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do decir á muchas

personas, de

cuyos

nombres no se acuerda

crítico momento, le vino consuelo de donde ménos esperaba. ¡Su afliccion había logrado ablandar el corazon de un notario público! Presentése éste ante el tribunal y manifestó que, ántes de ver á tan gallardo caballero reducido á tanta extremidad, èl mismo pagaria en el acto. Nicuesa lo contempló con sorpresa y apénas podía dar crédito á sus sentidos; pero cuando lo vió en efecto cancelar la deuda y se encontró libre repentinamente de tan terrible apuro, abrazó á su libertador, vertiendo lágrimas de gratitud, y se dió priesa á embarcarse, no fuera que algun otro sortilegio legal fuese hecho á su persona.......

Tan luego como la escuadra entró al puerto (Cartagena), los botes salieron á encontrarla. La primera pregunta de Nicuesa fué por Ojeda. Los compañeros de éste le contestaron con tristeza que su jefe se había ido á una expedicion bélica al interior del país y que había trascurrido ya algun tiempo sin regresar, de modo que temían que alguna desgracia le hubiese acaecido. Suplicaron á Nicuesa, por tanto, que diera su palabra como caballero, que si Ojeda realmente estuviera en apuros, él no tomaria ventaja de sus reveses para vengarse de sus pasadas disputas.

Nicuesa, que era un caballero de noble y generosa alma, se puso rojo de indignacion á tal ruego. "Buscad inmediatamente á vuestro jefe-dijo; traédmelo, si vive; y yo me comprometo no solamente á olvidar lo pasado, sino á ayudarle como si fuera un hermano."

Cuando se encontraron, Nicuesa recibió á su antiguo antagonista con los brazos abiertos. "No es-dijo-de hidalgos, sino de hombres de alma vulgar, acordarse de las pasadas diferencias cuando se ven en afliccion. De hoy más olvidemos todo lo que entre nosotros ha ocurrido. Mandadme como á un hermano. Yo y mis hombres estamos á vuestras órdenes, para seguiros á donde querais, hasta que la muerte de Juan de la Cosa y de sus compañeros sea vengada."

El ànimo de Ojeda se levantó una vez más con esta gallarda y generosa oferta. Los dos gobernadores, no más rivales, desembarcaron á cuatrocientos de sus hombres y algunos caballos, y partieron con toda priesa para el funesto pueblo. Se acercaron á él durante la noche, y, dividiendo sus fuerzas en dos partes, dieron órden de no tomar vivo indio alguno.

El pueblo estaba entregado á un profundo sueño, pero los bosques estaban llenos de grandes papagayos que, despertados, hicieron prodigioso ruido. Los indios, sin embargo, pensando que todos los Españoles habian sido destruidos, no hicieron caso de aquel ruido. No fué sino hasta que sus casas fueron asaltadas y envueltas en llamas, que se alarmaron. Se precipitaron hácia afuera, unos con armas, otros desarmados, pero fueron recibidos en sus puertas por los irritados Españoles, y, 6 muertos al punto, ú obligados á retroceder dentro del fuego. Las mujeres huían cono locas con sus hijos en los brazos, pero á la vista de los Españoles deslumbrantes de acero, y de los caballos que ellas suponian ser voraces monstruos, volvian á sus habitaciones en llamas, dando gritos de horror. Grande fué la carnicería, pues no se dió cuartel ni á la edad ni al sexo. Muchos perecieron por el fuego, y muchos por la espada.

Cuando saciaron completamente su venganza, los Españoles se prepararon para el botin. Mientras se ocupaban en esto, hallaron el cadáver del desgraciado Juan de la Cosa. Estaba atado á un árbol, pero hinchado y descolorido de un modo horrible por el veneno de las flechas con que había sido matado. Este lúgubre espectáculo produjo tal efecto en los hombres comunes, que ninguno queria permanecer en aquel lugar durante la noche. Por consiguiente, habiendo pasado á saco el pueblo, lo dejaron como una ruina humeante, y volvieron en triunfo á sus naves. Los despojos en oro y otros artículos de valor deben haber sido grandes,

escripto, que se acuerda que lo oyó á Juan Dominguez,

porque la parte de Nicuesa y de su gente montó á siete mil castellanos (t). Los dos gobernadores, ahora fieles confederados, se separaron con muchas expresiones de amistad y con mútua admiracion de sus hazañas; y Nicuesa continuó su viaje para la costa de Veragua....

