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petables memorias del V. Cardenal Belarmino, del P. Calatayud y de otros varones insignes; y finalmente el cuarto, sellado también en Roma, y destinado para América, contenía exquisitas reliquias, que se ignoraban, y sólo después, por las auténticas, que quedaron tiradas por el suelo, se han podido inferir. Pues a todas estas cuatro cajas osaron acometer, o bien por saciar su furor irreligioso y diabólico, o bien porque estando cerradas, creían hallar dentro, o alhajas de valor o materias de acusación; las abrieron, en efecto, sin miramiento; extrajeron cuanto en ellas había; y fuera de algún relicario, que podría parecer de algún valor y se guardaron, todo lo demás redujeron a pedazos, rasgando las ropas en menudas piezas, reduciendo a añicos un cua drito de marfil, que debía contener alguna reliquia de extraordinario mérito; y moliendo, acaso los pies, los huesos, cenizas y demás restos de Santos, que en ellas había, según que todo se halló después por el suelo esparcido, roto y lastimosamente molido.

Hallaron en una de éstas un envoltorio no pequeño de tierra, que presumimos fuese de Jerusalén; y a este hallazgo levantaron el grito y una grande algazara, cual si hubiesen ya encontrado el veneno que buscaban, para hacerle cuerpo del delito. Quieren formalizar al momento la averiguación, y van al boticario más inmediato a que haga el análisis; y con mucha formalidad, puesto aquel polvo sobre el mostrador, una turba numerosa de urbanos, que creían iban a ser testigos del hallazgo, le ordenan que examine y diga si no es aquello veneno. El farmacéutico, luego que tocó los polvos, echó de ver que no eran sino pura tierra y lo dijo así a los circunstantes; mas estos no se aquietaban, empeñados en que aquél tenía que ser veneno, y entonces para tranquilizarlos tuvo que decirles: Para que ustedes vean que esto nada tiene de veneno, yo seré el primero en tomarlo; y diciendo esto tomó con los dedos una buena porción de dicha tierra, la puso sobre su lengua y la tragó, a lo cual nada tuvieron que replicar y se volvieron a continuar sus estragos. Los hicieron espantosos por do quiera que entraron; mas principalmente en la segunda y tercera brigada del Seminario, donde oliendo que en las cómodas de los niños había algunas prendas de valor y vestidos útiles, las abrieron y rompieron todas hasta que saquearon cuanto había; y luego saciaron su cólera en destrozar muebles, puertas, ventanas, camas y hasta las persianas de las camaritas.

En la sala de visitas, a donde luego fueron, dieron una clara muestra del aprecio y respeto con que invocaban a veces el nom bre de Isabel II; pues estaban alli a la entrada los dos retratos de sus augustos padres, y estos pérfidos aclamadores a ambos los hicieron añicos.

Pero donde más descubrieron su barbarie y cuán desnudos iban de todo sentimiento de humanidad, fué en las dos enfermerías, mas principalmente en la del Seminario, destruyendo y reduciendo a menudos trozos, no sólo las tinajas, ollas, cazuelas, platos, vasos y demás utensilios de estas oficinas, sino desbaratando también los botiquines que en' ella había, provistos de los medicamentos más usuales. Ni redomas, ni botellas, ni pomitos, ni aun los mismos armarios, nada quedó a vida, sino que todo lo derramaron, esparcieron y redujeron a polvo y astillas.

En el refectorio de los niños hicieron poco menos, buscando los cubiertos y vasos de plata que allí hallaban guardados. Semejantes eran los destrozos que iban haciendo por los aposentos de los tránsitos, anhelando por llegar al del Principal, como ellos decían. Saquearon, en efecto, el del P. Rector y llegaron también hasta el del P. Provincial; mas en éste no pudieron violentar las puertas. Hicieron un agujero en cada una y no pasaron adelante en éste ni en los otros aposentos del mismo tránsito, o porque los hallaban cerrados, o porque a esta sazón fué cuando se juntaron estos saqueadores con los otros que venían del Seminario, conducidos sin duda por algún práctico de la casa, que sabiendo dónde estaba la bodega del vino, los conducía a ella para refrescar; e introduciéndolos allá con faroles, fácilmente hallaron el vino, y se dieron a beber con tanta largueza, que al fin se pusieron medio beodos y tan alegres salieron, que dejaron allí olvidados siete vasos de plata de los que habían antes robado...

