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impía. No hay más que recordar el Diccionario Critico-burlesco de Gallardo y, si se quiere, ver la noticia que de todo esto da el señor Menéndez y Pelayo en los Heterodoxos Españoles (1). Así, aun en la cátedra sagrada resonaron acentos, bien amargos unos y consoladores otros. Predicando en Palma de Mallorca en la fiesta de San Luis Gonzaga el R. P. Fr. José Giner, monje jeróni mo, el año de 1813, recordó y celebró «la gloria de un Instituto, que la Filosofía y sus amadores nos han pintado con los colores más negros»; y añadió estas significativas palabras: «¡Oh, incautos hijos de Levi, que habéis dado oídos a las voces de esa cruel sirena! Vendrá día en que, descubierta la iniquidad y revelada la injusticia de los malvados trastornadores, lleguéis a conocer que esa piedra, arrancada con tanto estruendo del edificio de la Iglesia, no fué sino para que se desplomara sobre nosotros todo el peso de la ignominia que en el día nos envilece. Pero ella será repuesta con más esplendor y acaso no está lejos este dia feliz (2).

Voces eran estas que descubrían la manera de pensar de una parte de la nación, ya que no digamos de toda; pero como, en último término, el restablecimiento de la Compañía había de venir del poder público, su suerte dependía de los hombres que lo ejercieran; y si bien por entonces lo tenían en sus manos los elementos avanzados, que predominaron en las Cortes de Cádiz, los constitucionales, jansenistas, filósofos o liberales, como entonces empezó a llamárseles, era dudoso si les duraría más de lo que tardara en volver a su trono el Rey D. Fernando; porque ni el pueblo era partidario de los novadores; ni entre los mismos diputados faltaban en buen número enemigos de la Constitución y cuanto ella envolvía y significaba; ni el Rey, a serle posible, la había de aceptar, siendo tan contraria a los derechos de su soberania. El pueblo todo y el clero en su inmensa mayoría, odiaba aquel nuevo orden de cosas, por razones políticas, sí, pero más por el virus de irreligión con que sin poderlo disimular, le habían emponzoñado sus autores. Con el fin de asegurarlo, cuando en los comienzos de 1814 se supo que Napoleón trataba de poner en libertad a D. Fernando, hicieron que las Cortes ordinarias, aunque ha(1) T. III, 1. VII, c. II.

(2) Lo consignó él mismo en otro Sermón predicado en Valencia en la fiesta de acción de gracias por el restablecimiento de la Compañía, nota décima.

bía en ellas mayor número de realistas que en las extraordinarias, dieran, con otro color, un decreto el 2 de Febrero disponiendo, en conformidad con el dado por estas últimas a 1.o de Enero de 1811, que no fuera reconocido por libre, ni se le prestara obediencia, hasta que en el seno del Congreso nacional jurara la Constitución. Si la hubiera jurado y guardado, si el partido liberal que la había impuesto, aun sabiendo que el pueblo no la quería, hubiera quedado triunfante; la Compañía de Jesús no hubiera sido restablecida en España. Mas el Monarca, siguiendo su natural inclinación; solicitado por los enemigos de aquellas falsas reformas y sostenedores de la religión y de la realeza, que a él se dirigieron, especialmente con la célebre representación de los Persas, firmada por sesenta y nueve diputados; apoyado en el pueblo que aborrecía la Constitución y a él le aclamaba con frenético entusiasmo por donde quiera que pasaba, y en el ejército, o a lo menos en algunos generales ardientemente realistas; después de haber dado ya otras señales sobrado manifiestas de sus intenciones, expidió en Valencia un decreto el 4 de Mayo declarando nula la Constitución y cuanto las Cortes habían establecido contrario a la soberanía del Rey, según las antiguas leyes. Este decreto intimado la noche del 10 al 11 de Mayo en Madrid al Presidente de las Cortes, y la prisión, que al mismo tiempo se hizo, de los más significados liberales, bajo las órdenes del Capitán General de Castilla la Nueva, D. Francisco de Eguía, dió al traste con el famoso código doceañista y abatió al partido que lo había formado. El espíritu jansenista, anterior a la guerra con los franceses, acabado de amalgamar durante ella con el marcadamente antirreligioso, filosófico y revolucionario, quedó oprimido por algún tiempo, y dominante el verdadero sentimiento del pueblo español en religión y en política, en religión sobre todo, aquel por el cual, más aún que por el Rey habia sostenido la heroica lucha, en que acababa de salir vencedor. Con esto era posible el restablecimiento de la Compañía: no existían ni los principios ni las personas que la habían desterrado. Uno de aquellos subsistía, aunque algo mitigado: el regalismo; y en los capítulos siguientes veremos cómo lo dificultó, ya que no pudo del todo estorbarlo (1)..

