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los pueblos, que ellos solos conocian, por haberlas sufrido, y para procurar su bienestar, cuya falta ellos solos tambien sentian.

Pero cuando los pueblos, sin conocer sus intereses, trocaron la administracion por la política; cuando pidieron derechos en vez de mejoras materiales, y privilegios en vez de gobierno, y franquicias populares en lugar de proteccion para su industria; para su agricultura y para su comercio, los reyes se asustaron, y con suma facilidad ahuyentaron el fantasma popular que les causaba miedo, en el momento en que se creyeron fuertes y las circunstancias cambiaron.

Las antiguas Córtes de Castilla, con su eleccion por suerte, sus incompatibilidades, sus derechos de peticion, sus sesiones secretas, su prerogativa de conceder subsidios y aprobar impuestos, de sancionar las declaraciones de guerra, de intervenir en la recaudacion é inversion de las contribuciones, y con su método sencillo de discutir y celebrarse, formaban un gobierno representativo, tal y como podia establecerse en épocas de tanto atraso para las ciencias políticas, y llevaban en su mecanismo ciertas ventajas á las Córtes modernas, que al reves de aquellas, son mas políticas que administrativas, mas revolucionarias que legisladoras.

REINADO DE CÁRLOS IV.

CAPÍTULO V.

Situacion política de España á principios del siglo XIX.

SUMARIO.

Muerte de Carlos III.-Revolucion francesa.-Su influencia en la política española. Desacertada conducta del gobierno.-Ineptitud de Carlos IV.-Godoy. -Su encumbramiento y mala administracion.-Triste situacion del reino. -Tortuosos planes de Napoleon.-Humillacion de la corte.-Intrigas palaciegas.-Conspiracion del príncipe de Asturias.-Medios reprobados de que se valen los enemigos de Godoy.-Ceguedad de los reyes.-Asombrosa elevacion del favorito.-Debilidad de Fernando.-Causa del Escorial.-Torpeza con que se formó.-Sus pruebas, su tramitacion y su desenlace.-Aprovéchase Napoleon de las circunstancias, y se apodera de algunas plazas de la península.-El pueblo y la corte empiezan a sospechar de la buena fe del emperador, y dan muestras de resistencia.-Las naciones, abandonadas de sus reyes, se salvan por sí mismas.

La muy sentida muerte del buen rey Carlos III fué una verdadera calamidad para España y el gérmen de sus desgracias posteriores, cuyo término está todavía envuelto en las espesas y fatídicas nieblas del porvenir.

Mostróse desde el principio de su reinado, aquel sensato y prudente monarca, menos preocupado que sus antecesores en ciertas materias civiles y religiosas, menos encariñado que ellos con el absolutismo de derecho divino, y mas previsor, mas templado en su soberanía, mas administrador que político, mas

ilustrado que despótico, y por consiguiente, mas protector de las ciencias y de las artes.

Como mas cuidadoso tambien que otros reyes de la felicidad de su pueblo, habia logrado, con un gobierno paternal y tranquilo, remediar anteriores abusos de la corona, aliviando los males presentes y levantando sobre las anchas bases de la justicia del trono y el bienestar del reino, los sólidos cimientos de una monarquía pacífica, respetada y protectora, que auguraba para nuestra patria un porvenir magnífico y cercano de racional progreso y duradera felicidad.

Pero la suerte fatal de España estaba escrita ya en el misterioso libro de la Providencia, y el dedo de la justicia divina habia estampado en él con caractéres de sangre la tremenda sentencia y la marca del castigo con que Dios anuncia de vez en cuando á los reyes y á los pueblos su omnipotencia y su justicia, anatematizando el mal gobierno de los unos, y los estravíos y la incredulidad de los otros.

Coincidió desgraciadamente para España con el fallecimiento de Carlos III, la inmensa catástrofe del mundo, la sublime y espantosa epopeya de los siglos, el gran delirio de la humanidad: la revolucion francesa.

El estridente y repetido golpe de la guillotina conmovia los tronos europeos, socavados ya de antemano por el inmundo y roedor gusano del filosofismo de Voltaire, y por la poderosa palanca del socialismo de Rousseau.

La sangre de Luis XVI, al salpicar la espantada frente de los pueblos, inflamó sus corazones, ofuscó sus inteligencias y despertó sus instintos de libertad, comprimidos que no ahogados por el despotismo y arbitraria administracion de siglos anteriores.

