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los vencidos sus iglesias, sus leyes, sus propiedades, menos las armas y caballos. Llega mientras tanto el envidioso y altivo Muza, y creyendo sustraídos á su codicia los más ricos tesoros por los prelados fugitivos, levanta cruces y patíbulos, y entrega las más nobles cabezas á Ja cuchilla del verdugo (1). Con sus palacios y su fortaleza la corte de los godos asombra todavía á los opulentos conquistadores de la Siria y del Egipto, y sus inmensas preciosidades cual ominosos presentes siembran entre ellos la ambición y la suspicacia: así el pié sustraído á la célebre mesa de jacinto verde sirve á Muza de pretexto para ultrajar y prender á Taric, su teniente y competidor, y de testimonio á éste para vindicar su gloria y su inocencia ante el soberano (2);

de España y la opresión en que gemían estos influyó no poco en el triunfo de las armas sarracenas, y su rivalidad con los árabes del Asia introdujo serias discordias y tumultos entre los conquistadores. Por esta antigua mezcla se explica la identidad de muchos nombres musulmanes con los hebreos, como Isac, Yacub, Yucef, Ibrahim (Abraham), Muza (Moisés), Haroum (Aarón), Ayub (Job), Suleymán (Salomón), etc.

(1) Así lo refieren las historias árabes, y con ellas conviene el Pacense hablando de las atrocidades de Muza: Civitates decoras igne concremando præcipitat, seniores et potentes sæculi cruci adjudicat, juvenes atque lactentes pugionibus trucidat. Mas no dice que el obispo fugitivo fuese Sinderedo, de quien afirma que ya antes se había retirado á Roma como pastor tímido y mercenario, sino el famoso Opas, de cuya apostasía y traición en tal caso debería dudarse, puesto que huía de los sarracenos. Las palabras del Pacense son terminantes, y extrañamos que no hayan llamado más la atención de los historiadores: Toletum urbem regiam usque irrumpendo, adjacentes regiones pace fraudifica male diverberans (Muza), nonnulos seniores nobiles viros, qui ulcumque remanserant, per Oppam filium Egicæ regis à Toleto fugam arripientem, gladio patibuli jugulat, et per ejus occasionem cunctos ense detruncat. Otros muchos nobles se llevó Muza cautivos, « ordenando, dice Conde, que partiesen con él á Siria cuatrocientos varones de familias regias godas que tenía en rehenes, que llevaban sobre sus cabezas diademas de oro y cintos también de oro ceñidos.»>

(2) Es tan desconocida en nuestras historias como nombrada en los árabes esta mesa de esmeralda ó de jacinto, que llaman de Suleymán ó Salomón, sin decirnos más acerca de su uso y procedencia. Algunos pretenden haber sido hallada en una pequeña ciudad tras de la sierra, que por esto se llamó Medina Almeyda (ciudad de la mesa); otros aseguran que no fue sino en Toledo donde se encontró, y que allí reconvino Muza á Taric, y hasta añaden que le mandó azotar. Más tarde, pareciendo los dos ante el califa en Damasco y disputándose el hallazgo de aquella joya, sacó Taric el pié que faltaba y que no había podido ser sustituído, y así convenció de impostura á su rival.

Sobre el casamiento de Abdelasis con Egilona y su tentativa de hacerse rey, dice un autor árabe citado en las cartas de Borbón: «Y casó Aabd-el-Aazis con

así la corona de oro que ensaya en sus sienes Abdelasis, hijo de Muza, tendiendo su mano á la viuda de Rodrigo, atrae en breve sobre su cabeza los rayos del califa.

Entramos en un período sangriento y tenebroso, en una serie no interrumpida de tumultos, rebeliones, sitios, asaltos, rendiciones y castigos que casi por tres siglos sufrió Toledo, como si intentara vengar su servidumbre, inspirando á sus dominadores un vértigo de sedición y discordia para destruirse mutuamente. La situación y grandeza de la ciudad y la extensión de su territorio comunicaban á su valí un poder inmenso, con el cual en 742 logró Omeya, hijo de Abdelmelic-ben-Cotán, legítimo amir de España, contener el ímpetu de las huestes árabes de Baleg y de Thaalaba, vengando la muerte de su padre, y que alcanzó luego el ambicioso Samail del amir Juzuf-el-Fehri para dominar á sus rivales y repartir con él la suprema autoridad. Cuando el retoño de la dinastía de los Omíadas exterminada en Asia, el intrépido Abderramán, vino á buscar en España un trono aprovechándose de la feudal anarquía de los valíes, los hijos del vencido amir Juzuf hallaron en Toledo un momentáneo asilo; pero muerto el uno, prisionero el otro y fugitivo el tercero, la

