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peso de la fruta y á corral de comedias, donde eran aplaudidos los ingenios precursores de Lope de Vega.

Domina este reducido emporio el grandioso alcázar desde otro segundo cerro, cobijando con su sombra el barrio denominado del rey desde los tiempos de Alfonso VI; y á sus espaldas se levanta otro más inmediato al río, llamado espinar del can por su figura, cuya cima ocupa San Miguel el alto, su falda San Justo, y su raíz San Lorenzo, surcado todo él por agrias cuestas y cubierto de manzanas irregulares, en su mayor parte ruinosas. Quietud solemne reina en las mansiones clericales al rededor de la catedral, que se extiende hacia el interior de la ciudad en espaciosa meseta; quietud que degenera en soledad melancólica al recorrer los distritos abandonados de San Bartolomé y San Antolín, y al descender hacia el río por bajo de la yerma altura donde descuella la parroquia de San Andrés. Miserables chozas y ruinas cubren sólo hacia el mediodia las márgenes del Tajo, presididas por la decrépita torre de San Lucas y más adelante por las de San Sebastián y San Cipriano, que apenas cuentan ya feligreses; y por cima de sus techos se prolonga el enhiesto ribazo de Montichel (monticellum), tan ameno por sus despejadas vistas como mal reputado por su insalubridad en otro tiempo (1). Desde la frecuentada plazuela de San Salvador dilátase el montuoso barrio hasta la bajada de San Juan de los Reyes, abarcando en su recinto la que fué judería; y la parroquia de Santo Tomé, en medio de él plantada, ha absorbido las de San Cristóbal y San Torcuato, cuya vecindad no ofrece ya sino montones de escombros ó una explanada convertida en paseo.

Ocupa casi el centro y la cúspide de Toledo la arabesca torre de San Román en lo más alto de una colina, cuyas vertientes pueblan los distritos parroquiales de San Ginés, San Vicente

(1) En antiguas escrituras, cuando uno se obligaba á dar á otro alguna casa ó solar, se ponía la cláusula que no fuese en Montichel; tan desacreditado estaba aquel barrio por la aspereza de su terreno y sus aires malignos.

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y San Juan Bautista, mostrando todavía en su aspecto la índole aristocrática de sus antiguos moradores. Las nobles casas solariegas, trocadas muchas en conventos en el siglo XVI, y abandonadas al presente las restantes, se apiñan hacia la cumbre en estrechas y sombrías callejuelas: sólo un hueco aparece entre aquellos adustos paredones, acusando no el rigor del tiempo sino el de la ley; y sobre tantos recuerdos de ilustres hazañas y crueles banderías, se eleva en el área de su demolida mansión la memoria de Juan de Padilla, no ya cargada de vengativo oprobio, ni tampoco objeto de apasionado culto, sino bella por su denuedo, interesante por su desventura (1). Desde aquel punto bajan en continuado declive los barrios occidentales de Santa Leocadia, Santa Eulalia y San Martín, silenciosos por su multitud de conventos y baldíos caserones, y casi del todo despoblados en las eriales cercanías de San Juan de los Reyes hasta la puerta del Cambrón.

Y al descansar de tan fatigosa correría en los poyos de Zocodover, es imposible resistir á las emociones que excita la celebridad de aquel sitio más bien que su irregular y común aspecto, y no abstraer la fantasía de sus modestos soportales y corridos balcones, harto recientes para antigualla, harto viejos para el moderno gusto y simetría. Su arábigo nombre mercado de las bestias evoca el recuerdo de los muelles y opulentos pobladores que ocho siglos atrás se lo impusieron: más adelante, en su abigarrada concurrencia distinguíanse capellinas y turbantes, sobrevestes y albornoces, representadas las artes y la cultura de

(1) Merece elogio por su moderación y sensatez la inscripción últimamente puesta allí sobre una columna en lugar del padrón antiguo, rindiendo á Padilla el debido homenaje sin ultrajar á sus también ilustres adversarios. «Aquí estuvieron, dice, las casas de Juan de Padilla, regidor que fué de esta ciudad, á cuya buena memoria dedican esta inscripción sus conciudadanos.» Según Pisa, la sentencia no se llevó á cabo con todo rigor, pues «atento que su padre era vivo al tiempo del delito y que Juan de Padilla no había heredado, por pleito sacaron los herederos de su hermano que las casas se reedificasen y el padron se mudase á otra parte, que fué á la entrada de la puente de San Martin.»

