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alegres fiestas que al cabo de un año solemnizaron el término de opresión tan dura de que la ciudad fué víctima más bien que culpada: pero con impunidad más escandalosa que sus crímenes y rapiñas bajó del alcázar el depuesto gobernador Sarmiento, desfilando cargadas de infame botín sus doscientas acémilas entre los murmullos y maldiciones de la muchedumbre, yendo á morir á la postre despreciado y pobre en el destierro, y sus cómplices dispersos uno tras otro en el cadalso.

Enrique IV recogió cuando rey los frutos de la rebelión que de príncipe sembrara; y Toledo prestó su apoyo á la sentencia vergonzosa que su turbulento arzobispo D. Alonso de Carrillo pronunció contra él en Ávila en 1465 deponiéndole del trono. Furtivamente tres años después penetró en su propia ciudad el infeliz soberano con la esperanza de que el alcalde Pedro López de Ayala, cediendo á las leales instancias de su esposa y de su cuñado el obispo de Badajoz, la pusiese bajo la real obediencia; pero refugiado en el convento de San Pedro Mártir, oyó los toques de alarma y la vocería del pueblo alborotado con su venida, reputándose dichoso en poder salir de noche despedido cual huésped importuno. Abrumado de fatiga él y su caballo, y no hallando en su escasa comitiva quien le prestara el suyo, hubo de tomar el que le ofrecían de rodillas los dos hijos del alcalde que á pié le acompañaron; y el noble ejemplo de los mancebos, unido á los ruegos y lágrimas de su fiel madre María de Silva, conmovieron por fin al inflexible Ayala á favor de su monarca. Cuatro días después Enrique IV entró en Toledo á la luz del sol reconocido y vitoreado; y fortalecida con este triunfo su causa, recompensó á la ciudad con insignes privilegios y á su alcalde con el título de conde de Fuensalida. Mas las parcialidades entre Ayalas y Silvas no cesaban de agitar á Toledo; y el incauto jefe de los primeros, introduciendo en la ciudad á sus adversarios contra la orden del rey, creyó reconciliárselos dando la mano de su hija al conde de Cifuentes; rumor de armas y aprestos de encarnizada lucha sustituyeron al regocijo de la boda,

los recienvenidos se alzaron con el mando, y perdido el sosiego y aun la gracia del soberano, hubo de abandonar Ayala en 1471 su casa y su gobierno. Orgullosos con el triunfo los Silvas, retirado el monarca apenas, prendieron á su delegado Garci López de Madrid y sitiaron el alcázar; pero la torre de la catedral, guarnecida por caballeros del opuesto bando y por valientes canónigos, resistió á su prepotencia, hasta que al aproximarse nuevamente el rey los vió salir de la ciudad desterrados. Mientras reinó el débil Enrique, hirvieron en Toledo los alborotos, bien que comprimidos momentáneamente por su presencia; y las demasías de la facción dominante, los esfuerzos de la vencida, de día los asaltos, de noche las sorpresas tentadas por los emigrados, los combates á las puertas ó al extremo de los puentes, las casas convertidas en fuertes y las calles en sangrienta liza, fueron las habituales escenas de esta lucha de familias complicada y encrudecida con las agitaciones del reino. Todo lo revolvía á la sazón la diestra intriga y la ambición indomable del arzobispo Carrillo, que en oposición constante con el trono, ora suscitaba á Enrique IV competidores y herederos en vida, ora tomaba bajo su protección los ambiguos derechos de la princesa doña Juana contra la augusta pareja de los príncipes herederos de Aragón y Castilla, cuyo enlace él mismo había formado.

Mensajera de paz y respirando majestad y gloria, apareció en Toledo la católica Isabel al empezar su reinado, y ganando á favor de su combatida causa la ciudad libertada de la opresión de los Silvas, la guarneció y mantuvo cual uno de sus más firmes baluartes. Después en 1477, cuando ya su bandera triunfadora hubo arrojado de sus dominios las huestes portuguesas, volvió allá con el ínclito Fernando á cumplir el voto hecho á Dios durante el peligro, erigiendo el monasterio de San Juan de los Reyes, digna ofrenda de su piedad, digno trofeo de su victoria. El último de los próceres en someterse fué el orgulloso primado que depuso á las plantas de los reyes las llaves de sus castillos, y marchó á ocultar en Alcalá su humillado coraje. Toledo quedó

elevada casi al rango de corte con el esplendor que sobre ella derramaba la frecuente residencia de Isabel y Fernando: allí en 1479 dió á luz la ilustre reina á su segunda hija y harto desemejante heredera D.a Juana; allí en las cortes generales de 1480, donde se trató libremente de reprimir la nobleza y aliviar los pueblos, fué jurado solemnemente el príncipe D. Juan; allí lo fué en 29 de Abril de 1498 á presencia de sus padres la primogénita D.a Isabel junto con su esposo el rey de Portugal, mas á los pocos meses recibió Toledo desde Zaragoza el cadáver de la joven princesa, y el convento de Santa Isabel le dió sepultura. Proclamados en aquella catedral á 22 de Mayo de 1502 sucesores á la corona Juana la Loca y Felipe el Hermoso, la heredaron en verdad, bien que con auspicios poco afortunados, que de los dos consortes el uno perdió la vida y la otra la razón en lo más florido de sus años. Entre tanto la ciudad atesoraba blasones, cubríase de monumentos; y las ilustres estirpes brotadas en su recinto tendían por el ámbito español su verdor y lozanía. Sus ciudadanos se ennoblecían por la milicia ó la magistratura; la antigua nobleza abandonaba por el lujo de sus palacios la fiera independencia de los castillos; y sus arzobispos, trocado el poder en ascendiente, de primeros magnates del feudalismo pasaron á ser los primeros dignatarios de la corona, gloriosamente representados por la esplendidez del cardenal Mendoza y por el genio sublime del inmortal Cisneros. Los triunfos de Italia, los descu

