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de Toledo por su gran dignidad personaje de mucha influencia, y aunque no sobrado en talento é instrucción, constante en lo que se proponía hasta haberlo alcanzado, altanero, ambicioso, dado á intrigas y hábil y diestro en urdir tramas cortesanas. Fué Portocarrero uno de los más grandes elementos que tuvo la causa francesa, ya que por su influencia sobre el rey era quizás el único que podía contrabalancear con éxito la que sobre el mismo infeliz Carlos II tenía la reina esposa. Dícese que se apartó de la parcialidad austriaca movido á celos por el engrandecimiento y preponderancia del almirante de Castilla; pero sospechan las historias que mucho pudo contribuir á su determinación el oro francés, pródiga y acertadamente derramado por el de Har

court.

Interin era un vasto campo de intrigas la corte de Carlos II, cuya vida parecía prolongarse sólo para que se ocupara de su muerte, los gobiernos extranjeros, temiendo que falleciese de un momento á otro el agonizante monarca, y queriendo impedir los males que podrían traer consigo una desastrosa guerra de sucesión á la Corona española, ó el desequilibrio europeo, por ceñir una misma frente la Corona de España y la del imperio ó la de Francia, pactaron una avenencia á costa de la monarquía española, repartiéndola entre los aspirantes que á ella pretendían tener más ó menos derecho. A este fin, pues, celebráronse conferencias en la Haya por parte de los representantes de Francia, Inglaterra y las Provincias Unidas, y á 11 de Octubre de 1698 se firmó un tratado, según el cual, luego de haber fallecido Carlos II, quedarían del príncipe electoral de Baviera, la España con sus Indias, los Países Bajos y la Cerdeña; del delfín de Francia, los reinos de Nápoles y Sicilia, los puertos de la costa de Toscana, el marquesado de Final y la provincia de Guipúzcoa, y

del archiduque Carlos, hijo segundo del emperador Leopoldo, el ducado de Milán.

Habiendo así dispuesto de la suerte de una parte dè la Europa y de la mitad de América por este indigno tratado, en que todo estaba previsto menos la voluntad de las naciones y pueblos de que se disponía tan desfachadamente, Luis XIV y su hijo el delfín prometieron renunciar á la sucesión entera de España. Sin embargo, un grito de indignación se levantó contra los repartidores de una hacienda que no era suya. El emperador Leopoldo, con quien tan escasos anduvieron en la repartición, manifestó su disgusto, y Carlos II, indignado por aquel reparto infame de la nación española, viviendo él y sin ser ella consultada ni aun por conducto de su gobierno, extendió su testamento declarando en él, por consejo del conde de Oropesa y de otros que fueron para el caso consultados, heredero de todos sus reinos, sin desmembrar de ellos parte alguna, al hijo del elector de Baviera, José Fernando Leopoldo.

A la noticia de esto, el rey de Francia protestó contra lo que él llamaba desconocer sus derechos, y esta protesta, en forma de manifiesto, la mandó publicar y esparcir en gran número de ejemplares por todas las provincias de España el duque Harcourt. La disposición testamentaria del monarca español había de quedar, empero, sin resultado por una voluntad más fuerte que la de los más poderosos de la tierra. Acababa apenas de ser conocido el testamento del rey, cuando falleció el joven príncipe de Baviera á 6 de Febrero de 1699, no sin que circulara el rumor de haber muerto envenenado, achacándose el crimen al emperador de Austria como si hubiese sido el único interesado en hacer desaparecer al príncipe bávaro.

De todos modos, este repentino fallecimiento desvaneció por el pronto las halagüeñas esperanzas de paz

que pudieran haberse concebido, y volvieron á encontrarse cara á cara, y solas aquella vez en el palenque, las casas de Austria y de Borbón. El presidente del consejo real, conde de Oropesa, se puso entonces de parte del Austria, uniéndose á la reina, al almirante de Castilla, que tenía fama de hábil político, y á los demás defensores de aquella causa. La parcialidad francesa contaba á su frente al cardenal Portocarrero, á D. Francisco Ronquillo, corregidor de Madrid, y á D. Antonio de Ubilla, secretario de Estado. La intriga iba á ser el arma de ambos bandos, sin perjuicio de apelar á la fuerza, cuando por medio de la primera no se consiguiesen los resultados apetecidos.

