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única puerta de comunicación entre el Seminario y el Colegio. Sin qué ni para qué le amenazaron con la muerte inmediata, si no se la abría; y no bien estuvieron dentro, se lanzó a dársela un pelotón que alli había, y, gracias a su doble guardia, solamente le dispararon un tiro, que afortunadamente no le tocó. Preguntóle luego el urbano dónde estaban los Padres; y como no respondiera, o por la turbación, o por no saber qué responder, pues en realidad no podía saberlo, le sacó del Seminario diciendo que le había de hacer prestar declaración delante del Capitán General. Apenas doblada la esquina, le vieron los que estaban en la calle de los Estudios, y «cual fieros y hambrientos tigres, dice él, volaron hacia mí y me rodearon... Preparaban todos sus sables, navajas, cuchillos, puñales, fusiles, y parecían ir a competencia en ser mis verdugos y como que se disputaban entre sí la presa. Todos gritaban desaforadamente: «¡Muera, muera ese picaro!»; pero los dos que me acompañaban con otros dos salvaguardias, que se les juntaron, contuvieron el impetu de tanta fiera, ya poniéndose delante, ya parando los sablazos y estocadas, que me tiraban, ya haciendo huir con sus armas a los que se me acercaban y diciéndoles: «Este es bueno; este es nuestro». A pesar de todo le dieron por la espalda dos cuchilladas en la cabeza, más adelante algunos bayonetazos; y así, chorreando sangre y entre mueras, empellones, palos y culatazos, le llevaron a la casa de Correos, donde estaba la guardia o prevención principal. Allí le presentaron al Comandante diciendo que le habían cogido escapándose del Colegio; y hecha malamente por un cirujano la primera cura de las heridas y tomadas al día siguiente las declaraciones oficiales, volvió con buena guardia a casa a las once de la noche del 18, y sanó en pocos días, porque las heridas eran leves.

Al H. Lorenzo Grasset, estudiante de Teología e inspector en el Seminario, le acometieron unos y le defendieron otros, siendo el principal de estos últimos un oficial de tropa, el Teniente, Señor Prado, que le tomó por su cuenta, le sacó a la calle, y custodiado por algunos salvaguardias, le condujo, no sin riesgo de entrambos, a pesar de esa escolta, al cuartel de Ligeros, sito en la Plazuela de la Cebada.

Al H. Sabas Trapiella, inspector también de los colegiales internos, le cogieron primero con su traje talar en una camarilla de uno de ellos, y como, eludidos algunos golpes que le asesta

ron, sin tocarle más que un culatazo, le dejaran y se fueran; él salió de alli también, y en lo alto del Seminario se disfrazó de seminarista. Encontráronle de nuevo, le descubrieron la cabeza, y vista la corona clerical, le quisieron matar, salvándole otro oficial de tropa, D. Segundo Correa Butiño (1), de aquéllos y de otros que a los dos acometieron, tanto dentro del Seminario como en la calle, donde no pudieron librarse, el Hermano de un bayonetazo y el oficial de dos golpes en un hombro y en una mano. Por no perecer, se avinieron a ir a la cárcel, y allí quedó el Hermano, visitado y socorrido con alimentos por aquel caballero, hasta volver en camilla al colegio (2).

El H. Sauri fué el primero de los que por la calle del Duque de Alba, a donde daba la puerta del Seminario, sacaron a la de los Estudios, siguiéndole a cortos intervalos, primero el H. Urreta, después el H. Sancho y el criado, luego el H. Grasset, y más tarde el P. Casto Fernández y los HH. Garnier y Barba. Así lo notó en su relación un testigo ocular, cuyo balcón daba a esa segunda calle, casi enfrente de la del Duque. No habla del Padre José Fernández, a quien llevaron por el extremo opuesto de ésta, ni del H. Trapiella, que no sabemos por qué calles fué conducido.

Otras tres víctimas del furor diabólico de aquellos tigres hubo todavía, y éstas dentro de casa.

Al P. Juan Artigas, insigne arabista, profesor de esa lengua y de Lógica en el colegio, al Subdiacono Pedro Demont, estudiante de Filosofía, y al coadjutor, Manuel Ostolaza, los cogieron en lo alto del Seminario, donde habían procurado ocultarse; los condujeron entre golpes y baldones a lo más bajo del colegio, al patio o al tránsito de la portería; y allí les quitaron bárbaramente la vida.

Tenemos aplazada la relación de lo sucedido al P. Carasa y las últimas escenas de la capilla, y éste es el lugar de referir ambas cosas.

