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ten entre nosotros otras autoridades secretas, oscuras, inferna les, diabólicas, de quienes era muy propio y genial el tal mandadamiento. Tales son las humanísimas empresas que se maquinan en los tenebrosos clubs de la masonería: Matar a todos los religiosos; esta es una de sus predilectas y suspiradas ideas. Pero en aquel momento no la pudieron realizar; una fuerza superior contuvo también a estos segundos asesinos. Sólo uno se arrojó a descargar un sablazo sobre un religioso, que ningún motivo le había dado, y que pudo evadir el golpe huyendo el cuerpo; mas no evadió el efecto del susto que a pocos días le quitó la vida. Registraron además seis u ocho celdas, en las que no hallaron qué robar más que dos relojes, con lo que se fueron muy contentos» (1).

Hasta aquí el P. Lerdo, quien añade a estas escenas el maravilloso acto de valor de los capuchinos del Prado y de los benedictinos de San Martin. Los primeros dice que sabiendo lo que pasaba, lejos de huir, abrieron de par en par las puertas del convento; se reunieron todos en la iglesia; y puestos en filas y de rodillas, esperaron inmóviles a los asesinos, que afortunadamente no se presentaron. De los segundos cuenta que, autorizándolos expresamente el abad para salir en busca de asilo seguro el que quisiera, pero advirtiendo que él estaba resuelto a no moverse de allí, todos tomaron la misma resolución.

9. De nuestros Padres y Hermanos quedan todavía dos episodios ocurridos aquella tarde y noche, dignos de mención, aunque no tan luctuosos como los anteriores.

No tardaron en llegar al Seminario de Nobles, aunque distante y en un extremo de Madrid, rumores de lo que pasaba en el Colegio Imperial, y aun anuncios de que la misma suerte le esperaba al Seminario. Quizá fueron los primeros en dar tales nue. vas los padres y encargados de los seminaristas, que temerosos corrieron a sacarlos de allí, donde ciertamente estaban en peligro, por lo menos de un gravisimo susto. Con estas noticias el Superior pidió y obtuvo del Ministro de la Guerra la guardia de coraceros, que siempre solía tener el Seminario y de poco tiempo atrás había cesado; y aun por indicación del Comandante de ella, otro piquete de infanteria, por si era necesario maniobrar dentro del edificio.

(1) Relación del P. Lerdo, párrafos XI, XII y XIII, pp. 59-70.

A los novicios, que, como antes dijimos, estaban allí desde el dia 5, los reunió su Maestro, y advirtiéndolos del peligro, los hizo vestir de seglares para salir a diversas casas, ya de sus familias, ya de amigos, donde estar seguros. A lo mismo se dispusieron casi todos los demás Padres y Hermanos del Seminario; y como por un lado la guardia se consideró inútil o poco menos, ya que llegaban noticias de que en otras partes la tropa formada veía y dejaba hacer a los foragidos, y el mismo Comandante declaró que no tenía orden alguna de resistirlos; y por otro se tuvo aviso hacia la noche, no sabemos con qué fundamento, de que arreciaba el peligro; fueron de hecho saliendo casi todos, el primero el Superior, cosa de que se quejaba el P. Morey escribiendo a Roma, y con razón, si circuntancias muy especiales no excusaban el hecho. Veinte novicios con otros siete, que ya no lo eran, uno de ellos sacerdote, el P. Vicente Rigueros, hubieron de volver al Seminario a altas horas de la noche, después de ha ber pasado algunas de vergüenza, de insultos y de angustias de muerte en un cuartel no lejano.