Ailat (Egilona), hembra de los godos y mujer de Rodrigo el muerto; y se hizo réprobo Aabd-el-Aazis por reducirse á la religion de Ailat, y habitó la iglesia de los judíos, y estuvo acerca de ella y con ella en la ley de los Rum (romanos). Y tomó la corona de Egica sobre su cabeza... y dijo Jabib á Aabd-el-Aazis: ¿por qué tú haces esto? y le dijo Aabd-el-Aazis: porque Egica dió orden para la mortandad de musulmanes. Y le dijo Jabib el Fahri: tú te haces rey sobre los musulmanes, y esta es la corona de tu reino. Y en este año (96 de la Hégira) se hizo rey Aabd-elAazis sobre Andalucía y salió de la obediencia del califa.»>

De la magnificencia del alcázar regio y de las coronas de orò que en él se guardaban, trac Conde muy curiosa mención en el lib. I, cap. 12 de su historia. «Ocupó Taric con su guardia el alcázar del rey, que estaba en una altura sobre el rio; la casa era grande y labrada á maravilla, y en ella halló Taric muchos tesoros y preciosidades. En una apartada estancia del alcázar real encontró veinte y cinco coronas de oro guarnecidas de jacintos y otras piedras preciosas; pues era costumbre que después de la muerte de cada rey que reinaba en España se colocaba allí su corona, y escribian en ella el nombre de su dueño, su edad y los años que habia reinado; y veinte y cinco habian sido los reyes godos de España hasta el tiempo de esta conquista.» Sacando la cuenta de los reyes godos, resulta que esta colección de coronas empezaba por la de Eurico.

ciudad se rindió (759), y sus torres sirvieron de cárcel al joven Casim, el menor de aquellos, y al temible Samail, inmolado á las sospechas del vencedor. De más galantes y plácidos recuerdos siembran nuestras crónicas esta época infeliz, describiéndonos los palacios y mágicos jardines en que se solazaba Galiana, la hermosa hija del rey Galafre (1), en que recibió los obsequios del príncipe Carlomagno y la ensangrentada cabeza de su rival Bradamante vencido en el torneo, y que abandonó montando á la grupa con su esposo para ir á sentarse con él en el trono de la Francia.

Erigida Córdoba en capital del nuevo califado, Toledo, despojada de su dignidad y herida en su orgullo, se convirtió en centro de insurrección y en foco de alarma permanente; fué una espina clavada en el corazón del imperio musulmán. Hixem-benAdrá, acaudillando á las tribus de Hemesa, levantóse allí desde luégo para vengar á su pariente Juzuf, y perdonado en su rebelión primera, cobró nuevas fuerzas para la segunda: dos veces fué sitiada Toledo por las armas del califa, y dos veces experimentó su clemencia, sin más castigo que el de Hixem exterminado con otros rebeldes en Andalucía (765). Para reconciliar á Toledo con los príncipes Omíadas, confirió Abderramán I el gobierno de ella á su primogénito Suleymán, muy ageno de prever que desde aquel fuerte alcázar los dos hermanos Suleymán y Abdala habían de combatir el trono de Hixem, su hijo y sucesor, y envolver en fraternas luchas la monarquía. Pero en tanto que Suleymán más obstinado con la derrota hacía armas en Murcia, vió Toledo con fiesta y regocijo entrar por sus puertas al clemente rey Hixem al lado del ya sumiso Abdala (789),

(1) Aunque tenemos por inútil buscar el fundamento histórico de esta caballeresca aventura, ese rey Galafre, atendida la circunstancia de hallarse en guerra con Abderraman y de coincidir con los años juveniles de Carlomagno, no puede ser otro que el amir Juzuf-el-Fehri ó al-Fahri, bien que su dominio en Toledo ni fué largo ni pacífico. Lozano, que realza la fábula con sus adornos de costumbre, hace á Galafre sobrino de Juzuí é hijo del reyezuelo Alcamán y de la condesa Faldrina, viuda del traidor D. Julián.

