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El delito no sirve más que como un síntoma, como una de las muchas pruebas del estado en que se encuentra el sujeto que lo ha cometido.

Si el delito, como antes hemos dicho, es un modo de obrar humano que la sociedad reprueba, perjudicial á ésta y al mismo delincuente, en cuanto efecto, participará de la naturaleza de la causa que lo ha producido; si lográramos que la causa desapareciera, el delito habria desaparecido; si modificamos la causa habremos modificado el efecto, agravándole ó mejorán. dole según haya sido aquella modificación.

Para conseguir lo último, preciso es darse cuenta de lo que el delincuente es, si existen delincuentes, de la situación en que se encuentra y de los medios adecuados para mejorarle, á fin de que la pena sea verdadera medicina, ya que así ha querido considerársela por muchos, desde Platón hasta nuestros tiempos, que han acentuado esta corriente.

9. Aquí volverían á aparecer las dudas si quisiéramos relacionar el concepto delincuente con aquellos varios que se han querido dar del delito; pero no cuandó, partiendo de la existencia del delito, tal y como le hemos considerado y que por nadie puede ser negada, se define al delincuente como el autor del delito, sin detenerse en el examen de las condiciones que deba reunir. Tal vez pudiéramos extender este concepto si no fuera por la fuerza de la máxima nemo presumitur malo sine probetur; á pesar de que en nosotros no ejerce tanta como en aquellos otros que no han llegado á convencerse del valor de la otra «odia al delito y compadece al delincuente», y consideran á éste poco menos, que à un ser de distinta naturaleza, sin tener en cuenta que es un desgraciado como el pobre, y que si el delito no puede, como la pobreza, llegar á ser virtud, sí puede ser desterrado para colocar en su lugar toda clase de virtudes.

10. Bernard Pérez, en su obra Los tres primeros años del niño, dice que los primeros días éste es ciego, sordo y carece casi de percepciones musculares; añade que la necesidad de comer

hace que el sentido que más pronto se desarrolla sea el del gusto, siguiendo à éste el del oído, distinguiendo el día de la noche á los ocho días de nacido y apareciendo finalmente el olfato. Las sensaciones cutáneas que son las primeras que aparecen, el desarrollo muscular y la vista, aunque imperfecta ocasionan nuevas sensaciones que por virtud de las leyes de integración y diferenciación dan lugar, primero, à la localización de las sensaciones, y después, á que el niño distinga los ruidos que hace él de los que hacen otros, y sus movimientos de los de los demás; pero sin distinguir su personalidad; y sólo en virtud de grandes esfuerzos, hacia el segundo ó tercer año, deja de considerarse como una objetividad y llega á comprender que su personalidad puede expresarse por una palabra distinta de su nombre propio, empieza á usar el yo.

<Los estados afectivos, dice Ribot, unidos à la nutrición, son en los primeros años del niño el único elemento, por decirlo así, de su personalidad naciente. De ahí proceden el bienestar ó malestar, deseos y aversiones; es ese sentido del cuerpo de que tanto hemos hablado, llevado á su más alta expresión psíquica. Como en el niño domina casi por entero la nutrición, por causas naturales muy claras, que no necesitan enumerarse, no hay y no puede haber más que una personalidad casi enteramente nutritiva, es decir, la forma más vaga y más baja de la personalidad, El yo, para el que no le considere como una entidad, no puede ser aquí más que un compuesto de una sencillez extraordinaria» (1).

Veamos lo que nos dice Araumburu con relación á la nueva escuela penal:

«La copia de datos, influída por igual criterio y enderezada à un resultado preconcebido, se complementa con lo tocante al delito en los niños; los escritos de Moreau, Pérez, Bain y Boussel, constituyen el arsenal donde se provee el profesor

(1) Th. Ribot. Las enfermedades de la personalidad. Madrid, 1899. Trad. esp., pág. 91.

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italiano (Lombroso) para redactar este capítulo de su obra, partiendo de un enunciado semejante al que hube de comunica ros poco ha: los gérmenes de la locura moral y de la delincuencia se encuentran, no por excepción, sino normalmente, en la primera edad del hombre, como se encuentran en el feto de un modo constante ciertas formas que en el adulto son una monstruosidad; nuestros niños son pequeños salvajes, siquie. ra las madres ignaras se empeñen en mirarlos como angelitos del cielo. La cólera es en ellos una pasión dominante: lloran, patean y rabian ante la menor contrariedad, y rompen, y arro jan en tales momentos lo que tienen á mano; la venganza, ese placer de los dioses, es tan suyo también, que de ordinario se acallan si se les permite ejercerla sobre la persona que les ha ofendido, y aun basta que finjamos golpear el objeto inanimado que les produjo algún dolor; la envidia es tan general, que muchos maltratan ocultamente al hermano de quien están celosos, siendo éste más débil, ó bien se agrian y se estenúan devorados por ese rastrero sentimiento; el disimulo y la mentira no van en zaga á lo anterior, y en estas malas artes ejercitan los albores de sus facultades; su crueldad resalta en los tratos que dan á los animales menos ofensivos y en el abuso de su fuerza sobre los que les son inferiores por este concepto; perezosos y vanos, aman sólo el ocio, el juego, el bullicio, se gozan con los atavíos de su traje, buscan la ocasión de humillar con ellos á los que carecen de medios para disfrutarlos, y escogitan la manera de atribuir á su familia las mayores preeminencias y distinciones; sus tendencias obscenas se apresuran á aparecer en el vicio feo del onanismo y en imitaciones torpes de lo malo que observan á su alrededor; su afición á las bebidas alcohólicas se nota bien en los hijos de familias humildes, que se complacen á menudo en favorecerla» (1).