Habían de pasar éstos, divididos en muy pequeños grupos, para ir a las casas que se les habían designado, por las inmediaciones del cuartel de Marinos, próximo al convento de las religiosas Capuchinas; y viéndolos un pelotón de aquellos soldados, los echaron el alto gritando: «Esos son frailes, son los jesuítas»; golpearon a algunos con el sable de plano; hirieron, aunque ligeramente, a otros; y los fueron metiendo a todos en su cuartel. Un jefe u oficial los recibió a la entrada colmándolos de insultos; y el mismo o algunos otros los amenazaron con la muerte por envenenadores de las aguas, según la voz generalmente esparcida. Lleváronlos a un dormitorio del cuartel; los colocaron separados uno de otro y custodiados por un centinela; en un extremo, llamados uno a uno, los fueron registrando, desnudándolos completamente y sazonando la escena con mofas y aun bofetadas por sus muestras de pudor, con blasfemias a vista de los escapularios y crucifijos que llevaban al cuello, y con amenazas de cárcel y aun de muerte. La veian tan de cerca, que cuantos pudieron hacerlo disimuladamente se confesaron con el único Padre que alli había. Pocos quedaban por registrar, cuando se presentó en la puerta un joven oficial de Coraceros, increpando a los soldados, preguntando por el oficial de guardia, y haciéndole responsable de cualquier nuevo desacato, que con nuestros jóvenes se

cometiera, mientras él daba parte a la superioridad y volvía con las órdenes correspondientes. Cesó la bárbara e inverecunda escena; volvió el oficial al corto rato con un piquete de Coraceros; sacó de allí a los jesuítas; y escoltados por aquel piquete y por otro de los mismos marinos, los condujo, pasada media noche, al Seminario. A la mañana temprano salieron y fueron sin tropiezo a donde no pudieron antes. El joven oficial se llamaba D. Rafael Minio, era hijo del General de Coraceros, D. Vicente, había estado en el Seminario siete años, y no hacía uno que había salido de él terminados sus estudios (1).

El otro episodio ocurrió en las afueras de Madrid. Tenía el Colegio Imperial una casa de labor que llamaban de Luche, a cuyo cuidado solía haber dos coadjutores, que eran entonces los HH. Manuel Vidal y Vicente Pujalte. Como uno de los trabajadores de la finca hubiese visto en Madrid los horrores de aquella tarde, y vuelto a ella lo hiciera saber a los dos Hermanos, éstos, temiendo, no sin fundamento, por esa y otras noticias, que los asesinos fueran allá a buscarlos y darles la muerte; vestidos de seglares la dejaron entrada ya la noche, y se fueron no lejos de allí a un punto, desde donde pudieran ver lo que ocurría, si de hecho los iban a buscar allí los foragidos. No fueron los de Madrid; pero los urbanos de Carabanchel, para no ser menos que sus compañeros de la Corte, salieron derechos contra los. dos Hermanos, que suponían hallarse en la finca de Luche. Precisamente llegaron a pasar junto a ellos y parándose les preguntaron: «¿Quiénes sois vosotros? ¿Qué hacéis aquí?» Estaban sentados junto a un melonar, y así respondieron: «Estamos guardando estos melones.» Luego volvieron a preguntar: «¿Están ahí los jesuítas? ¿Cuántos hay?» Tuvo uno de los Hermanos bastante serenidad para contestar: «Suele haber dos; puede que estén»; y sin más los urbanos se dirigieron a la finca, y los Hermanos temiendo que al verse burlados, sospecharan de ellos y

(1) De este caso, además de la Relación del P. Lerdo, tenemos la de la Historia del Seminario del curso de 1833 a 34, escrita también aquel mismo año, y la que uno de los novicios en él comprendidos, el H. José Joaquin Cotanilla, escribió algún tiempo después al principio del Diario que comenzó a llevar y llevó puntualmente hasta su muerte en 1886. El P. Lerdo dice que los soldados no tuvieron, en cuanto hicieron, otra idea que la de divertirse a costa de nuestros jóvenes. En verdad que los golpes y heridas, bien que leves, y aun todo lo demás, para buria, parece demasiado pesada.

TOMO I.

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volvieran a buscarlos, huyeron y se metieron en un trigal, donde pasaron el resto de la noche. Lo acertaron; porque, efectivamente, volvieron, pero en vano. Al día siguiente los Hermanos entraron en Madrid y se fueron al Noviciado; y una gran chusma de Madrid y de Carabanchel saquearon la casa sin dejar más que las paredes.

En Torrejón y Valdemoro, donde el Imperial y el Noviciado tenían otras posesiones, las autoridades impidieron el mismo día diez y ocho el saqueo y quizá la muerte de los Hermanos que allí habia; porque también los urbanos de aquellos pueblos quisieron invadir ambas casas.

