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peligro, la coyuntura favorable en su concepto de reformar abusos envejecidos y dar mayor holgura y libertad á la nación. Pero à vueltas de su buen deseo depositaron en un campo, harto fértil por desgracia, negras y venenosas semillas que habían de crecer gigantes y amenazadoras en el porvenir. Hubo sí, lealtad, hubo energía y decisión, fué un espectáculo grande y magnífico el del entusiasmo nacional que se encimó muchas veces hasta rayar en lo más alto del heroismo y de la gloria, y que descendió otras hasta frisar con lo más repugnante de la ferocidad y la barbarie; pero si en todo esto se revela el carácter de un gran pueblo con sus virtudes y defectos, no es lícito negar que semejantes acontecimientos pocas veces se realizan sin arrojar á las sociedades fuera del cauce tranquilo y secular de sus instituciones tradicionales, y sin lanzarlas á vías nuevas preñadas de violencia y de peligros. No acusamos nosotros á los hombres, que fueron cuando más imprevisores en esta primera época; lamentámonos de la situación, que siendo entonces imperiosa y aun laudable, había de traer tan amargo y duro reato en pos de sí.

Aquellos fueron también tiempos de prueba para las personas de valía en nuestra España. Los hombres de instrucción empapados todos, más ó menos, en las doctrinas que comenzando por agitar los ánimos en la anterior centuria, acabaron por conmover el mundo en la presente, se dividieron en opuestos bandos, prometiéndose los unos para su patria grandes beneficios de la invasión francesa, y rechazándola los otros como una usurpación escandalosa y criminal. Fué más noble y más universalmente seguida la conducta de estos últimos: la legitimidad y la justicia embellecen todas las causas y vale mas gemir en la adversa fortuna sosteniéndolas, que

holgarse, renegando de ellas, en la próspera: fuera de que la legitimidad y la justicia, como únicos cimientos sólidos en que puede fundarse la existencia de las sociedades, fructifican y triunfan á la larga.

También pensaba como nosotros D. Narciso Heredia. Aunque ofendido y lastimado en el pundonor y buen nombre de la persona más respetable de su familia, aunque personalmente desdeñado por el gobierno de Cadiz, permaneció fiel á sus deberes y no dió á su resentimiento ni el desahogo apacible de la queja.

Pasó un largo plazo entregado al cultivo de sus haciendas y consumiendo años preciosos de su juventud en ocios y tareas ajenas de honrosas ambiciones, noble acicate de ánimos claros y elevados. Y no porque le faltasen peligros de que retraerse, y estímulos que le empujasen hacia el mal. Hallándose en la Pizarra, su residencia ordinaria, se vió en el fuerte compromiso de aparecer de súbito una mañana en aquel punto el hermano de Napoleón, ya rey de España, que transitaba con toda su corte desde Ronda á Málaga. A fin de no ser visto hubo de refugiarse á una cueva de la Sierra donde permaneció oculto algunos días, apoderándose los de la comitiva al pie de ella del caballo en que logró escapar precipitadamente.

Por más esmero que puso en esconderse, llegó á noticia de los franceses el lugar de su retraimiento, y dieron órdenes para que de grado ó por fuerza se le llevase á servir á la corte de José I. Afortunadamente pudo precaver este golpe de que le dió aviso anticipado su esposa, escribiendo á D. Miguel Azanza ministro del nuevo rey, antiguo amigo suyo y de toda su familia. Prometióle este que si pasaba á Granada donde le hablaría confidencialmente, vería de obtenerle un seguro para

que no fuese vejado ni por las tropas francesas, ni por la severa policía creada en aquellos tiempos. De caso pensado retardó su viaje hasta la salida de la Corte, y entonces el general que mandaba las armas, el comisario regio y el de policía pusieron en juego cuantos medios puede inventar una cruel sagacidad a fin de comprometerle á tomar puesto entre sus parciales y á pasar á Madrid con alguna de las escoltas que por la inseguridad de los caminos sembrados de atrevidos y bizarros guerrilleros, salían cada mes en esta dirección. Como por vía de apremio se decretó la confiscación de sus bienes, se le prohibió salir de Granada sino para Madrid y con fuerza militar, se le espió día y noche, y se mandó detener toda su correspondencia.

