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De Turquía se dijo ya, muy gráficamente, á mediados del siglo pasado, que era el hombre enfermo à quien no se quiere matar ni curar; y efectivamente, ese Estado que está dentro de Europa, en contacto con su civilización de la que tan alejado se mantiene por consecuencia del fatalismo que la domina, constituye un baldón que Europa habría hecho desaparecer si la buena fe reinara en todos sus actos y las ambiciones y recelos no la tuvieran dividida. No obstante, ha sido máxima constante y elocuente, la no reversión á Turquía de los territorios que por uno ú otro concepto habían escapado provisoriamente de sus manos; es decir, cuando un territorio ha sido sustraído, aun con carácter temporal, del poder de la Sublime Puerta, Europa jamás ha consentido que volviera á caer

en sus manos.

La China, de quien también se ha dicho que no se la quiere ver ni fuerte ni muerta, es por la prosperidad de su suelo y riquezas del subsuelo un incentivo poderoso para los grandes Estados que ven allí terreno abonado para su expansión comercial, y que aspiran á la anexión de nuevos territorios donde poder abrir nuevos mercados; porque hoy con los refinamien tos de la vida material el ansia de riqueza compendia todos los anhelos, la guerra económica es la que caracteriza á nueztro tiempo, y de ella son consecuencia las guerras militares. Europa á querido sacar á China de su aislamiento, y bien caro le cuesta: su inmovilidad, el odio al bárbaro fomentado por las autoridades que practican la hipocresia y la perfidia propias del carácter chino, habían de presentar fuerte valla á toda ingerencia extranjera; el choque entre la pujante civilización occidental que mira siempre hacia adelante, y la oriental, estacionada con los ojos siempre vueltos al pasado, era natural que fuese terrible. El problema chino estriba en la dificultad de dominar á pueblos de civilización tan refractaria á la nues tra. Aquí no es como en Turquía el pudor político el que contiene á los Estados; es el miedo á un porvenir de luchas terribles.

En el último tercio del siglo pasado, cuando un Estado

europeo ha ocupado un territorio turco no lo ha hecho, ciertamente, con ánimo de reversión; sin embargo, para salvar las susceptibilidades de la Puerta Otomana, y más aún para evi tar las suspicacias de los demás Estados, ha dado á estas ocupaciones el carácter de una ocupación para administración. Otro carácter diverso han dado los Estados á las ocupaciones de territorios chinos: la diplomacia china da predominio á las cuestiones de forma sobre las de fondo, atenta en todo momento à salvar la faz, esta es su preocupación constante; de aquí que para salvar las susceptibilidades del pueblo chino hayan convenido las potencias en asignar el carácter de cesiones en arriendo á las ocupaciones de los territorios pertenecientes à la China. Como ya he dicho, son formas nuevas de que la diplomacia se ha servido para destacar estos territorios de los Estados de que formaban parte, sin peligro inminente de conflagración; y de aquí que sea opinión general que tanto las cesiones de administración como las cesiones en arriendo, son verdaderas cesiones definitivas disfrazadas: asi se desprende de los hechos. Pero hay que tratar la cuestión desde el punto de vista jurídico y ver si la política está de acuerdo con el Derecho internacional, es decir, hay que determinar cual es el verdadero alcance jurídico de tales cesiones.

El diverso carácter que se ha dado á unas y á otras, las diversas circunstancias políticas que les han dado origen, ha de hacer que se analice su valor jurídico desde distinto punto de vista: esto me induce á ocuparme separadamente de unas y otras cesiones; aunque idéntica sea la conclusión á que se llegue, pues como se ve, después de su examen, unas y otras pueden reducirse à cesiones de administración, puesto que atendiendo á la delegación de soberanía que en unas y otras tiene lugar, no difieren más que en el nombre, ó sea en el pretexto que las ha hecho nacer, y en el tiempo de su duración ilimitada en las primeras y con tiempo determinado en las cesiones en arriendo.

(Continuará.)

JOSÉ M. MARTÍNEZ Y DE PONS.

MATRIMONIO DE OFICIALES DEL EJÉRCITO

Restricción y fundamento.

El Real decreto de 27 de Diciembre de 1901, restringió la libertad que disfrutaban los Generales, Jefes y Oficiales del Ejército activo y de reserva y sus asimilados, de celebrar matrimonio, obedeciendo, á saber: á las exigencias del servicio que imponen al militar, en cierto modo, la abdicación de su libertad, à fin de estar pronto à arrostrar las vicisitudes y riesgos de la carrera; y, à la conveniencia de sostener ante la Sociedad el decoro con que debe presentarse y que exige la honrosa posición que en ella ocupa, sin desatender, no obstante, los altos fines de orden moral y social que llena aquel vínculo.