De las congojas y angustias que padecían a la hora de que ibamos hablando los que no llegaron a huir, sino que permanecieron en sus escondrijos, no se puede dar una cabal idea. Hacía ya casi dos horas que estaban luchando con los sobresaltos del terror y con las agonias de la muerte, que a cada instante se figuraban presente; la imaginación venía también a ratos a aumentar la triste opresión de sus corazones, porque a cada tiro que oían, se representaban delante, ya éste, ya el otro, ya muchos de los de casa asesinados cruelmente y tendidos cadáveres. Agregábase a esto la situación y postura nada cómoda en que cada

uno tenía que estar. Agachados y encorvados los más en rincones bajos y estrechos, donde el polvo y las telarañas los cubrían; envueltos otros en esteras y harapos viejos, que ni la respiración, ni el movimiento dejaban libres; y acostados otros en sitios o demasiado duros o demasiado húmedos, padecían todos no peque ñas incomodidades. Sin que nos detengamos a hablar de las gran· disimas que hubieron de padecer el P. Juan Gandásegui, metido todo este tiempo dentro de una letrina; y el Diácono, Manuel Codina, sepultado por el mismo o mayor intervalo entre los escombros y la tierra de un oscuro y profundo cubo del edificio a donde se tiró, huyendo de los balazos que ya tres veces le habían dis parado sin herirle, y que aun allí le estuvieron tirando desde la alta y angosta boca, sin que él pudiera defenderse sino con los cascajos y ladrillos, que se echó encima.

Mas el punto más angustiado para todos era este momento en que oían andar ya más cerca de sí los amotinados, dando todavía grandes golpes, rompiendo puertas y avanzando notablemente, sin que ellos pudiesen presumir que llevaran otro objeto que el de asesinar a cuantos encontrasen.

Ni el mismo herido H. Gogorza, en su lecho, aunque aquejado de los dolores mortales de su herida, y custodiado por urbanos comedidos, estaba por eso libre de nuevos insultos, pues los otros desaforados que se acercaban, reconvenían a sus camaradas así: ¿Qué os entretenéis en eso? Matadle o dejadle que se muera; no hemos venido aquí a guardar frailes. Plugo por último a la divina clemencia que entre tantas personas como se introducían con malas entrañas en nuestra casa y ocupaban casi del todo nuestros tránsitos, entraran también con mejores intenciones, poco antes de las siete, dos militares amantes del bien público, ansiosos de restablecer la tranquilidad y movidos de celo por contribuir en cuanto pudiesen a terminar tamaños desórdenes» (1).

Tiempo era ya de que tuviera fin aquella horrorosa tragedia. Los dos militares, el Brigadier, D. Felipe Zamora, y el Teniente, D. Francisco Prado (tal vez el que había salvado al H. Grasset), no iban, según la Relación, al frente de la tropa, que por entonces llegó también a poner orden; pero sabiendo que estaba allí el Capitán General, se le presentaron pidiendo órdenes, y con ellas, por sí y por la tropa despejaron el colegio, fueron recogiendo a

(1) Párrafos IX y X, pp. 46-55.

los escondidos en diversas partes, pusieron guardia en los puntos convenientes, y con esto empezaron nuestros Padres y Hermanos a respirar, bien que tan apenados como se puede suponer por los asesinatos de que iban teniendo noticia, los muertos y heridos graves, que alli mismo tenían, los jóvenes que faltaban y no sabían qué era de ellos, y tantos otros motivos de gravísimo dolor como sobre ellos pesaban. El poco reposo que aquella noche pudieron tomar, fué juntos todos en dos salones, no como presos, según indica el P. Lerdo, sino para facilitar su defensa por la tropa de guardia en caso necesario; pues no había completa seguridad de que no volviesen los asesinos. Así lo hace notar el P. Labarta en sus Observaciones.

Omitimos las aventuras que corrieron los pocos escapados de casa, ya por la puerta, ya por el tejado, aunque de algunas tenemos relatos hechos por ellos mismos, y de otras da noticia el P. Lerdo.