Y mientras tanto, nadie pensaba en consultar la voluntad de aquella nación cuyo dominio se disputaba 1.

1 Las obras que principalmente se han tenido à la vista para los últimos acontecimientos del reinado de Carlos II, son: Tablas cronológicas, de Sabau y Blanco; las Memorias de los Borbones en España, por W. Coxe, traducción francesa de A. Muriel, reconocida como superior al original; la Historia de España, por Lafuente; los Anales de España, por Ortiz de la Vega; la Historia de España, redactada por Alcalá Galiano sobre la de Dunham; la Historia de Luis XIV, por Voltaire; la España moderna, por Marliani; los Comentarios, del marqués de San Felipe; la Ezpaña hasta el advenimiento de los Borbones, por Weiss, etc

CAPÍTULO II.

Prosiguen las intrigas en la corte.-Sube al poder el cardenal Portocarrero. Segundo tratado de partición de la monarquía. - Nuevas intrigas. Manifiesto del embajador francés.—Instancias al rey para que elija sucesor.-El rey consulta al Papa.-Contestación del Papa. -Pide dictamen el rey al Consejo de Estado.-Testamento en favor del duque de Anjou.-Comunicación de Harcourt á Francia.-Vacilaciones del rey.-Muerte del rey.-Lectura del testamento.-Opinión de algunos historiadores.

(1700.)

No es éste lugar á propósito para detallar la indigna y repugnante farsa que se representó con motivo del supuesto hechizo del rey. Llenas están de ella por desgracia las páginas de las historias, y sabidas de todos la interesada hipocresía ó el servil fanatismo de los altos personajes que en aquella deplorable comedia tomaron parte.

A consecuencia de un motín que estalló en la corte con motivo de la carestía del pan, promovido, según algunos creen, por los partidarios de la casa de Borbón, cayó del poder el conde de Oropesa, siendo reemplazado por el cardenal Portocarrero. Todos los amigos y hechuras de éste ocuparon en seguida puestos importantes, llenos de esperanza ante la fortuna, que decididamente parecía inclinarse aquella vez á favor suyo, pues ya no se puso en duda que el cardenal Portocarrero, ministro de Carlos II, acabaría por hacerse dueño de la voluntad de este débil monarca, dominado alternativamente por su madre, por su mujer, por su confesor y por sus ministros.

TOMO XVI

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En tanto Luis XIV, siempre desconfiado, hacía que su diplomacia no se durmiese, y valiéndose de su política, como de una arma de dos filos, concertaba por otra parte el medio de no perderlo todo si á última hora los asuntos se ponían para él de mala data en la corte de España. Gracias á sus gestiones, los ingleses y holandeses convinieron en un segundo tratado de partición de la monarquía española, que se firmó en Marzo de 1700, y según el cual España, los Países Bajos y las Indias se concedían al archiduque Carlos; el Milanesado y el ducado de Luxemburgo al elector de Baviera; y al delfín de Francia, previa renuncia de sus derechos, Nápoles, la Sicilia, los puertos de la Toscana, las islas contiguas, el marquesado de Final, los ducados de Bar y de Lorena, el condado de Chinay, la provincia de Guipúzcoa, las ciudades de Fuenterrabía y San Sebastián y el puerto de Pasajes. Era tan ventajoso este tratado para la Francia, que bien puede decirse que Luis XIV supo adjudicarse la parte del león.

Cuando la noticia de esta partición fué conocida en la corte de Madrid, el rey se irritó de tal manera que estuvo á pique de sucumbir á su dolor, y se cuenta que la reina, en un arrebato de cólera, rompió los muebles de su gabinete, y en particular los espejos y otros adornos que eran procedentes de Francia. «Sin embargo, ha dicho Voltaire en su Siglo de Luis XIV, todas esas particiones imaginarias, esas intrigas y esos arrebatos no eran otra cosa que interés personal: la nación española no era contada para nada, no se consultaba, no se la preguntaba qué rey quería. Se propuso convocar las Cortes; pero Carlos II se estremecía á este solo nombre. »

Portocarrero, que había tenido cuidado de rodear de hechuras suyas al monarca, pudo creer por un momento que éste se le escapaba. Carlos II, por efecto de su carácter tétrico y supersticioso, quiso visitar un día

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