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TOM III

á quien concedió morar en un ameno palacio de sus cercanías. Á la muerte de Hixem volvió á tremolar en Toledo el estandarte de los dos príncipes rebeldes contra Alhakem su sobrino; pero antes que Suleymán sucumbiera en una sangrienta batalla y que Abdala se condenase al destierro, la ciudad abrió ya sus puertas al caudillo Amrú, entregando á su gobernador Obeidaben-Amza (799). Los crueles caprichos é insolencias del joven Juzuf, hijo de Amrú, á quien se fió tan importante gobierno, sublevaron á la plebe y movieron á los nobles mismos de la ciudad á encerrarle en una fortaleza: Amrú disimuló el agravio de su hijo, no pidiendo al califa otra gracia que la de reemplazarle en el mando; fatigó á los toledanos con rigorosas exacciones y duros trabajos para restauración de las murallas; y en una aciaga noche del año 805 la nobleza, atraída al alcázar so pretexto de festejar al hijo del califa, halló la muerte en vez del festín, cayendo más de cuatrocientas cabezas bajo la cuchilla del vengativo gobernador (1).

Florecían mientras tanto en la tumultuosa capital, atraídas á veces con halagos, á veces sometidas á duras persecuciones, las reliquias del vencido pueblo, que con su fe y su liturgia, con su nombre y raza de mozárabes, atravesaron luengos siglos sin fusión ni amalgama, no sólo bajo el yugo mahometano, mas aun en el seno del restaurado cristianismo. Seis templos se repartían entre sí el cuidado de aquella grey perseverante, inscribiendo á sus feligreses por familias y no por domicilios (2): Santa Justa,

(1) De esta catástrofe, algo semejante en sus circunstancias á la famosa tradición de la campana de Huesca, parece ha derivado el proverbio de noche toledana. El arzobispo D. Rodrigo la refiere en su historia de los árabes, llamando Ambroz á Amrú y Aliatán al califa Alhakem, suponiendo que por orden de éste se hizo la matanza y que fueron cinco mil las víctimas, como afirman otros historiadores de aquella nación. Pisa añade que Ambroz con este designio trasladó su habitación desde el alcázar á un palacio del barrio Montichel, contiguo á la iglesia de San Cristóbal, donde mandó abrir un subterráneo para lanzar en él las cabezas de los convidados.

(2) A estas seis parroquias, según Blas Ortiz, no se asignaron peculiares distritos, sino un determinado número de familias que conservaban su respectiva

Santa Eulalia, San Marcos, San Sebastián y San Torcuato formaban así la enseña de seis tribus cristianas, enarbolando la cruz por entre las medias lunas y turbando con sus campanas el clamor de los minaretes. Una jerarquía tan ordenada, un culto tan espléndido, un sacerdocio tan ilustrado cual los tiempos permitían, presidía á aquella sociedad desterrada y cautiva en la patria de sus mayores: el cantor Urbano, el arcediano Evancio, el diácono Pedro Pulcro, los prelados Sunieredo, Concordio y Cixila, historiador de San Ildefonso, aparecieron en medio de las sombras del siglo vii cual últimos reflejos del esplendor de la iglesia goda. La fe padeció en Toledo un pasajero eclipse en el tiempo en que su anciano pastor Elipando, prohijando el nestoriano error de Félix, obispo de Urgel, lanzaba anatemas con ciega pervicacia contra los católicos adalides que así en España como en Francia osaban resistirle: pero la herejía se extinguió con su patrono, si es que antes no la depuso éste á las puertas de la tumba; y la cristiandad de Toledo entró con mejores auspicios en el siglo Ix, guiada sucesivamente por el báculo de Gumesindo y del insigne Wistremiro cuyas virtudes y angélico trato recordaba con placer San Eulogio. Nombrado éste para suceder á su amigo, no llegó á sentarse en la silla toledana para ir á ocupar la del cielo ganada en Córdoba con la palma del martirio. De sus sucesores Bonito y Juan los nombres tan sólo conocemos; después hasta los nombres desaparecen; y la mitra ya

dependencia, cualquiera fuese el punto de su domicilio, dentro ó fuera de la ciudad, transmitiéndola perpetuamente á su posteridad y á los que con ellas se enlazasen en matrimonio, como al cabo de tantos siglos se observa todavía: sus curas y beneficiados siguieron percibiendo de los feligreses los diezmos y primicias después de la cautividad en la misma forma que antes y en el tiempo de ella. El rito mozárabe se hizo ya tan notable y famoso en el siglo ix, que por los años de 870, Carlos el Calvo, rey de Francia, como expresa en una carta dirigida al clero de Rávena, llamó de Toledo á los sacerdotes más instruídos en aquella liturgia, quienes celebraron sus oficios en presencia de la corte, volviendo á su país honrados y favorecidos. En cuanto al nombre de mozárabes no significa otra cosa que cristiano-árabes sin necesidad de acudir á las etimologías de Muza y de mixti (mezclados).

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