En toda esta relación apenas hemos hecho indicación alguna sobre el tiempo en que se desarrollaron los sucesos; porque, en verdad, sólo con cierta aproximación puede señalarse. Hacia las tres parece que empezó a ser ya vivo y agitado el movimiento revolucionario en diversas partes de la población. Los más de los grupos, si no todos, confluyeron delante de nuestra iglesia y colegio viniendo por ambos lados opuestos, como ya dijimos, de la calle de Toledo, y a las cuatro y media o poco más comenzaron a romper las puertas, de suerte que a las cinco, con corta di ferencia de tiempo, invadieron el Seminario por la suya y el colegio por las tribunas y por la portería. Hora y media o dos horas fueron los asaltantes dueños del edificio y de las calles inmediatas, sin más oposición ni resistencia que la de Gaye Mallor y Zafra en la capilla y la de algún otro sujeto en los casos aislados que quedan referidos. Y allí estuvo el Capitán General por lo menos la mitad de ese tiempo. La tropa tardó en llegar; y llegada, tardó en entrar, porque no se la daba orden; y cuando entró, no hay noticia de que prendiera a un solo hombre de tantos como dentro había, urbanos, guardias de Corps y paisanos armados. Todos salieron sin estorbo; y llegando por entonces a la plazuela dos hombres a caballo de los ya antes vistos alli dando órde nes, hablaron con los asesinos, salió la voz de ja Santa Cruz!, y marcharon en medio de las voces constantemente repetidas de ¡mueran los frailes! y ¡viva la república!, interpolando alguna vez

el nombre respetable de Isabel II. Fueron entonces a asesinar a los PP. Dominicos del Convento de Santo Tomás» (1).

De los nuestros del Imperial, dejaban dentro de casa siete muertos y tres heridos, de los cuales uno murió al día siguiente; otros siete muertos en las calles próximas; un herido en la cárcel y otro en el Principal. Huyendo y pasando en la fuga gravisimos riesgos, se salvaron unos pocos, diez o doce; en la capilla cincuenta y dos; y otros tantos o algunos más escondidos en diversos puntos de la casa.

8. Los horrores, que en otras de religiosos cometieron luego los foragidos, los copiaremos a la letra de la Relación del P. Lerdo, breve ya en esta parte y parca en pormenores. Empieza por el convento de Dominicos de Santo Tomás, frente a la parroquia de Santa Cruz, y dice así:

«Llegados allá, y violentadas con igual furia sus puertas, repitieron allí las mismas atrocidades que entre nosotros habían cometido, e hicieron destrozos tal vez mayores. A sangre y fuego arremetieron por todas partes, y ni aun a la misma iglesia perdonaron, asesinando en ella a los que allí se habían refugiado; y aun en el mismo coro ejecutaron con un religioso, antes de matarle, tan bárbara y brutal atrocidad, que no se horroriza menos la naturaleza al imaginarla que el pudor si se refiriera. Y lo que más caracteriza el frenético furor de aquella noche es, que mujerzuelas viles se mezclaron allí entre los ejecutores, y éstos con bárbaro placer cantaban entretanto el Miserere. Con la fuga por los altos y ocultaciones más escondidas pudieron escapar los novicios y jóvenes y otros Padres más ligeros; pero los Padres más graves y el Prior a su frente, salieron a encontrar a los amotinados o breve cayeron en sus manos. Entre los baldones y oprobios que éstos en aquellas horas prodigaban a cada paso, comenzaron luego a golpearles, herirles y dispararles. Sólo al P. M. Fray Manuel Amado trataron con piedad, no olvidando que eran hombres accesibles a la gratitud algunos de los urbanos que allí entraban y habían sido sus discípulos. A dicho P. Prior cubrieron de graves heridas y le condujeron a la cárcel, donde estuvo reunido con nuestro H. Sabas Trapiella; pero a los demás, en número de seis sacerdotes y un lego, vilmente los asesinaron. Al P. Secretario, Fr. Luis de la Puente, en el acto de estar a la ca

(1) Relación anónima de un testigo presencial.

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