No iban en zaga, por otra parte, las ofertas á las vejaciones, si bien era más facil despreciar aquellas que conllevar estas. Entre tanto, después de varias tentativas malogradas, consiguió que llegasen al Sr. Bardají, Ministro de Estado en Cadiz, las palabras siguientes: «Pa>>dezco la más terrible opresión pero me conservaré siem»pre fiel al honor. Se me han hecho partidos que no he >> aceptado, ni aceptaré, y busco todos los medios de eva>>dirme. Creo que nos veremos en Agosto. Deseo saber >> si puedo contar ahí con algo. Cuide Vd. de que mi pa>>dre y mi cuñado sean puestos en libertad donde están injustamente detenidos, pues tengo veinte personas á »mi cargo que embarazan mi fuga.» Por tres conductos remitió estas palabras; escritas una de las veces con agrio de limón entre los renglones de una cuenta de trigo para que se pudiesen leer en la Isla calentándolas al fuego. No recibió contestación alguna.

En Octubre de 1810 pudo conseguir á duras penas el permiso de pasar á Málaga, so pretexto de que iba á

reunir dinero para encaminarse á Madrid. Desde aquella ciudad dirigió sin mejor suerte nuevas cartas al Ministro Bardají por medio del consul americano y de otros conductos igualmente seguros, hasta que D. Antonio Burgos, vecino de Málaga, le trajo una respuesta verbal reducida á aconsejarle que permaneciera en su casa y no se expusiera yendo á Cadiz donde no tenía arbitrio para hacerle justicia, ni para restituirle su empleo en vista de las nuevas formalidades introducidas por las Cortes respecto de los que habían permanecido algún tiempo en país ocupado por el enemigo. Añadia también que se había interceptado una carta de D. Miguel de Azanza, de la cual se inferia la amistad de Heredia con aquel Ministro y aparecía como si hubiese solicitado algo de él, y finalmente le anunciaba muchos disgustos y desazones si pasaba á Cadiz en un tiempo en que se desatendía á los empleados, con especialidad á los antiguos, y aun, á su misma persona. La interceptación de la carta de Azanza se concibe facilmente después de lo que llevamos dicho. Y era por lo demás cierto que los de Cadiz trataban de oscurecer y perseguian á los empleados que venían siéndolo desde el reinado de Carlos IV, ó porque disfrutaban ellos sus destinos, ó porque los conceptuaban poco á propósito para el nuevo sistema de gobierno inaugurado entonces. Todos estos obstáculos y la crítica posición en que se hallaba llegaron á sugerir pasajeramente al enojo de Heredia la idea de refugiarse en los Estados-Unidos, pais neutral, a cuyo fin comenzó tratos con D. Guillermo Kirkpatrik, su cónsul en Málaga, sobre permuta de una de sus propieda des con otra de éste en América, decidido á emigrar si persistían los franceses en allegarle á su parcialidad. Fuéles afortunadamente contraria la suerte de las armas,

y hubieron de evacuar la provincia de Málaga en Setiembre de 1812, merced al valor é infatigable constancia de los españoles y á las desgracias que la venganza de los pueblos antes humillados comenzaba á desplomar sobre ellos en todos los ámbitos de Europa. Entonces pudo solicitar más cómodamente del Gobierno reparaciones que fueron eludidas de una manera ambigua y evasiva. (1)

Pero muerta dos años después de mano airada la Constitución de 1812 que se había formado durante la ausencia del Monarca, aunque sin oposición expresa y ostensible de su parte; publicado el rígido Decreto de Valencia, muestra notable de ingratitud y de desvío, encausados y perseguidos los diputados de las Cortes, hecho polvo el edificio constitucional erigido en fuerza de tantos afanes y entusiasmo, natural era que los hombres de categoría como el Sr. Heredia, que de un lado no habían cedido á los halagos de la usurpación extranjera, y de otro se habían visto repelidos por el Gobierno de Cadiz, fuesen aceptos á los allegados del Rey que dejaba atrás la cómoda prisión de Valencey, sediento de mando y celoso de los nuevos y desconocidos poderes que propendían á alzarse al nivel del trono dentro de su reino.

De aquí que se oyeron benévolamente sus reclamaciones por la Comisión encargada de clasificar á los dependientes del Ministerio de Estado, la cual le consideró como un benemérito empleado, cuyo talento, luces y versación en las nobles é interesantes materias diplomá

(1) Endulzaron algún tanto los vecinos de Málaga un desaire tan marcado nombrándole elector para la Diputación de Cortes, cuyo encargo se daba entonces á los hombres de mayor estimación y á las personas exentas y puras de la más leve sospecha.

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