(1) La lucha de los dos partidos y los hechos indicados en estos últimos párrafos están tomados de la Historia anónima de Fernando VII.

CAPÍTULO II

RESTABLECIMIENTO DE LA COMPAÑÍA, PARCIAL EN ESPAÑA

Y UNIVERSAL EN INDIAS

1. Primeras representaciones hechas al Rey pidiendo la Compañía.—2. Correspondencia entre el Rey y el Papa.-3. Más peticiones después de la Bula Sollicitudo.—4. Se pasan al Consejo de Castilla para que dé su parecer.-5. Sin esperarle se publica el decreto de restablecimiento en los pueblos que lo han pedido.-6. Otro decreto para todas las posesiones españolas de ultramar.-7. Erección de una Junta que entienda en todos los asuntos del restablecimiento. - 8. Peticiones de jesuitas posteriores al decreto de 29 de Mayo.

1. No menos pronto que en Roma a la vuelta de Pio VII, se empezó a tratar en Madrid, a la de Fernando VII, del restablecimiento de la Compañía. Ni sólo en Madrid, sino en diversas partes de España, como luego veremos, aun antes de ser conocida la Bula Sollicitudo, revocatoria del Breve de su abolición. Allá, sin género de duda, el Sumo Pontifice llevaba este asunto tan en el corazón como el que más, y el restablecimiento fué obra suya, porque de él salió y de nadie recibió el impulso para hacerlo. Las súplicas, que en la bula dice haberle dirigido para este fin prelados y corporaciones de personas insignes, no hicieron nacer en él aquel propósito, sino que simplemente le confirmaron en él. Del Rey de España no poseemos datos para asegurar lo mismo; y aunque por diversas conversaciones suyas con el Nuncio se entiende que abrazó de corazón el proyecto, pero no sabemos si lo concibió él o le fué sugerido por otros (1).

(1) No creemos que hiciera voto de eso en Valençay, ni que siendo muchacho y oyendo hablar de los males acarreados por la expulsión, dijera, auimado de superior espiritu, que él había de restablecer la Compañia, como parece haber creído el P. Fr. José María Lazo de la Vega, que lo refiere en la nota

De ninguno de los ministros, que tuvo en el primer período de la restauración, sabemos cuál fuera la manera de pensar sobre jesuítas, ni si propusieron por si al Rey el restablecimiento, si a lo menos, pedido por otros lo promovieron, o si procuraron estorbarlo. D. Pedro Ceballos, Ministro de Estado durante dos años, desde Noviembre de 1814, lo era también cuando la segunda expulsión de 1801, y parece bastante claro que, o fué el autor de ella, o a lo menos procedió con verdadera enemiga contra los Padres. En 1804 ya notamos cómo se oponía a nuestro restableci miento en Nápoles. Sin embargo, por el mismo tiempo o poco después escribió el Nuncio que, hablando con él, no dejó de reconocer el gran vacío que la supresión de la Compañía había dejado, y que no se mostraba tan adverso a ella como algún tiempo antes (1). Ahora, para su restablecimiento en España, no tenemos noticia de influjo alguno suyo; y el calor mostrado en algunos de los muchos asuntos consiguientes a él, que tuvo que manejar por razón de su cargo, como lo tocante a la vuelta de los desterrados de Italia, no sabemos si procedía de él o de las órdenes que recibía.

