegio.

6. En una sala del Seminario se habían reunido llenos de espanto, y pedían socorro al cielo llorando muchos y rezando el Rosario, el P. Eduardo Carasa, algunos de nuestros jóvenes escolares, el coadjutor Juan Ruedas, y buen número de colegiales. En esto llega un criado diciendo que los amotinados han roto las puertas del Seminario y suben ya por la escalera. Huyen al oirlo parte de los que allí estaban, quedándose el Padre, el coadjutor y algunos seminaristas; se presenta un pelotón de foragidos armados; dejan ir a los niños, y uno de los urbanos da al Hermano en el pecho cinco o seis bayonetazos, otro un sablazo en el cuello y

(1) Párrafo VIII, pp. 41 y 42.

le dejan muerto en el suelo. No se sabe ni se entiende porqué no hicieron lo mismo con el P. Carasa; pero lo cierto es que no le tocaron, y de su suerte y de la que Dios por su medio deparó a muchos otros hablaremos después.

En el mismo Seminario y, según parece, en lo alto o en un reIlano de la escalera principal, fué asesinado hacia el mismo tiempo el Hermano escolar, Domingo Barrau. Se había vestido de seglar y salía esperando poder huir desconocido; pero le descubrieron y le dieron tales sablazos, que saltó la sangre a unas ventanas altas y distantes. El P. Francisco Sauri, Procurador del Colegio y del Seminario, distinto del que poco ha mencionamos por el mismo nombre y apellido, al ver invadida la casa, se encerró no sabemos en qué pieza pequeña del segundo piso; pero los ase sinos que lo recorrían todo o abriendo o rompiendo cuantas puertas encontraban cerradas, echaron abajo aquélla, encontraron al Padre encomendándose fervorosamente al Señor; le sacaron de alli con gran vocería de blasfemias y baldones, y a los cuatro pasos le atravesaron el pecho de un balazo, le acabaron con nuevas heridas tendido ya en el suelo, y aun muerto le siguieron destrozando la cabeza. Expirando ya encomendaba su alma al Corazón Sacratísimo de Jesús, y en su noticia biográfica aña den que pedía a Dios el perdón de sus matadores con las palabras de Cristo en la cruz: «Perdónalos, porque no saben lo que hacen».

También se había ocultado en una guardilla del Seminario el Diácono y teólogo de primer año, H. José Elola. De nada le sirvió. Hasta allá subieron los asesinos, le acribillaron de heridas, y un salvaguardia (soldados de la nueva policía los llama la noticia biográfica de este Hermano), fijándose en la corona, le descargó en ella un sablazo, con que le partió la cabeza. Estos cuatro solamente murieron dentro del Seminario.

El P. Celedonio Unanue, profesor de Hebreo, fué gravisimamente herido, pero no murió. Tuvo el valor de esperar a los sicarios en lo alto de la escalera; y no habiendo salido un tiro que le quisieron disparar, le cogieron, y mientras bajaban por ella le dieron un bayonetazo en la espalda. Viniéronle a los pocos momentos fuertes vómitos de sangre; y sintiéndose morir, pidió y obtuvo de sus verdugos que le pusieran en una cama de la enfermería de los niños, allí inmediata. Todavía otros que pasaban y le veían, querían rematarle; quiénes por simple furor, quiénes

porque acabara, como decían, cuanto antes. Con decir que estaba expirando le defendió el que se había quedado con él. Un oficial de tropa, venido por acaso, le acompañó después; y una piadosa y valiente señora, D. Josefa Sáenz, esposa del Excmo. Señor Consejero, D. Francisco Javier Manzano, sabiendo que alli había un Padre en tal estado, quiso entrar con una taza de caldo y un poco de vino para reanimarle. Los amotinados se lo estorbaron; pero logró que se lo llevaran ellos mismos. Viaticado y oleado, pero un poco repuesto a la entrada de la noche, habló «a los centinelas y demás concurrentes, dice el P. Lerdo, con un grande espíritu en gloria de la religión y de Jesucristo, despreciando la vida y animoso para sufrir la muerte» (1). No sufrió sino grandes dolores mientras fué restableciéndose.

De los que probaron a salir disfrazados de seminaristas o de criados, para que no se lo estorbaran, lo lograron impunemente cuatro; otros siete perecieron miserablemente. Dentro del Seminario los conocieron a todos y los sacaron de él, no, según parece, para matarlos, sino para llevarlos presos. Esto se entiende, no sólo porque para matarlos no necesitaban sacarlos de allí, sino porque a algunos trataron de defenderlos, y a tres no disfrazados los salvaron de hecho. Los otros siete, sin embargo, fueron asesinados en el camino. El H. Martin Buxons, a la puerta misma del Seminario, no sabemos si por los mismos que le conducian, eso sí, entre insultos y empellones, o por la turba que estaba fuera. Ello es que allí quedó, atravesado el vientre con una espada y cubierto luego de otras mil heridas. Probablemente este fué el primero que murió en la calle; la tragedia de los otros seis fué por este orden (2).

Al H. Juan Urreta le conocieron y cogieron ya junto a la portería; y entre golpes, heridas e insultos le llevaban agarradodos, o urbanos o salvaguardias, siguiéndolos otra mucha gente. Esta se empeñó en descubrirle la cabeza para ver si tenía corona, y por más que él procuró estorbarlo, al fin lo consiguieron. Él entonces se desasió y huyó por la calle de Toledo; pero le alcanzó un salvaguardia a caballo, le tiró una estocada, que

(1) En el mismo lugar, § VI, p. 34.

