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habían traido al continente los ingleses. Por un efecto de la injusta desconfianza establecida como sistema respecto de la Francia así en las personas, como en las cosas, se había reclamado la salida da sus tropas precisamente cuando el estado político de Portugal debia contribuir á solicitar su permanencia, siempre que no se abrigase algún pensamiento oculto de inquietar á aquel reino, luego que toda la Peninsula estuviese vacía de tropas extranjeras. Tales eran los capítulos de agravios de parte del gobierno francés.

También el español alegaba los suyos y eran los siguientes: al mismo tiempo que se cooperaba por medio de una intervención armada al restablecimiento del gobierno real en 1823, se practicaban actos, se publicaban documentos auténticos, y aun se recibían cartas del monarca francés que propendían á fomentar la idea de un gobierno representativo, más o menos lato en la Peninsula; esta conducta varia y contradictoria que se observó igualmente en los agentes y jefes franceses en España, alimentando las esperanzas é ilusiones de unos y las desconfianzas y rencores de otros, contribuyó á mantener vivos é inextinguibles en los ánimos la división y el odio. El monarca y el gobierno español habían recibido consejos y amonestaciones de la Francia dados unas veces con dulzura y otras con acrimonia; pero no siempre se quiso entrar en el examen de si eran ó no practicables en las circunstancias del país. Cuando se estableció en Portugal la constitución democrática otorgada por D. Pedro, constitución que llevaba en su seno un germen de peligros é inquietudes para la dominación española, la Francia, y en parte los demás aliados, fijos únicamente en la material circunstancia de su procedencia, no solo toleraron la intervención inglesa en Portu

gal, autorizando la existencia de cuatro naciones armadas dentro de la Península, sino que censuraron amargamente y de público la conducta del gobierno español, sin examinar á fondo la exactitud de los hechos que se le imputaban. Fueron consecuencias inmediatas de esta conducta que la Francia dió una sanción de derecho á los actos de la Inglaterra y declaró solemnemente que había llegado para la última el casus fœderis, queriendo como protestar de esta manera, cuando no era necesario, de que no había intervenido en los acontecimientos de la frontera española, ni los apoyaría por su parte. Ultimamente, la retirada precipitada del embajador de Moustier, la de la brigada suiza, el duro recibimento que se hizo al embajador español por aquellos días en la Corte pública de Francia, con otros actos de trascendencia menos grave, eran otros tantos agravios inferidos á la España.

Asistíales razón á unos y á otros en sus quejas reciprocas nacidas espontáneamente de planes y deseos contrapuestos. El monarca español había apetecido como auxilio la intervención armada de la Francia; pero obtenido el triunfo llana y facilmente, el espectáculo de las bayonetas francesas en su reino y la ocupación de varias plazas fuertes, le causaban disgusto y aversión; la eterna pesadilla, el primer deseo de Fernando VII era el alejamiento de sus propios aliados, de quienes temía y recelaba lo que ya no podía temer y recelar de sus enemigos interiores. El gobierno francés, por el contrario, al prestar su nombre y sus armas à la reacción de 1823, se había lisonjeado de dirigirla, de moderarla, de ponerla límites y coto á su grado y voluntad; el desengaño fué harto duro y harto pronto para que no le hiciese mirar con disgusto el fruto raquítico y amargo de sus obras.

En tal situación, solo á un motivo comunmente grave y poderoso le era dado eslabonar la cadena diplomática quebrantada por tales disidencias; este motivo fué y debió ser la presencia del uniforme británico dentro de la Península, mirada á la vez de reojo por españoles y franceses. Y como la permanencia dilatada de estos últimos en España, después de hecha y consumada la restauración, había sido el verdadero motivo que decidió á los ingleses á llevar á Portugal sus armas, era harto difícil que nadie comenzase á ceder, que nadie diese principio á abandonar el campo.

