Imágenes de páginas
PDF
EPUB

selos los ricos vecinos, y obteníanse á trueque de fuertes sumas de dinero; indecoroso tráfico para el erario público, pero que lejos de envilecer los oficios concejiles dábales realce al ponerlos en manos de gente distinguida y acaudalada, la que de su posesión no reportaba, sin embargo, otras ventajas que las procedentes de la honra anexa á la investidura, y ésta imponía deberes muy complejos y responsabilidades ineludibles. El concepto que del régimen municipal se profesaba permitía á los ayuntamientos iniciar y aun tratar asuntos de la competencia del gobierno. No se agitaban, pues, en el campo estrecho de la perpetua menoría, aunque no por eso dejaban de sentir en un caso dado la tutela de la administración. Testimonio elocuente de lo expuesto es la carta que el capitán Ursúa dirigió á la Ciudad de Guatemala; es decir, á su cuerpo municipal, en marzo de 1697, para participarle que, obtenida ya por él la conquista del Petén, estaba ocupándose en hacer que se ejecutaran los trabajos necesarios para abrir el camino que había de facilitar el tráfico entre estas provincias y la de Yucatán. (*)

Ayudada del derecho de petición del que tánto usaba esa corporación popular, fué un organismo de vida, no sólo en su distrito, sino en las varias secciones del reino.

En San Salvador, San Miguel y San Vicente, en León y Granada, en Ciudad Real, Tegucigalpa, Comayagua y aun en otras poblaciones de menos valer hubo ayuntamientos. Invocó la salud pública el de Cartago en 1712, y desconoció y depuso al gobernador de la provincia, reo de imperdonables faltas.

(*) Colección de documentos antiguos del archivo del ayuntamiento de la ciudad de Guatemala, formada por su secretario don Rafael Arévalo. Edición del Museo Guatemalteco, 1857, páginas 196 y 197.

Tal era el alcance de las facultades de esos cuerpos, hijas de la necesidad á las veces.

Alianza, en mala hora forjada, del poder civil y del eclesiástico, del trono y del altar, para el sostén de su respectiva prepotencia y absoluto predominio en la sociedad, fué el tribunal del Santo Oficio, organizado también aquí y que estaba en su apogeo en el tiempo de que en este volumen se trata.

Duele recordar cómo servían sus inhumanos procedimientos para pisotear las máximas de amor y caridad, de paz y tolerancia, que el cristianismo predica y que son la base de su liberal doctrina.

No amargó á los habitantes del reino de Guatemala el espectáculo horrible de la pena del fuego aplicada á infelices procesados: el Supremo Tribunal estaba en Méjico, y á esa ciudad iban los expedientes y los reos de los llamados delitos contra la fe: no ardieron, pues, aquí las hogueras que en otras poblaciones de la América hispana derramaron su siniestro fulgor; pero en cambio los calabozos inquisitoriales fueron testigos del sufrimiento de las víctimas, y las salas del tormento resonaron repetidas veces con los ayes que á no pocos desdichados arrancaban sus implacables verdugos.

La pena de muerte, es verdad, no la decretaba el Tribunal de la Fe: vedábaselo la mansedumbre propia de su carácter eclesiástico; pero en último término era él quien la imponía, pues todos saben lo que significaba la entrega de los reos al brazo secular para que éste los castigase, por más que al hacerse tal entrega por el Santo Oficio, recomendaran encarecidamente los inquisidores la benignidad para con los encausados en quienes había recaído la sentencia llamada de relajación; esos eran los que pasaban á manos de la autoridad laica y á quienes siempre aguarda

ba la muerte, ya se les quemara vivos, ya después de habérseles dado el vil garrote.

Exentos de tan nefando poder estaban por expresas leyes los indios; y sin embargo, traspasando los límites de su jurisdicción los inquisidores de Guatemala, no tuvieron escrúpulo en proceder á las veces contra los aborigenes encarcelándolos y azotándolos.

Diríase que no anidaba la clemencia en el ánimo de jueces que no eran susceptibles de conmoverse ante el martirio de los procesados; y no obstante, no era raro ver á un fraile inquisidor visitando á un enfermo en humilde choza, prodigándole consuelos y doliéndose de sus desdichas el día mismo en que acababa de aplicar el bárbaro tormento del potro ó del agua á un infeliz cuyos alaridos no ablandaban su corazón, ni alteraban la serenidad de su semblante: dualidad extraña, amalgama informe de bien y de mal, de entrañas crueles y de bondadosos sentimientos

Ya se deja entender el sobresalto en que el Santo Oficio mantenía á los moradores del reino de Guatemala, que temblaban ante la idea de una denuncia que los condujese al helado recinto de las prisiones inquisitoriales, por más que aquí no hubiese revestido ese tribunal carácter tan horrible como el que en otras partes del Nuevo Mundo señaló su existencia.