EL VIAJE DE DIEGO DE NICUESA.

CAPÍTULO I.

Nicuesa se hace á la vela hácia el Occidente. Su naufragio
y desastres siguientes.

Debemos referir ahora el éxito que tuvo el gallardo y generoso Diego de Nicuesa, despues de separarse de Alonso de Ojeda en Cartagena. Prosiguiendo su viaje, se embarcó en una carabela de modo que pudiera costear la tierra y reconocerla: dió órden que los dos bergantines, uno de los cuales mandaba su teniente Lope de Olano, se mantuviera á su lado, en tanto que las naves grandes que calaban más agua debían estar más léjos hacia la mar. La escuadra llegó á la costa de Veragua con un tiempo borrascoso; y, como Nicuesa no pudo hallar puerto seguro y se rezelaba de las rocas y bajíos, se hizo hacia la mar afuera al acercarse la noche, suponiendo que Lope de Olano lo seguiria con los bergantines, conforme á sus órdenes. La noche fué tormentosa, la carabela fué muy sacudida y arrastrada, y cuando amaneció, ni uno solo de los buques de la escuadra estaba á la vista.

Nicuesa temía que algun accidente hubiera sobrevenido á los bergantines: se dirigió hacia la tierra y la costeó en busca de ellos hasta llegar á un gran rio, en el cual entró y echó el ancla. No habia estado mucho tiempo allí, cuando las aguas repentinamente bajaron, pues eran nada más que efecto de las lluvias. Sin haber tenido tiempo para escaparse, la carabela encalló, y por último cayó de costado. La corriente precipitándose como un torrente, puso la débil barca en tal estado, que sus junturas se abrieron y parecía que iba á hacerse pedazos. En este momento de peligro un atrevido marinero se arrojó al agua para traer á tierra el extremo de un cable, como un medio de salvar á la tripulacion. Fué arrastrado por la furiosa corriente y pereció á vista de sus compañeros. No desalentado por semejante suceso, otro bravo marinero se sumergió bajo las olas y logró alcanzar la orilla. Amarró entónces fuertemente un extremo del cable á un árbol, y estando asegurado el otro á bordo de la carabela, Nicuesa y su tripulacion pasaron uno á uno por él y alcanzaron la orilla en salvo.

Apénas habian llegado á tierra, cuando la carabela se redujo á pedazos, y con ella desaparecieron las provisiones, vestidos y las demás cosas necesarias. Nada les quedó sino el bote de la carabela que por casualidad estaba en tierra. Estaban, pues, en una situacion desesperada, en una costa salvage y remota, sin alimentos, sin armas y casi desnudos. Qué había sido del resto de la escuadra, ellos no lo sabian. Algunos temian que los bergantines hubieran naufragado; otros recordaban que Lope de Olano habia sido uno de los hombres cobardes y sin ley, confedera

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é á un Francisco Gonzalez, é á un Valderábano, é á otras

dos con Francisco Roldan en su rebelion contra Colon, y, juzgándole por la escuela á que pertenecia, dejaban traslucir sus aprehensiones de que hubiese desertado con los bergantines. Nicuesa participaba de sus sospechas; y estaba inquieto y triste. Ocultó, sin embargo, sus inquietudes y se esforzó en animar à sus compañeros, proponiéndoles que continuaran á pié hacia el Oeste en busca de Veragua, lugar de su futuro gobierno; observando que, si los buques habian sobrevivido á la tempestad, se dirigirían probablemente á aquel sitio. Partieron así á lo largo de las playas del mar, porque la espesura de la floresta les impedía atravesarla por el interior. Cuatro de los más atrevidos marineros se hicieron á la mar en el bote y se mantuvieron á la par de ellos para ayudarlos á atravesar las bahías y rios.

Sus penalidades fueron extremas. La mayor parte estaban sin calzado, y muchos casi desnudos. Tenian que trepar por agudas y ásperas rocas, y que luchar con la densa floresta rodeada de espinas y malezas. Frecuentemente estaban obligados á atravesar grandes ciénagas y pantanos, y tierras inundadas, ó profundos y rápidos torrentes.

Su alimento consistía en yerbas y raíces, y en mariscos recogidos en la playa. Aunque se hubieran encontrado con indios, habrian temido, estando desarmados, dirigirse á ellos en busca de provisiones, no fuera que tomaran venganza de los ultrajes cometidos por otros europeos en es

ta costa.