De aquí la prescripción de la Real licencia, la fijación de edad y la de cierta garantia de relativo desahogo, en el orden económico, tanto como la prohibición absoluta para ciertas clases.

¿Son justas tan severas y restrictivas medidas?

No nos proponemos la crítica absoluta y rigurosa del decreto.

No hemos de ir tampoco contra semejantes prescripciones. No se nos oculta que el Ejército es la alta institución á que está encomendada la defensa de la patria. Que debe educarse para la guerra, y, por tanto, los que à él pertenecen, han de estar desprovistos de lazos de ternura que enerven ó menoscaben, ni por un momento siquiera, su energía, su decisión, su

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arrojo. Ha de alzar en su pecho un altar: el altar de la Patria, en cuyas aras sacrifique, sin titubear, sus comodidades, sus más caras afecciones, hasta su vida.

Como dice el Marqués de Cambray en su obra Philosofía de la Guerra:

«La historia, la práctica, el estudio psicológico de todas las campañas demuestran que es mucho mejor soldado el soltero. > Natural y lógico es que los Gobiernos pongan especial esmero en la educación del Ejército, porque un Ejército fuerte bien organizado, hace más temido y respetado á un país.

y

Pero sin hombres no hay soldados Las guerras de pasados tiempos, por la falta de comunicaciones adecuadas y las imperfectas ó primitivas armas de combate, se prolongaban excesivamente.

Diez años incompletos duró la guerra y sitio de Troya hasta su toma y destrucción.

Otro tanto el sitio de Veyes, hasta rendirla el dictador Camilo.

La guerra del Peloponeso, escrita por Tucidides, absorvió veintisiete años; y casi medio siglo la guerras médicas hasta la derrota de la Armada Persa cerca de Chipre.

La primera guerra púnica terminó á favor de los romanos, después de una iucha de veinticuatro años (241 antes de J. S.).

Y no hay para qué mencionar las largas, complicadas y sangrientas luchas de los franceses, entre Brunequilda y Fredegunda, reinas de la Austrasia y la Neustria; la de cien años entre Francia é Inglaterra; la de las dos Rosas, de treinta años, en este último país, en que se destrozaron las casas de York y de Lancaster; más de veinte años las de Francia y Alemania, entre Francisco I y Carlos V; y tantas otras como registra la historia sacrificando millones de víctimas, ya por la ambición y rivalidad de los príncipes y jefes de Estado, ya por el santo amor à la libertad é independencia de los pueblos.

En nuestros tiempos, la facilidad de vías de comunicación y de transporte, así como de aprovisionamiento, y los terribles

y

cada día más perfeccionados instrumentos con que la fecunda inteligencia del hombre se afana, al parecer, para destruir á su semejante, impiden que esas luchas se prolonguen mucho tiempo, quedando reducidas á unos cuantos encuentros que se traducen en otros tantos desastres sangrientos que acumulan montones de cadáveres (1).

Luchas que si se prolongaran, acabarían por aniquilar las naciones contendientes, agotando sus fuerzas y sus recursos en el orden económico.

Las guerras, son tanto más desastrosas para el pueblo vencido, cuanto más esfuerzos realiza éste para sostener la defen. sa de su honor y de su causa comunmente justa, si es el contendiente débil, por efecto de los enormes gastos é indemnizaciones que se ve obligado á sufragar, si no acompañan à estos estragos, dolorosos desprendimientos territoriales, ỏ se suscita una complicación merced à la cual, las naciones limítrofes, impulsadas por la codicia, rompen el sagrado manto de la libertad é independencia de un Estado, provocando aquel grito aterrador de Kociusko Finis Polonie.

El tratado de paz, más o menos sensible y doloroso pra el vencido, restablece la vida normal; como tras de la tempestad de los mares, sucede la calma.

Hay que pensar, pues, en la misión que también el militar ha de llenar como ciudadano, en la sociedad, por la distin. guida y honrosa posición que en ella desempeña, y su vida normal en tiempo de paz.

Antes que la excesiva quietud y la fuerza de las pasiones en la edad inesperta de la juventud le precipite y degrade en senderos extraviados, preferible es contraiga un matrimonio honroso y digno, que permita una prole educada en principios fanos y puros que mañana la truequen en miembros y soldados útiles á la patria.

(1) Ejemplo, las recientes guerras del Japón con China y Rusia.

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