Las ideas revolucionarias vertidas en las asambleas francesas, en los clubs y en las plazas por el rey de la tribuna, Mirabeau, por el dios del pueblo, Robespierre, y por el ángel de la muerte, Marat, á manera de un torrente de hirviente lava, inundaron la Europa, la América y el mundo todo, abrasando los cerebros por donde pasaban, y conmoviendo las naciones hasta en sus mas hondos cimientos de religion, de monarquía y de nacionalidad.

Acaso la diestra y flexible mano del difunto monarca hubiese puesto un dique á tan devastadora inundacion, planteando por sí mismo útiles y oportunas reformas en consonancia con las circunstancias de la época, con los marcados adelantamientos de la ciencia del gobierno y los consejos de la diplomacia.

Al empuñar el cetro su sucesor Carlos IV, no pudo comprender, por su ineptitud y debilidad, las apremiantes exigencias de la política, y sembró con su mal gobierno la productora semilla de los males y desgracias que todavía lloramos.

Desgracia fué, y no poca tambien, que su consejero, el justamente célebre conde de Floridablanca, y el no menos famoso conde de Aranda, embajador de Francia en aquella época, que tanto contribuyeron en el reinado anterior con sus ilustrados consejos, su sabia administracion y su tolerancia política al bienestar y engrandecimiento de España, no comprendiesen entonces el valor y el efecto de las nuevas ideas, dando, como dieron, á la política española un giro inconveniente y naturalmente contrario á sus intereses del momento y á sus planes futuros.

A pesar de la resistencia sistemática que por parte de la corona se oponia al espíritu lentamente progresivo y reformador, la nueva doctrina importada de Francia hacia prosélitos en España entre los hombres de estudio, versados en la Enciclopedia, y cntre los políticos calculadores, que solo ven en los nuevos acontecimientos un medio seguro de satisfacer sus injustificadas ambiciones, de conseguir rápidamente su codiciado medro personal.

A los oidos del pueblo español, aletargado desde Carlos I y Felipe V en brazos de la monarquía absoluta, satisfecho de su suerte en el último reinado, llegaban abultados y elogiados unas veces, desprestigiados y escarnecidos otras, los incidentes de aquel drama pavoroso que al otro lado del Pirineo se representaba, y en el que el verdugo era el protagonista.

Pero como las ideas son como el aire, que penetra por la mas imperceptible rendija, el espíritu reformista de la revolucion francesa, si bien menos exagerado y mas debilitado por la distancia y por las trabas que el gobierno le ponia al atravesar nuestras fronteras, penetró sin embargo en la política de España, y co

menzó á germinar en las cabezas de la clase media, la mas ilustrada, la mas innovadora y la mas influyente siempre de todas las clases.

A pesar del silencio que guardó la Gaceta sobre los asuntos de Francia por espacio de tres años, de la severidad con que se prohibia la importacion de periódicos y libros franceses, de la inspeccion restrictiva sobre la enseñanza pública, y de haberse anulado algunas medidas algo espansivas y liberales del reinado anterior, la mayoría de la nacion se alarmó al contacto de las nuevas ideas, y comprendieron algunos instintivamente la necesidad de una reforma política, único modo de poner término al desasosiego, á la incertidumbre y al temor que agitaban sordamente el seno de la sociedad española, y cuyas inmediatas causas nadie comprendia ni se esplicaba.

En aquella incomprensible situacion, vacilaba la corte, calculaba la nobleza, la clase media filosofaba, el pueblo temia.

Solo una mano poderosa, un corazon sereno y una inteligencia despejada, pudieran en aquel trance supremo contener los vientos de la revolucion y conjurar la tempestad política y social que rugia sordamente en el horizonte de la península.

Ya los diputados, convocados en 1789 para la jura del príncipe de Asturias, mas previsores, mas francos y mas decididos que el gobierno, propusieron á Carlos IV se ocuparan las Cortes en proponer reformas que evitasen los males que tan de cerca amenazaban.

El conde de Floridablanca, ministro del nuevo rey, mas confiado que sagaz, con mas amor propio que energía, comprimió imprudentemente aquel deseo, haciendo uso del halago y la amenaza hasta que vió disuelta la asamblea.

El pueblo por fortuna no estaba muy contaminado. Su ignorancia, sus tradiciones religiosas y su apego á la monarquía hacíanle mirar con horror y hasta con ódio los escesos de la revolucion francesa. Sentia sus males, pero no buscaba el remedio; oia el huracan de la revolucion, pero no se dejaba arrastrar por él.

No era por cierto Carlos IV el hombre á propósito para salvar á la nacion del naufragio comun. De espíritu apocado, de carác

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