Para hacer sus sufrimientos más intolerables, estaban en la duda de si, durante la borrasca que habia precedido á su naufragio, hubieran sido arrojados más allá de Veragua, y en tal caso cada paso que dieran los alejaría más de su deseado paraíso.

Paulatinamente caminaron aun hácia adelante, animados por las palabras y ejemplo de Nicuesa, que dividió alegremente las fatigas y privaciones con el último de sus hombres.

Durmieron una noche al pié de inminentes rocas, é iban á continuar su fastidiosa marcha en la mañana, cuando fueron espiados por unos indios desde una altura vecina. En el séquito de Nicuesa había un paje favorito, cuyos raidos atavíos y sombrero blanco atrajeron los perspicaces ojos de los salvajes. Uno de ellos inmediatamente lo escogió y apuntándole mortalmente, le arrojó una flecha que lo dejó expirante á los piés de su amo. Mientras que el generoso caballero lloraba á su muerto paje, reinaba la consternacion entre sus compañeros, cada uno temiendo por su propia vida. Los indios, con todo, no ejecutaron sino este casual acto de hostilidad, y permitieron que los Españoles continuaran su penoso camino sin ser molestados.

Llegando un dia á la punta de una gran bahía que entra mucho en la tierra, fueron trasportados poco a poco en el bote, al lugar que parecía ser la punta opuesta. Desembarcados y continuando su marcha, hallaron con gran sorpresa que estaban en una isla, separada de tierra firme por un gran brazo de mar. Los marineros que manejaban el bote estaban demasiado cansados para llevarlos á la playa opuesta; permanecieron en consecuencia toda la noche en la isla.

En la mañana se preparaban á partir, pero no fué pequeño su terror al ver que el bote y los cuatro marineros habían desaparecido. Ansiosos corrían de una parte á otra, dando gritos, con esperanza de que el bote pudiera estar en alguna ensenada; treparon á las rocas y forzaban sus ojos hacia el mar. Todo fué en vano. Ningun bote se veía: ninguna voz respondía á su llamamiento: era demasiado evidente que los cuatro marineros, ó habían perecido, ó desertado.

personas, que era público que vinieron con el dicho Nicuc

CAPÍTULO II.

Nicuesa y su gente en una isla desierta.

La situacion de Nicuesa y de su gente era triste y desesperada á más no poder. Estaban en una isla desierta rodeada de una costa pantanosa, en un remoto y solitario mar, donde el comercio jamás desplegaba una vela. Sus compañeros en los otros buques, si aun vivían y le permanecian fieles, lo tenian sin duda por perdido, y muchos años podrian trascurrir ántes que la casual embarcacion de algun descubridor se aventurase en aquellas playas. Mucho antes que tal sucediese, su suerte seria decidida; y sus huesos blanqueando en la arena, serian los únicos que referirian su historia.

En tan desesperado estado muchos se abandonaron á un frenético pesar, errando por la isla, retorciéndose las manos y profiriendo gemidos y lamentos; otros imploraban á Dios en su auxilio, y muchos se sentaron poseidos de una desesperacion silenciosa y sombría.

Las angustias del hambre y de la sed los forzó al fin á moverse. Νο encontraron otro alimento que algunos mariscos esparcidos en la costa, y yerbas y raices silvestres, algunas de ellas malsanas. No tenia la isla ni fuentes ni arroyos de agua potable, y se veian obligados á amortiguar su sed en los charcos salobres de los pantanos.

Procuraba Nicuesa animar su gente con nuevas esperanzas. Empleábala en construir una balsa con la madera arrojada por las olas sobre la playa y con ramas de árboles, con el fin de cruzar el brazo de mar que los separaba del continente. Difícil era la tarea, por falta de herramientas; y cuando la balsa estuvo concluida, no tuvieron remos con que manejarla. Algunos de los más hábiles nadadores emprendieron empujarla; pero estaban demasiado debilitados por sus sufrimientos. Al primer ensayo, las corrientes que barren aquella costa se llevaron la balsa mar afuera, y con dificultad regresaron nadando á la isla. No teniendo más esperanza de salvacion, ni otros medios de ejercitar y estimular el ánimo de sus compañeros, Nicuesa ordenó repetidas veces que se construyeran balsas; pero el resultado fué siempre el mismo; y, 6 la gente llegaron á debilitarse demasiado para poder trabajar, ó desesperados renunciaron á la tentativa.