En Madrid ese día había de completar los dos de degüello anun ciados; y los asesinos del anterior no dejaron de intentarlo, dirigiéndose al convento de dominicos de Atocha, sito en las afueras, donde ahora el panteón del mismo nombre; al del Rosario que los mismos religiosos tenían en la calle Ancha de San Bernardo, esquina o muy próximo a la Flor Baja; al de agustinos recoletos; al de San Bernardo; al Colegio de franciscanos reformados de San Bernardino; a nuestro Noviciado y al Seminario de Nobles (1). Contúvolos la tropa, que, o guardaba aquellas casas, o llegó apenas comenzadas a derribar las puertas. En Atocha los reprimió el Capitán General, según escribió él mismo inmediatamente al Corregidor (2). Solamente en el de trinitarios de Jesús Nazareno, donde cuenta la Relación que estuvieron la noche anterior sin hacer daño, llegaron a entrar sin estorbo también ahora, cerca ya del mediodía, y los religiosos, que fueron sorprendidos en el refectorio, pasaron temores de muerte; pero al fin no hubo sino robos y algún sujeto herido, para forzarle a entregar lo que tenía.

Dos de nuestros Hermanos se vieron también aquel dia en no pequeño peligro de perecer. Por la inseguridad en que estaban los pocos individuos dejados el día cinco en el Noviciado, a pesar de estar convertido en cuartel, salieron a buscar refugio en casas particulares algunos Padres y coadjutores. De éstos, el Hermano José García había dado pocos pasos fuera de la puerta,

(1) Este último no le menciona la Relación; pero la Historia Seminarii lo dice expresamente. «In Seminarium etiam irrupisset turma, ni milites verita, pedem retulisset».

(2) Oficio publicado en El Siglo Futuro de 30 de Agosto de 1909 por el Sr. Ciria.

dice el P. Lerdo, cuando fué conocido de algunos urbanos, que al punto le prendieron; y cargándole de golpes y baldones, le conducían para darle muerte a una calle excusada, donde el buen Hermano ya llegó a ponerse de rodillas para recibir el último golpe de mano de aquellos furiosos; pero un oficial del ejército, que acaso pasaba, viéndole en aquel trance, se acercó a librarle, y reprendiendo agriamente a los asesinos, le arrancó, aunque no sin violencia, de sus manos y le pudo llevar consigo hasta dejarle seguro en la prevención del Principal» (1).

El H. Pío González había ido del Seminario al Imperial, a llevar y traer noticias de lo ocurrido, y apenas salió para volver, le siguieron insultándole, le detuvieron en la Plaza Mayor, le dieron varios sablazos de plano, le amenazaron a él con la muerte y a todos los jesuítas con el exterminio; y como dijera que si la Reina lo mandaba se someterían a sus órdenes, le replicó uno furioso dándole con el sable en la cabeza: «Si vuelves a nombrar a la Reina, date por muerto; aquí no hay más Reina que el pue. blo soberano, que es quien manda esto» (2). Por fin, o como preso, al decir del P. Lerdo, o como sacado por ellos de manos de sicarios, según la Historia Seminarii, le presentaron en el Principal al Oficial de guardia, y allí estuvo hasta que con el otro coadjutor, José Garcia, y el Subdiácono, Francisco Saurí, fué conducido al Imperial a las once de la noche.

Aquí, a pesar de la tropa, que guardaba la casa, no dejaron los Padres de pasar el día sobresaltados, teniendo noticia de la continuación o renovación del tumulto, oyéndolo a veces, y viendo con sus propios ojos una nueva victima: un dominico, Diácono, Fr. Felipe Díaz, que yendo disfrazado de la casa en que por la noche se había acogido para salvarse, a otra de un amigo allí cerca, le conocieron los urbanos, dieron tras él, le hirieron en la cabeza, y él se refugió en nuestro colegio, donde fué curado y atendido cuatro días.

Pongamos fin a la relación de aquellos horrorosos sucesos con el resumen numérico de las victimas, cuyos nombres se pueden ver en la Relación impresa. Fuera de los tres seglares, que fueron asesinados los primeros cayeron muertos la tarde del diez y siete catorce jesuítas, y otro murió de las heridas a las veinticuatro

(1) Párrafo XVIII, pp. 87 y 88.

(2) Relación, lugar citado. Historia Seminarii.

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