brimientos del nuevo mundo, las expediciones al África hallaron en Toledo esforzados cooperadores y generosos ecos de entusiasmo; pero también la alcanzaron los disturbios sobrevenidos en pos del fallecimiento de la reina Isabel. En 1505 mantuviéronla los Silvas en la obediencia del rey Católico contra los esfuerzos del marqués de Villena para asociarla al petulante bando del archiduque D. Felipe; el corregidor D. Pedro de Castilla luchó á viva fuerza con el conde de Fuensalida: pero al año siguiente prevalecieron los Ayalas sostenidos por el pueblo, y la autoridad vencida abandonó la ciudad á sus incesantes turbulencias.

Llegó día en que las pasiones se agruparon en torno de una común bandera, y en que Toledo viendo la España hecha presa de los ávidos extranjeros, su joven rey llevado á Flandes sin haberla siquiera visitado, sordos los gobernantes, oprimidos y desangrados los pueblos, se creyó obligada á volver por la nación como su antigua cabeza, y comunicó á las ciudades de Castilla el sentimiento de su dignidad con tal vehemencia, que levantando generosa llama, transformóse luego en asolador incendio.

Mientras que el valeroso procurador toledano D. Pedro Laso de la Vega perseguía con su enérgica voz á la corte de pueblo en pueblo hasta Santiago, y excluído de la asamblea se le fulminaba una orden de destierro, otros caballeros no menos ilustres acaudillaban en la ciudad el popular descontento, y hacían prevalecer en las deliberaciones municipales el espíritu de resistencia. En los días de Abril de 1520 alternaban sediciosos clamores con los cantos de las procesiones que recorrían las calles; los templos eran lugares de cita para el tumulto, los púlpitos se convertían en tribunas tronando contra el mal gobierno de los extraños; é hidalgos y plebeyos, clérigos y religiosos poseídos como de vértigo, apellidaban comunidad y franquezas. Hernando de Ávalos, Juan de Padilla, Gonzalo Gaytán, Pedro de Ayala y otros, mirados ya como ídolos del pueblo y víctimas de la corte que les mandaba comparecer sin demora, fingiendo emprender su peligroso viaje, son detenidos por la alborotada muchedumbre y puestos en seguro dentro del claustro de la catedral; D. Pedro Laso, obligado á torcer el camino de su confinamiento, es conducido en triunfo por la ciudad; ocúpanse á viva fuerza las puertas y los puentes, no sin preceder valerosa resistencia en la torre del de San Martín por su alcaide Clemente de Aguayo; D. Juan de Silva entrega por capitulación el alcázar donde se había encerrado con algunos obedientes; y el débil corregidor D. Antonio de Córdoba, perdida su autoridad, busca asilo entre los mismos jefes de la insurrección, y se cree dichoso en salvar su vida con

la fuga. Cundió con espanto hasta la Coruña el rumor de tan atrevida protesta, y el joven Carlos vaciló un momento en volver atrás para vengar su injuria en la ciudad rebelde; pero al cabo prevalecieron en su ánimo la impaciencia por ceñir la corona imperial y el interesado y tímido consejo de sus flamencos, y dióse á la vela dejando la naciente chispa à merced del viento, como si debiera extinguirse por sí misma.

La ausencia del monarca fué la señal de sublevación para las dos Castillas: enarbolóse salpicada ya de sangre la bandera de la comunidad, y las ciudades todas volvieron sus ojos á Toledo cuyo ejemplo habían seguido, pidiéndole consejo y auxilio como á la más autorizada y poderosa. En efecto, su voz hizo oirse por el reino, promoviendo un armamento general y convocando para la santa junta de Ávila (1); y en un mismo día salieron de Toledo el prudente Laso á presidir la asamblea, y el animoso Padilla á acaudillar las tropas que libertaron á Segovia de las amenazas de Ronquillo y formaron el núcleo de una hueste improvisada. Con ella logró el bizarro campeón apoderarse de Tordesillas y de la reina madre y arrojar de Valladolid á los gobernadores del reino, y nada igualó al amor y entusiasmo de los pueblos hacia Juan de Padilla durante el rápido apogeo de su

(1) El cronista Sandoval trae la convocatoria circulada por Toledo á las ciudades del reino, y de ella tomamos el siguiente párrafo que revela, el espíritu de las comunidades de Castilla: «No pongais, señores, escusa diciendo que en los reinos de España las semejantes congregaciones y juntas son por los fueros reprobadas, porque en aquella santa junta no se ha de tratar sino el servicio de Dios. Lo primero, la fidelidad del rey nuestro señor; lo segundo, la paz del reino; lo tercero, el remedio del patrimonio real; lo cuarto, los agravios hechos á los naturales; lo quinto, los desafueros que han hecho los estrangeros; lo sexto, las tiranías que han inventado algunos de los nuestros; lo séptimo, las imposiciones y cargas intojerables que han padecido estos reinos: de manera que para destruir estos siete pecados de España, se inventasen siete remedios en aquella santa junta. Parécenos, señores, é creemos que lo mesmo os parecera, pues sois cuerdos: que todas estas cosas tratando y en todas ellas muy cumplido remedio poniendo, no podrán decir nuestros enemigos que nos amotinamos con la junta, sino que somos otros Brutos de Roma redentores de su patria; de manera, que de donde pensaren los malos condenarnos por traidores, de allí sacaremos renombre de inmortales para los siglos venideros.>>

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