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do?», y él contestaba: «Paciencia, que ya todo es perdido», aparecía otras con esa arrogancia y fanfarronería que en nuestras recíprocas e irreflexivas burlas hemos calificado de portuguesadas, como cuando escribía, después de su descalabro en la Tercera, en agosto de 1582, para animar a los suyos diciendo: «Pues ainda que me escaparaon essas naos, confio en Deus que com a outra que me ficou e com alguas do Peru e mais ilhas, que serey con vosco muito cedo e restaurarei e satisfarei todas as perdidas... E bem se mostra [el favor de Dios] nos boos sucesos que ateguora tem succedido, pois acho tanto favor donde se naon esperaua, com que ben podera conquis tar o mundo e desbaratar tres tantos da armada com que veia o marques de Santa Cruz, se me naon fugira. E depois os temporais. >>

Así terminó la campaña que el Rey, todavía en 1581, dudaba en llamar conquista, y el Duque contestaba que sí lo era, y que pudieron realizar las armas en seis meses, pero no lograron sesenta años de dominación ni pudieron afianzar en los corazones. Tan cierto es que los odios entre parientes y vecinos son tan profundos, que se prefiere la ruina con amistades o protecciones extrañas a ventajosas situaciones con los propios 1.

No le valieron a D. Antonio los poderosos auxilios de sus compatriotas, ni los de Catalina de Médicis y de Isabel de Inglaterra, con sus famosos capitanes Drake y Strozzi, ante la pericia y valor de los dos caudillos castellanos, y al fin, vencido en 1589 (?), tuvo que renunciar a sus sueños ambiciosos acogiéndose al amparo de Catalina de Médicis, y acabando sus días en París, en 1595.

EL DUQUE DE ALBA.

Madrid.

1

Parésceme-escribía el Duque a Zayas - que no es posible llegue la obstinación de los portugueses a quererse antes dar a los moros de Ceuta que a V. M., porque está claro que, pocos, no osaran venir y muchos no osarán meterlos, porque no les sean superiores, y los unos y los otros no sé como ternan bajeles para pasarlos» (1.o de mayo de 1580).

EL ARCO ROMANO DE MEDINACELI

El viajero que por la vía férrea de Madrid a Zaragoza atraviesa el valle del Jalón, por junto a las salinas de Medinaceli, siente atraídos sus ojos a la contemplación de un monumento arquitectónico, cuya gallarda silueta del ingente macizo, perforado por tres arcos, destaca sobre el cielo, en la cúspide de un elevadísimo cerro. Aun a la distancia de más de un kilómetro en que se ve, cualquiera persona, medianamente versada en cosas de arte, reconoce que tal monumento es un ejemplar de arquitectura romana, clásica por lo menos. ¿Qué hubo allí? ¿Por qué ese arco? Estas son las preguntas que inmediatamente ocurren al contemplador, y a satisfacerlas se encaminan las siguientes líneas.

Existe en lo alto de aquel cerro la villa de Medinaceli, antiguo señorío de una casa prócer y hoy empobrecida cabeza de partido judicial de la provincia de Soria, cuyo límite SE. marca dicho río.

En la historia medieval suena el nombre de Medina con ocasión de haber muerto en ella casualmente, guerreando en tierras de Castilla, el famoso Almanzor, en 1102 de nuestra era. Verosímilmente se supone que debió morir entre los muros del castillo que se conserva al SE. de la villa; y sepulcro de Almanzor Ilaman los naturales a un montículo que hay al pie de ella. Conquistada por Alfonso VI en 1083, perdida luego y dependiente del rey moro de Zaragoza, fué, al fin, recobrada por el rey de Aragón Alfonso I, esposo de la reina de Castilla D. Urraca, en 1124.

Explican estos hechos una sola circunstancia: la situación eminente del poblado en la meseta de un cerro de tan escarpadas vertientes y tan aislado, que por la Naturaleza estaba, desde luego, defendido, a lo que añadieron fortificaciones que subsisten. Ellas, el castillo y dos puertas, de las cuales sólo una conserva su arco apuntado túmido, son los restos de la Medina musulmana, que sin duda con aquellas luchas se relacionan.

Aparte de esos restos, permanece el arco romano que a todo supera allí en grandeza, sin que se pueda considerar como coetáneo del mismo otra cosa que algunos sillares aprovechados en las murallas y en algunas que otras fábricas bastante posteriores. Pero si en la villa no se ven más restos de la antigüedad, los hay en otro cerro, inmediato al que ella ocupa, alto también, situado al SO., al cual, por sus ruinas, llaman la Villavieja.

Dichas ruinas visibles son de un doble recinto de murallas que bordean la cresta y vertientes. Exploraciones que hace poco he practicado en la meseta, me han revelado, por los objetos descubiertos, que allí se sucedieron tres civilizaciones: la celtíbera, la romana y la árabe. De las tres he recogido monedas, entre ellas del Califato y aun algunas de los reyes de Castilla.

Se ha supuesto, y no es inverosímil, que en este cerro, y no en el que asienta la población moderna, estuvo la de la celtíbera Ocilis. Lo único que de esta ciudad se sabe es lo que refiere Apiano Alejandrino en su Libro de las guerras ibéricas (48), y es que en el año 601 de Roma (153 antes de Jesucristo), cuando el general romano Fulvio Nobilior vió frustrados. sus intentos de conquista, la ciudad de Ocilis, donde, por estar sometida, tenía depositados los víveres y el dinero, se unió a los celtíberos, lo que le obligó a acampar al raso y pasar como pudo la invernada a la defensiva. Al año siguiente, su sucesor Claudio Marcelo, sorteando cauteloso las emboscadas que habían preparado los enemigos, acampó con todo su ejército frente a Ocilis, a la que sujetó prontamente y la perdonó, después de haber recibido cierto número de rehenes y treinta talentos de plata.

El sitio de tal campamento de los conquistadores no pudo ser otro que el cerro de enfrente. En este supuesto se funda el profesor Sr. Schulten (Numantia, I, 141) para señalar la ciudad ibérica en Villavieja y la romana en Medinaceli. En más de un caso el origen de una ciudad romana fué un campamento.

Pero aunque así ocurriese, en tal sitio es extraño que, al contrario de lo que en otros sucede, no se conserve más resto monumental que el arco.

Es el arco de Medinaceli un monumento importante y no mal conservado del todo, y en su género, único en España, pues su tipo es el de los arcos triunfales de Septimio Severo y de Constantino, en Roma; compuesto, como éstos, de tres arcadas: una grande, central, para el tránsito rodado, y dos pequeñas, a los lados, para los peatones. Por el contrario, de una sola arcada, como el arco de Tito, en Roma, son los arcos de Bará, cerca de Tarragona, y el de Cabanes (Castellón), ambos en la vía romana; el del puente de Martorell (Barcelona), el del puente de Alcántara (Cáceres) y el llamado de Trajano, en Mérida. Otro ejemplar distinto, y también único, es el de forma de templete cuadrado, con un arco en cada lado, subsistente en el despoblado de Cáparra (Cáceres).

La fábrica del arco de Medinaceli es toda de sillería granítica, y mide 13,10 metros de longitud, 2,05 de espesor y 8,50 de altura, sin contar el ático, que falta. Hállase dividido en dos cuerpos por una moldura que, a 3,50 metros de alto, determina los arranques del arco central y que corre por encima de los pequeños. Sobre éstos, en el segundo cuerpo, se ven, de relieve, por cada frente, sendos templetes coronados de frontones y en

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