Por lo demás, entregábanse los habitantes del país, aunque sin grande actividad, á las tareas que les daban el sustento; era crecido, sin embargo, el número de los que experimentaban los rigores de la escasez; que no fué desconocida en aquel tiempo la miseria, y sufríanla hasta familias de la alta clase social; hecho que encuentra explicación suficiente en el lánguido estado que guardaban los intereses materiales. Por un motivo ú otro las haciendas

y casas iban cayendo en manos del clero regular, y tan creciente acumulación embarazaba el reparto equitativo de la riqueza y atraía á los conventos á multitud de personas, que al buscar abrigo allí contra la desnudez y el hambre, robaban calor á la existencia económica, dejando así de sentirse en ésta la aplicación fecunda de las fuerzas industriales. Se alarmó el monarca y previno á la Audiencia que excogitara los medios más adecuados y se los propusiese, no sólo para impedir que en las comunidades monásticas continuaran concentrándose los bienes de fortuna, sino para evitar que vistiesen el sayal del fraile tántos individuos que debían ocuparse en la labranza de la tierra y en otros trabajos mecánicos.

La reglamentación de las artes y de los oficios y el régimen prohibitivo en cuanto al comercio, sistemas justamente condenados hoy y producto de las erróneas doctrinas que entonces dominaban en los pueblos europeos, ejercían acá su tiránico poder dificultando el ensanche del bienestar y de las comodidades. Era, pues, rudamente combatido el adelanto económico, y no sólo por esas causas; también el escaso vigor de la agricultura, el laboreo imperfecto de los minerales, los malos y largos caminos y la distancia inmensa entre estas provincias y España, á la vez que las hostilidades de piratas y corsarios en nuestras costas del Atlántico y aun del Pacífico, fueron otras tantas rémoras al desarrollo de la riqueza pública.

Era tan sencilla como caritativa la gente en general, pero muy propensa á creer en duendes y sortilegios; tenía fe en supuestas revelaciones, y no ponía en duda lo que malignamente afirmaban hombres y mujeres que decían tener pláticas con Dios; y de tan lamentable debilidad participaban hasta personas instruídas. Desagradables resultados trajo en 1718 á la ciudad capital el crédito con

que se acogieron los absurdos vaticinios de catástrofes que hizo una atrevida beata: prueba evidente del fácil asenso que á tan ridículos oráculos dábase por desgracia. Las buenas costumbres extendíanse en ancho campo; sólo en la plebe de las principales ciudades se notaban dañados instintos, especialmente bajo el influjo de las bebidas alcohólicas, á las que era muy aficionada; y en algunas poblaciones de Costa Rica y otras provincias encontraron un portillo abierto los hábitos contrarios á la sana moral, fomentados por la miseria la miseria y la ignorancia.

No imperaba entre nuestros mayores la sed de lucro y de boato que hoy aguijonea á la sociedad; eran en todo parcos y modestos. Las prácticas religiosas figuraban entre sus principales deberes, y el fanatismo, origen de tántos males, hacía sentir su incontrastable omnipotencia. Grande era el ascendiente del clero, y si no faltaban diocesanos y párrocos empeñados en enriquecerse á todo trance, ó dados á usurpar los derechos de la potestad civil, no era corto el número de los que en todos sentidos observaban conducta intachable; clérigos seculares y regulares hubo que, obedeciendo á evangélicas máximas, encargáronse de proteger á los aborigenes y de restablecer paz alterada en el seno de las familias.

la

En gran respeto eran tenidas la autoridad paterna y la materna, y los hijos, aun casados y emancipados, mostrábanse siempre afectuosos y dóciles con los autores de sus días. El torpe egoísmo no se enseñoreaba fácilmente de los ánimos, porque los nobles sentimientos del corazón irradiaban con amplitud, derramando el bálsamo de la dicha en la existencia social.

Distinguíase la justicia criminal por el cruel espíritu que la caracterizaba en España, en Francia y en las demás naciones del Viejo Mundo; tristes espectáculos de casti

« AnteriorContinuar »