(2) En algunos puntos de estos dejamos la Relación general y seguimos las de casos particulares, como de testigos de vista, y los Compendios de vidas, conformes con ellas.

el joven evitó cayendo de rodillas e implorando misericordia; y la misericordia fueron dos pistoletazos, no se dice si del mismo salvaguardia, y multitud de sablazos de la chusma, que se le echo encima y le acabó.

Poco después que a éste sacaron por la calle del Duque de Alba al H. José Sancho, atado con un criado, y atados llevaban a los dos por la calle de los Estudios hacia la de Toledo cuatro o cinco urbanos, cuando a la mitad o menos, a la puerta de una carpintería, en la acera opuesta al Colegio, se puso delante otro, tomó a los dos por jesuítas, y diciendo «también, también son», sacó el sable y «empezó a darles cuchilladas con tal ferocidad y ceguedad que no sabía dónde daba». Corrieron otros e hicieron lo mismo; hasta que cortadas las ataduras por un guardia de Corps, al criado, que clamaba no le matasen alegando su condición, le llevaron preso a la cárcel y el Hermano cayó moribundo en la acera. Allí quedó abandonado unos instantes; pero pasando luego un paisano con sable, le dió nuevas cuchilladas en la cabeza; otro, tres o cuatro puñaladas con puñal que allí mismo le dieron y luego devolvió; y otro tercero, guardia de Corps, que con algunos más pasó por allí, le remató con su espada, realizando, a lo que parece, el pensamiento de uno que decía: más vale acabarle de matar». Algo antes se había oido la voz del moribundo clamando: «¡Virgen Santísima, amparadme! ¡Jesús mío, valedme!», y otras cosas, que, ya desfallecida la voz, no se le entendieron. Apenas muerto, le sacaron al medio de la calle y la Vida dice que la chusma de hombres, mujeres y niños se ensañó furiosamente con el cadáver, y cometió horrores que el pudor veda referir. El testigo ocular anónimo, que desde el balcón de su casa, puesto sobre la misma acera, vió el principio y el fin de esta tragedia y no el medio, porque horrorizado no pudo resistirlo, y estuvo un rato retirado, nada cuenta de eso; pero así debió de ser, porque al día siguiente no se pudo identificar el cadáver, sino por el número de la ropa (1). El pobre criado murió también en la cárcel a los pocos días.

Algo después de estos dos salían por la misma calle del Duque de Alba, atados también, los HH. Barba y Garnier, y poco

(1) El P. Lerdo lo afirma on general; pero el P. Labarta, que se halló presente al reconocimiento oficial, dice en sus Observaciones que todos los demás, aunque horrorosamente desfigurados, fueron conocidos sin este recurso.

detrás, suelto, el P. Casto Fernández, todos tres conducidos por un pelotón de urbanos. Siguieron con ellos por la calle de San Millán; acometiólos en ella para asesinarlos una partida, que se reportó amenazada por el jefe de la escolta; pero al doblar la esquina para la calle de Toledo, un guardia les tomó la vuelta por la izquierda y atravesó con la espada.al H. Barba; un paisano corrió desde la acera de la Latina e hizo otro tanto con el H. Garnier; la turba los acabó de matar con mil cuchilladas; y el P. Casto, que huyendo atravesó la calle, cayó herido a tiros por los urbanos frente a la portería de las monjas y murió igualmente a manos de la chusma embravecida.

El P. José Fernández también parece que se disfrazó; pero visto y conocido, cogido y gravemente herido en la cabeza, le sacaron con algunos de los otros, no sin correr mayor peligro por parte de la turba desenfrenada fuera de la puerta; le llevaron luego solo entre nuevas y furiosas amenazas hacia la Merced Calzada, hoy Plaza del Progreso, pudiendo apenas defenderle de los sicarios los que le conducían; y por fin al extremo de la calle de Barrio Nuevo uno le atravesó con su espada, otros le dispararon sus fusiles a la cabeza; y allí quedó tendido y muerto, víctima todavía de las más horrorosas profanaciones.

Así perecieron sucesivamente estos siete sacados por los mismos asaltantes fuera del Seminario, con ánimo, si no precisamente de salvarlos, tampoco de asesinarlos. En defenderlos no sabemos hasta qué punto llegaron sus esfuerzos. Otros tres corrieron mejor suerte, quizás porque sus conductores tuvieron más decisión o más valor en protegerlos.

Fué uno el joven profesor, Francisco Saurí, mencionado anteriormente (1). Hallábase en la capilla con los demás allí refugiados, cuando ocurrieron en ella las escenas antes descritas, salvo, acaso, la del Capitán General, que no sabemos si había llegado cuando él salió. Salió, porque el guardia de Corps, que parece dirigia a los amotinados, le mandó ir a buscar, no sabemos con qué fin, a los Padres que estaban en el Seminario, dándole por acompañante un cabo de urbanos con encargo de no dejarle escapar. Este, sin duda, para mejor asegurarle, se asoció un salvaguardia, a quien con otros hombres armados encontraron, apenas salidos, en el corredor inmediato, y así llegaron a la

(1) Extractamos la relación escrita por él mismo de todo su calvario.

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