(1) Aramburu. Ob. cit., págs. 62 y sigs. Ha sido objeto de muchas críticas esta teoría de Lombroso; entre ellas, una de las que nos parece más acertada es la del Sr. Salillas, cuyo resumen ponemos á continuación:

Fácilmente se ve cuánta es la diferencia que separa las opi- niones anteriores de ésta de Lombroso y cuánta relación guarda este asunto con la magna cuestión del delincuente nato á

«Una parte del método positivo es la comparación, y la comparación implica un orden de semejanzas.

>> El sentido moral es de formación muy reciente.

»Siendo esto así, lo que no pertenece á un período retrasado de la evolución, no puede compararse con lo que surge en un período adelantado. Lo que se inicia en una edad avanzada del hombre, en el desenvolvimiento sociólogo, no se puede comparar con lo que en manera alguna puede existir en los períodos primarios del desenvolvimiento ontológico. Un hombre sin sentido moral carece de lo que no es propio de los niños. Por eso hay hombres con sentido moral y sin sentido moral. Por eso la normalidad en la primera edad del hombre, es, como Lombroso afirma, con referen cias á Moreau, Pérez y Bain la carencia de ese sentido. Y si en eso consiste la normalidad, lo que es normal en manera alguna puede ser conceptuado como anormal. Lo normal quiere decir que es lo que debe ser en un determinado período de desarrollo. Lo anormal es lo que no debe ser.....

>> El sentido moral, adquisición reciente en la evolución humana, corresponde á un período de desarrollo que debe definir la psicología, como ha procurado definir la jurisprudencia en la que ya hemos llamado embriología legal, y sólo á partir de ese período inicial es imputable definir como loco ó como imbécil al carente de ese sentido.....

»Según Spencer, el salvaje es un impulsivo natural. Según éste y otros autores, el niño es un impulsivo. Según los psiquiatras y neurópatas, el estigma común de los degenerados es la impulsividad.

>>La diferencia consiste en que, siendo el salvaje impulsivo, por encontrarse en ese período de evolución humana que constituye el estado salvaje, y siendo el niño impulsivo por encontrarse en un estado de infancia individual, análogo á la infancia de los pueblos, el salvaje y el niño son lo que son por condicionalidad de su propia naturaleza, y por lo mismo son llamados impulsivos na turales.

>>También los degenerados son lo que son por condicionalidad de su propia naturaleza; pero como esta naturaleza no es lo que es por su semejanza personal con el tipo personal á que pudieran ser equiparados; como se diferencian de ese tipo, que es la representación del tipo natural, no son impulsivos naturales, sino patológicos, porque en ellos la constitución natural aparece trastornada.

»De aquí que, aun cuando afirmamos que el niño es un impulsivo, no lo podemos comparar con el degenerado; porque el modo de impulsión del niño, aunque en muchas ocasiones sea comparable al del degenerado, es un modo tan transitorio como esas formas de transición que hemos señalado en el resumen embriogénico,

la que se concede más importancia de la que merece, desde el momento en que casi todos los tratadistas de la escuela, incluso Lombroso y el mismo Garófalo, en su Criminología, admiten la herencia y la educación combinadas en la formación del carácter individual, sin saber, en muchas ocasiones, qué debe atribuirse á la una y qué à la otra y sostienen que ejerce más influencia la segunda que la primera en la formación del carácter. Aquí está lo verdaderamente importante: si el delincuente, sea nato, sea de ocasión, puede ó no corregirse. Pero, ¿cómo distinguir al delincuente, para corregirle, si es el tipo normal?

Esta cuestión ha sido planteada por primera vez, que yo sepa, por el Sr. Dorado Montero, en su libro Nuevos derroteros penales, y es más importante, à mi parecer, que la anterior.

Parece indudable que el niño en la primera edad, en la edad de los reflejos, no realiza delitos, ni actos honrados, su obrar en nada se diferencia del obrar de los animales, pero llega una edad en la que pueden serle atribuídos sus actos. ¿Cuándo?

Recuérdense las dificultades de que hemos hablado para fijar la época en que necesariamente debe cambiar en el hombre su carácter. Desde el imbécil, que podemos suponer colocado en la base de una pirámide hasta el niño prodigio, que podemos considerar como el vértice de esa misma pirámide, hay una escala gradual cuyos cambios y variaciones se verifican insensiblemente y no pueden apreciarse sino cuando están muy separados.

Nosotros diríamos que muy pronto; cuando la madre cree que puede emitir juicio acerca de la conducta de su hijo y le califica de malo, es porque ve la necesidad de corregirle, ve

y porque la impulsividad no depende de ningún influjo trastornador, sino de su propio modo de ser.» (Bernaldo de Quirós, Giner de los Ríos, Llanas Aguilaniedo, Navarro Flores, Salillas, Simarro. Anales del Laboratorio de Criminología. Madrid, 1900, páginas 11 y sigs.)

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