Al P. Carasa, que, asesinado ante sus ojos el H. Ruedas, quedaba con tres o cuatro niños en la sala a donde se habían acogido, no le hicieron los asesinos daño alguno, sin que sepamos porqué. Cosa tanto más extraña, cuanto que salió de alli bajo el

(1) Butiño dice el P. Labarta; Botiño el P. Lerdo.

(2) P. Labarta, Observaciones.

TOMO J.

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sable de un urbano, que estaba a la puerta; y no habiéndole él tocado, incitaba a otro que estaba cerca a que le separara de los niños y le matara. Apenas llegó con estos a la escalera, allí se abalanzó a él un paisano, le cogió por el cuello, le colmó de insultos y le hizo mirar al H. Barrau, que a sus espaldas yacia tendido y acababa de ser asesinado. Entonces se presentó un urbano preguntándole si era el P. Carasa; y como le respondiera que sí, le prometió salvarle, le tomó consigo, y defendiéndole de cuantos querían acometerle, le pasó del Seminario al colegio y con él se dirigía a la puerta, cuando en la escalera principal otro urbano le apuntó con su fusil, y le hubiera disparado, si otro tercer urbano y un guardia de Corps no se hubieran interpuesto, llegando el guardia hasta abrazarse con el Padre, para que el otro no disparara. Estos dos buscaban al H. Gregorio Muñoz, estudiante filósofo, para salvarle la vida; y asegurando al Padre defender también la suya, si se le presentaba, fueron con él en su busca (1). Muy pronto, pasando por la puerta de la capilla, y oyendo gente adentro, le ocurrió que podía estar allí y entró con sus acompañantes. El urbano preguntó en voz alta por el H. Muñoz; y el joven, al oir su nombre, quedó helado de espanto, suponiendo que le buscaban para matarle, y sin atreverse a responder, se asia fuertemente del brazo del P. Rector, a cuyo lado estaba. Respondió al fin con voz lánguida y temblorosa; y el urbano entonces le llamó diciendo: «Venga usted, no tema; yo vengo a salvar a usted la vida, porque debo muchos favores a su hermano de usted, y me alegro de tener esta ocasión de corresponderle con algún servicio» (2), El Hermano, todavía dominado por el temor, repuso en voz tan baja que la oyeron muy pocos, y tuvo que repetirlo alto el P. Rector para que lo entendieran aquellos señores, que él quería seguir la suerte de sus her manos. «Pues bien, dijo entonces el urbano, ninguno de los que

(1) Extractamos la Relación del P. Lerdo omitiendo algunos pormenores. Advertimos, sin embargo, que otros datos hacen dudar si esta escena ocurrió hacia la puerta del Colegio o hacia la del Seminario.

(2) La Relación pone: «Vengo a salvar a V. la vida, porque debo la mía; pero el P. Labarta advierte que no dijo sino porque debo muchos favores. Tam. bién advierte que no respondió el Hermano todo lo que la Relación pone en su boca, sino sólo la sustancia de ello como va aquí en el texto. Finalmente nota, y lo confirman otras relaciones, que esta escena sucedió después de haber estado en la capilla el Capitan General, y no antes, como dice el P. Lerdo.

están aquí perecerá; a todos los salvaré.» Y como lo prometió lo cumplió. Puso centinelas a la puerta; por medio de ellos y con sus propias voces y persuasiones contuvo a otros, que querían entrar, sedientos de matanza; colocó en medio de la capilla otro centinela mirando al coro y tribunas, que a sus lados había, para contener, apuntándoles con su fusil, a los que por allí se asomaban e intentaban hacer daño; y para mayor seguridad hizo que todos los Padres y Hermanos se pusieran apiñados debajo del coro. Con esto hubo allí desde entonces bastante seguridad. Para poner en ella a otros, que diseminados por todo el vasto edificio acaso no la tenían, salió de la capilla el guardia de Corps; y llevando consigo a dos urbanos, que los defendiesen, y al P. Provincial, que les inspirase confianza, recorrió la casa buscándolos, y condujo de hecho algunos a la capilla. El H. Juan Gregorio Muñoz, cuya salvación vino a serlo también de todos los reunidos en la capilla, era hermano carnal de D. Fernando Muñoz, oficial de guardias de Corps, y para entonces casado ya secreta y morganáticamente con la Regente, Doña María Cristina. Los que acudieron a salvarle se llamaban: el guardia de Corps, D. Juan de Dios Zafra, y el urbano, D. Juan Gaye Mallor (así firma él una carta de que luego hablaremos) (1).