Sin embargo, esta cuestión tenía un lado favorable y fué el que aprovechó é hizo valer Ofalia con gran sagacidad así en París como en Londres. Los franceses deseaban ardientemente por sí y por las potencias del Norte que los ingleses evacuaran la península: éstos no apetecían menos el alejamiento definitivo y total de las armas francesas, que parecían haber ocupado como de asiento algunas plazas fuertes; no podían ver sin pesar y sin envidia que puertos tan importantes en ambos mares como Barcelona y Cadiz estuviesen en otras manos que las nuestras. El monarca español y su gobierno igualaban y confundían á ingleses y á franceses en su deseo de verse libres de inquietudes y recelos. Ofalia, pues, abultando á los ojos de cada nación extraña los planes y ambiciones de la otra, explotando sus mutuos recelos, aprovechando sus temores recíprocos, propuso como más hacedera, como más decorosa, como más conciliadora la simultaneidad de la evacuación por parte de Francia é Inglaterra y por parte de España la disolución simultánea también del ejército de la frontera. Algunas dificultades opuso por de pronto el gobierno francés á este principio, mientras Canning le acogió con

gusto, lisonjeado al ver que los españoles mismos solicitaban emanciparse de su aliada del otro lado de los Pirineos. Los propósitos de nuestro negociador, madurados por su habilidad y su constancia, se hubieran cumplido con mucha anticipación de no haberse complicado grandemente los sucesos de Portugal con el proceder torcido del infante D. Miguel, cuando después de posesionarse del gobierno de aquel reino, faltó á sus promesas más solemnes.

Esta conducta del infante que provocó el levantamiento de Oporto y la guerra civil de Portugal, dió otro sesgo á la cuestión, y retardó, aunque sin inutilizarlos del todo, los afanes y trabajos de nuestro diplomático.

Por lo demás su proceder durante los cuatro años que desempenó la embajada de París fué tan prudente como hábil y le valió la estimación de todo el cuerpo diplomático y una reputación brillante de capacidad y buenas prendas.

La situación del embajador de España cómoda y holgada en los primeros meses, trocóse con la revolución de Julio en espinosa y difícil por extremo. La rama primogénita de los Borbones socabada en sus hondas raíces por las tempestades políticas que la hicieron más de una vez blanco de su furia desde fines del pasado siglo, había perdido en solos tres días el primer trono de Europa, recogiendo la herencia de Carlos X, vivo todavía, la casa hoy reinante de Orleans. Perpleja y recelosa anduvo casi toda la diplomacia europea en aquellas circunstancias, pero eran delicadas y resbaladizas sobre todo para un representante del rey de España, aliado por interés y política con el ilustre proscripto, é íntimo allegado suyo como jefe de la casa de Borbón. de la rama primogénita.

y

Obvió sin embargo las dificultades, amenguó las distancias que alejaban á gobiernos tan opuestos, y llegó á ser en utilidad de su patria tan acepto y bien quisto á Luis Felipe, como lo había sido al mismo Carlos X.

Es notable que seis meses antes de la revolución de Julio, prevenido Ofalia de que informase sobre la si tuación política de Francia mirada ya con alguna in. quietud en nuestra corte, y habiéndosele pedido consejo al mismo tiempo acarca del régimen interior y público, contestó en un largo y razonado escrito, que hace grande honor á su claro talento, en el cual dejaba entrever ya aquella catástrofe si el gobierno francés seguía por el rumbo que le llevaba al precipicio: en cuanto á su propio gobierno insistía con ahinco en que concediera la amnistía general y afirmase el régimen existente en bases más sólidas é ilustradas que las seguidas hasta entonces, con otras prevenciones igualmente juiciosas. Grande sensación produjo esta comunicación en el ánimo, no siempre docil, del Monarca, quien mandó que circulara por todos los ministerios, á fin de proceder como en ella se decía. Diósele al Conde con este motivo una de las contestaciones más lisonjeras y honoríficas que caben entre los reyes y los súbditos; pero desgraciadamente después de tantas demostraciones de aprecio encarecido nada se hizo de cuanto nuestro Embajador en París había aconsejado.

El escollo más grave que ofrecía la embajada de Paris era la vigilancia de una gran parte de nuestros emigrados que soliviantados con la esperanza de trocar de suerte, empujados también por el amor al país originario que nunca se debilita ni se borra, fraguaban, sin contar su número, galanas empresas y quiméricos proyectos.

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