entonces en el grave y sumiso musulmán, el tráfico en el judío de ávida marada y humilde continente, en el mozárabe la autoridad de la tradición, en el castellano el poder de la conquista, en los allegadizos de todas naciones el espíritu aventurero. De esta mezcla de razas y lenguajes fundióse en Zocodover, mejor que en ningún otro punto, un solo idioma y un solo pueblo; pero cuando esta unidad llegó á su sazón en el siglo xvi echando de sí los elementos mal ligados, nada perdió aún la famosa plaza de su animación ni de la variedad de sus escenas. En su habitual bullicio, y especialmente en el mercado franco de los martes de que por merced de Enrique IV disfrutaba, estudiaron Cervantes y Mendoza, Lope y Quevedo, las populares costumbres, los agudos chistes, los picarescos lances que tan hábilmente trasladaron á sus obras. Pero cesaba de pronto la confusión y gritería, y todos, vendedores y concurrentes, volvían los ojos y doblaban la rodilla ante el santo sacrificio celebrado en alto en aquella capilla de la Sangre, que aún existe sobre el arco de herradura abierto en medio de su lienzo oriental; y la religión, saliendo al encuentro de la fiel muchedumbre en las mismas plazas, no temía los escándalos y profanaciones que después la han perseguido hasta dentro de los templos. Un cadalso de piedra plantado en el centro de Zocodover turbaba con su amenaza siniestra el franco alborozo y movimiento popular; mas la ciudad consiguió librarse de su presencia importuna, obligándose á reponerlo cada vez que amaneciera el día de los suplicios, que era en verdad con sobrada frecuencia. Los juegos de cañas y los autos de fe, aquellos con su galante, estos con su lúgubre y terrible pompa, servían de espectáculos extraordinarios para los cuales se alquilaban los balcones, y que descollaban en los anales de Zocodover cual épocas solemnes recordadas por los ancianos largo tiempo.

Una cuesta separa únicamente del antiguo mercado el regio alcázar que lo domina, así como las vicisitudes de la historia política presiden á la formación de las costumbres y al desarrollo

civil de un pueblo. No siempre sin embargo ocupó tan eminente altura la mansión de los señores de Toledo: cuando lo eran á la vez del imperio godo los sucesores de Leovigildo, habitaban al extremo opuesto de la plaza en la misma pendiente hacia el río; y con el apoyo de tradiciones é indicios más o menos seguros, ó se envanecen de haber sido residencias reales simultánea ó sucesivamente las ruinas de San Agustín, las alturas de San Cristóbal, el monasterio de San Clemente, el palacio de los condes de Cedillo y otros edificios, cuyas pretensiones son todas conciliables, si se atiende á las distintas razas y rivales dinastías que asentaron allí su corte. Pero Alfonso el Conquistador escogió para su palacio-castillo aquel sitio virgen y culminante como emblema de un poder enteramente nuevo; y el toledano capitolio, misteriosa prenda de la estabilidad de su obra, engrandecido, transformado, renacido de entre las llamas, ya va para ocho siglos que subsiste á par del trono de Castilla. Fortaleciéronlo más y más en el siglo XII los dos Alfonsos; ensancháronlo en el XIII Fernando el Santo y Alfonso el Sabio su hijo con magníficos aumentos; embelleciéronlo en el xv D. Álvaro de Luna y los reyes Católicos, haciendo labrar ricamente dos salones; dióle nuevo sér y uniforme y grandioso plan Carlos I, respetando sin embargo las obras de sus antecesores; conserváronlo con esmero sus descendientes, bien que vacío é inhabitado (1). La guerra de Sucesión lo envolvió en sus estragos, y los aliados del pretendiente austriaco, ingleses y portugueses, lo abrasaron en 1710 con envidioso despecho antes de abandonarlo; y aunque reparó su destruído interior Carlos III, y la industria reanimó por algún tiempo al abatido alcázar convirtiéndolo en fábrica de sederías, segunda vez temió perecer á principios de este siglo en las llamas prendidas por los feroces galos, que vengaban en

(1) Bajo la dinastía austriaca, el alcázar de Toledo y su ingenio, ó máquina hidráulica de Juanelo, para su conservación y paga de salarios tenían asignado un millón y 118,000 maravedises; y fué dada su alcaidía al cardenal duque de Lerma.

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