Pasó así dia tras dia y semana tras semana, sin alivio alguno de sus sufrimientos y sin esperanza alguna de socorro. Todos los dias, uno que otro sucumbia á sus padecimientos, víctima, no tanto del hambre y de la sed, como del pesar y desaliento. Su muerte era envidiada por sus infelices sobrevivientes, muchos de los cuales estaban reducidos á tal debilidad, que tenian que arrastrarse á gatas en busca de las yerbas y mariscos que constituían su escaso alimento.

CAPÍTULO III.

Llegada de un bote. Conducta de Lope de Olano.

Cuando los desgraciados Españoles, sin esperanza de socorro, llegaban á considerar la muerte como un término deseado de sus miserias, se sintieron resucitar un dia al contemplar una vela en el horizonte. Su alegría fué sin embargo contrariada al reflexionar cuantas probabilidades había contra su aproximacion á una inculta y desolada isla. Vigilándola con ávidos ojos, elevaban sus preces á Dios para que la condujera á su

sa, les oyó decir como el dicho Pero García había venido

socorro; y, por fin con gran satisfaccion, percibieron que navegaba hácia la isla. Cuando se acercó más, resultó ser uno de los bergantines que comandaba Lope de Olano. Anció: despachó un bote, y entre la tripulacion estaban los cuatro marineros que tan misteriosamente habían desaparecido de la isla.

Estos hombres dieron cuenta satisfactoriamente de su desercion. Habianse persuadido de que las naves estaban en algun puerto hácia el Oriente y que diariamente las iban dejando más atras. Desalentados por el constante y, en su opinion, inútil afan que les había tocado en suerte luchando hacia el Occidente, resolvieron seguir su propia inspiracion sin arriesgar la oposicion de Nicuesa. Por tanto, á deshora de la noche, miéntras sus compañeros estaban dormidos en la isla, soltaron el bote en silencio y deshicieron el camino á lo largo de la costa. Despues de varios dias de faena, encontraron los bergantines que comandaba Lope de Olano en el rio de Belen, teatro de los desastres de Colon en su cuarto viaje.

La conducta de Lope de Olano fué juzgada como sospechosa por sus contemporáneos, y todavía está expuesta á duda. Se supone que había abandonado á Nicuesa intencionalmente, proponiéndose usurpar el mando de la expedicion. Había sin embargo la tendencia á juzgarlo severamente desde que tomó parte en la traicion y rebelion de Francisco Roldan. En la noche tempestuosa en que Nicuesa se había alejado mar afuera para evitar los peligros de la costa, Olano se había refugiado á sotavento de una isla. No viendo en la mañana la carabela de su comandante, ningun esfuerzo hizo para buscarlo y siguió con los bergantines hácia el rio de Chágres, donde encontró las naves ancladas. Habíase desembarcado todo el cargamento, estando casi al punto de irse á pique á causa de los estragos de la broma. Olano persuadió à la tripulacion que Nicuesa había perecido en la pasada tempestad, y, siendo su teniente, reasumió el mando. Hubiera ó no perfidia en sus designios, su mando no fué sino una série de desastres. Se hizo á la vela de Chagres para el rio de Belen, donde encontró que las naves estaban tan deterioradas, que fué forzoso deshacerlas. La mayor parte de la gente construyeron miserables chozas en la playa, de donde, durante una repentina tormenta, fueron arrastradas por la creciente del rio, ó enterradas por la arena movediza. Algunas personas se ahogaron en una expedicion en busca de oro, y él mismo se salvó solamente por ser diestro nadador. Las provisiones se habían agotado, sufrían de hambre y de varias enfermedades, y muchos perecieron en extrema miseria. Todos clamaban porque se abandonase la expedicion, y Olano emprendió la construccion de una carabela con los restos de sus naves, con el objeto de regresar á la Española, aunque muchos sospechaban que su intencion era persistir en la empresa. Tal era el estado en que los cuatro marineros habían hallado á Ölano y su comitiva; la mayor parte viviendo en miserables chozas, privados de lo necesario para la vida.

La noticia de que Nicuesa vivia aún, puso fin á la influencia de Olano. Hubiera obrado con lealtad ó perfidia, lo que es entónces, manifestó celo por socorrer á su comandante, é inmediatamente despachó en su demanda un bergantin, que, conducido por los cuatro marinos, llegó á la isla de la manera referida.

CAPÍTULO IV.

Nicuesa se reune con su tripulacion.

Cuando la tripulacion del bergantin y los compañeros de Nicuesa se encontraron, abrazáronse llorando, porque áun los corazones de los rudos

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