(1) De estos dos sujetos se puede preguntar si vinieron al Colegio expresamente para salvar al H. Muñoz, como Gaye Mallor dice en carta a don Fernando, de que con otra remitió copia a nuestros Padres el 22 de Julio, o si habiendo ido entre los demás y con el mismo intento, se acordaron alli del H. Muñoz y se propusieron salvarle. El hecho de haber estado alli al frente de los amotinados lo expone Gaye Mallor en estos términos: «Llegamos cuan do estaban ya rompiendo las puertas de la calle del Duque de Alba; gritamos entonces: Señores, que hay que salvar a un cristino; pude ponerme al frente de los sublevados, abrieron la puerta a tiros y golpes; a la entrada encontramos a un jesuita, a quien dije: Perdono a V. la vida si dice dónde está el Padre Muñoz; es para salvarle. Efectivamente, nos llevó a una capilla, donde entramos y encontramos cincuenta y tantos jesuitas de rodillas.» Por conocerse el hecho e ignorarse la intención dice en la carta a los Padres, que corrían acerca de él voces diferentes, y que se le iba a formar causa; por lo cual pide que le den testimonio firmado de su conducta para con ellos. Suponemos que se lo darían; pero creemos que, sin desconocer el inmenso beneficio que al fin les hizo, le juzgaron muy diversamente cuanto a sus primeros intentos y aun acciones. El P. Lerdo, después de haber pintado «vestido a la griega a uno que ante la puerta del Colegio parecia mandar y dió la voz, obedecida al instante, de ir parte de los asaltantes a batir la del Seminario (§ III, pp. 21'y 22); designa a Gaye Mallor, en el momento de dirigirse al Padre Carasa, por «el Comandaute, que dijimos vestido a la griega» (§ V, p. 27).

7.

Descritas las escenas particulares ocurridas en casa y fuera a nuestros Padres y Hermanos, resta dar alguna idea general de lo que por allá dentro padecieron los que estuvieron ocultos en diversos escondrijos, y del vandálico furor de los foragi dos en destrozarlo todo. En esto no haremos más que copiar algunos párrafos de la Relación.

«Es imposible describir los escombros que iban dejando en cada habitación donde entraban. Saqueado lo que era de algún valor, todo lo demás era hecho astillas y menudos pedazos; entonces mesas, sillas, camas, vidrieras, velones, jarros, todo era desmenuzado por el suelo. Mas en lo que descubrían con claridad el espíritu de irreligión e impiedad diabólica que les agitaba, era la destrucción total que hacían de los cuadros e imágenes de Santos y aun de los mismos Santos Cristos, que se hallaron después tirados, rotos y despedazados, como si a martilladas o a patadas los hubieran estropeado.

Y en este género no se puede pasar en silencio lo que en el archivo de Provincia, a más del destrozo general, hicieron particularmente con cuatro cajoncitos de preciosas reliquias, que allí se habían dejado, por no creer que jamás contra estas se hubiera de levantar una persecución tan sacrilega. Uno de ellos sellado y autenticado en Mallorca, contenía ropas de nuestro B. Alonso; otro sellado y autenticado en Roma contenía todo el esqueleto del santo niño San Jucundo, con su lápida sepulcral; otro, autenticado asimismo en Roma, contenía ropas, escritos y otras res

¿No habría más de uno con el mismo traje, que era el uniforme de los urbanos? ¿O le constaría al P. Lerdo por otro lado que era él? En la relación misma de Gaye Mallor hay dos indicios contra él. Puede decirse que le delata aquella expresión suya dirigida al P. Carasa: «Perdono a V. la vida, si dice dónde está el P. Muñoz. Y algo puede significar también esta otra en su carta a los Padres: Y si atendía a la voz de mi Capitán, como me decían, sólo era para, con los buenos que se me agregaran, salvar a VV.» Ese excusar su obediencia al Capitán, que nuestros Padres no muestran haber observado, antes dan a Gaye Mallor por hombre a quien obedecían los sicarios, descubre por una parte que, en efecto, los mandaba un Capitán de urbanos, y hace por otra sospechosa aquella obediencia. D. Vicente de la Fuente le señala en su relato de estos sucesos por la inicial de su apellido; porque, aunque su nombre es, dice, muy sabido y conocido en Madrid, no hallándolo impreso, no quiero revelarle; pues si le hace honor haber salvado a muchos jesuitas, le hace muy poco el haber acaudillado a los sicarios, dicen que con buen fin» (Hist. de las Sociedades secretas, t. II, c. V, § LXI, p. 38, nota tercera).

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