El primero que nos consta haber hecho en la Corte una indi

35 de su Oración de acción de gracias por el restablecimiento. Otra cosa es lo que refiere Godoy en sus Memorias: «Poco más arriba hice mención, dice, de la multitud de profecías que ilustraron la venida al mundo del Principe Fernando. Su augusto abuelo, el señor Carlos III, las recibió al principio con particular agrado; pero no tardó en notar que las más de ellas no eran en realidad sino medios políticos para censurar santamente varios actos de su gobierno. De las que yo he leído, una tan sólo fué cumplida, y era la que anunciaba que, llegado a ser Rey el augusto recién nacido, restablecería los jesuítas. Carlos III los había expulsado. De aquí fué despacharse a los inquisidores ciertas órdenes muy secretas para hacer callar a los videntes. Esto no impidió que corriesen misteriosamente aquellos manuscritos. Quedó la tradición en las familias, entre la plebe principalmente, y fué una de las causas del entusiasmo prodigioso que tenían los pueblos a favor del Principe heredero.» (T. III, c. XI, p. 225, nota.) El hecho de haberse publicado tales profecias, o lo que fuesen, lo consigna también el biógrafo anónimo de Fernando VII, (L. VIII, t. II, p. 95.) Pero no hallamos otro testimonio de haberse difundido tanto como aqui indica el Principe de la Paz y de haberse conservado vivas en el pueblo; ni menos de que esa fuera una de las causas de su entusiasmo por el Monarca, antes de serlo, y, si eso fuera verdad, también después.

(1) Arch. Vatic., Spagna, u. 310; Lettere e Cifre del Nunzio, 1804. San Ildefonso, 30 de Agosto de 1804.

cación clara, aunque timida, en favor del restablecimiento, y no al Rey directamente, sino al Duque de San Carlos, Ministro entonces de Estado, fué D. Antonio Vargas y Laguna, embajador de España en Roma desde 1801 hasta la usurpación de Bonaparte, que no quiso reconocer; prisionero en Francia por esta causa hasta su caida; y ahora de nuevo nombrado en 28 de Mayo de 1814 para la misma embajada. En una larga exposición, que sɔbre diversas materias le dirigió a 6 de Junio, decía así en los puntos sexto y séptimo:

<Cuando tuve el honor de presentarme por primera vez a S. M., crei propio de mi obligación el instruirle del modo con que habían obrado todos sus vasallos residentes en Roma. Entonces le expuse que todos los empleados habían dado pruebas eviden tes y repetidas de lealtad y de patriotismo. Pero que los ex-jesuitas, hombres sumergidos en la pobreza, olvidados, o por méjor decir, despojados de todos los derechos de nacionalidad, me habían edificado por su celo singular, por su amor hacia su soberano y patria, y por el ánimo impertérrito con que, a pesar de su decrépita edad, supieron despreciar todo género de amenazas y seducciones y arrostrar la prisión, a que fueron sujetos, y la entera pobreza a que fueron abandonados. Estos dignos e inimitables hombres aguardarán con ansia mi llegada, para que alivie sus trabajos y les facilite a lo menos, la tenuísima pensión de que han disfrutado desde la época de su expulsión. Pero ¿se contentará el amor paterno de S. M. con suministrársela? ¿La creeria digno premio de su lealtad? Yo no sé cuál es más sensible para el hombre, si la expatriación o la muerte. Pero si he de juz gar por mí mismo, yo miraría la primera como una prolongación de desgracias, y la segunda como un alivio, cesando con ella todos los males. S. M. y V. E., que pensarán como yo, es de presumir que quieran mitigar el rigor de la suerte de estos infelices, o aumentándoles los medios de existir, o permitiéndoles volver al seno de sus familias. Pero ¿convendrá ninguno de los dos tempe ramentos? El primero aumentaría la extracción del numerario fuera de la nación, y el segundo, aunque lisonjero en la apariencia, no calmaría las inquietudes de los ex-jesuítas, quienes no habrán podido olvidar que, llamados a España en el 1800, volvieron a ser expulsos de ela en el mismo año. No es, pues, de creer que sus dudas puedan disiparse con la sola permisión de regresar. Pero si la conducta de los ex-jesuítas en su larga ex

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