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Sobre la extradición de los delitos políticos y de los delitos sociales

En contra de lo que hoy sucede, los primeros tratados de extradición se concertaron exclusivamente para la entrega de los delincuentes políticos. Por lo que a España se refiere, en el primer tratado de que yo tengo noticia, el llevado a cabo entre Pedro I de Castilla y el rey de Portugal, en 1360, estipulaba la entrega de varios caballeros rebeldes condenados a muerte por las justicias de los dos países y refugiados en ambos reinos, es decir, de delincuentes políticos, como hoy decimos. Al mismo fin tendían otros tratados de extradición concertados, en tiempos aún más remotos, entre diversos Estados europeos (1).

Durante muchos siglos dominó, con escasas excepciones (2), el principio de la extradición de estos delitos; pero a partir de 1815 se inició en Inglaterra la práctica contraria; así este país, desde esta fecha, ha negado constantemente la extradición de los refugiados políticos (3), y este sentido difundióse por todos los países merced a la Revolución francesa de 1830. El gobierno de Luis Felipe, como es bien sabido, realizó en la legislación penal una revisión, cuyo resultado fué organizar una penalidad

(1) Lammasch, Das Recht der Auslieferung (wegen politischen. Viena, 1884, cap. III.

(2) Véanse los casos citados por Lammasch en el estudio mencionado.

(3) La doctrina jurídica favorable a la no extradición de los reos políticos no se formuló hasta pocos años después por Provo Kluit (De deditione profugorum, Leyden, 1829).

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especial para la delincuencia política y establecer el principio de la no extradición de estos delincuentes, principio que aparece aplicado por primera vez en el tratado de extradición celebrado con Bélgica en 1834. Todos los tratados posteriores celebrados por los demás países se han inspirado en este espíritu de favorable excepción para los delitos políticos, de tal modo, que hoy ha llegado a considerarse como un axioma jurídico el principio de la no entrega de estos delincuentes (1).

Este criterio se ha aplicado con la mayor amplitud, con una peligrosa amplitud, pues los tratados en vigor no sólo exceptúan de la extradición los delitos llamados políticos puros (hechos que atentan meramente contra el orden político de un Estado), sino también los llamados delitos políticos relativos hechos de carácter mixto que lesionen no sólo el orden político, sino también el derecho común). Pero la noción de estos delitos no se ha precisado aún con claridad; las opiniones de los autores son muy diversas en este punto, y para determinar si han de considerarse como políticos o como delitos comunes se han adoptado criterios muy diferentes (2). No me propongo intentar un estudio acerca de estos delitos, pero sí quiero poner de relieve que entre los delitos políticos relativos (ya se trate de delitos complejos o de delitos comunes conexos con un hecho político) se cuentan los crímenes más graves, los reprobados con mayor fuerza por el sentido moral, como el asesinato, el incendio, el robo, etc.

(1) Quizás la única excepción a este principio la constituyen algunos tratados de extradición celebrados por la Rusia zarista, entre éstos el celebrado con España (Abril, 1888, art. 4.°).

(2) Mientras unos creen debe atenderse al motivo del hecho, otros quieren considerar el fin perseguido (Helie, Traité de l'instruction criminelle, II, París, 1848, pág. 688); hay quien quiere examinar si el derecho político violado es más importante que el privado (Billot, Traité de l'extradition, París, 1874, pág. 104); también se ha propuesto atender especialmente al carácter del acto (Liszt, Zeitschrift für die gesamte Strafrechtwissenschaft, II, pág. 66 y siguientes).

Es indudable que el delito político merece un tratamiento privilegiado. Sus móviles no sólo son respetables y no deshonrosos, sino que en muchos casos llegan a la mayor altura moral; el amor a un ideal, el sentimiento de abnegación y de sacrificio, un espíritu generoso y entusiasta, arrastran a muchos a violar leyes que jamás hubieran transgredido por un motivo personal de codicia, venganza, etc. El delincuente político, en opinión de todos, no es socialmente peligroso, aun cuando lo sea para el régimen u organización política que combate. No le acompaña, como al delincuente común, el menosprecio público, ni la condena le infama; al contrario, sale de la cárcel o vuelve del destierro más puro y limpio, ennoblecido por el dolor sufrido por su generosa adhesión a un ideal. Este es el tipo del que pudiéramos llamar delincuente político ideal, romántico.

Pero junto a estos hombres nobilísimos, ¿cuántos no delinquen, en aparente obsequio a un ideal, tan sólo para satisfacer pasiones personales (ambición del poder, de riquezas, espíritu de venganza, etc.), o movidos por una predisposición personal que les lleva a los puestos de peligro y de combate (los individuos que los psiquiatras llaman demi-fous, mattoidi)? Estos ya son individuos socialmente peligrosos; respecto de ellos cabe temer la comisión de nuevos delitos, no sólo políticos, sino comunes, pues en la mayoría de los casos, el movimiento revolucionario o la agitación política no habrán sido mas que la ocasión mediante la que se han manifestado aquellas tendencias o inclinaciones personales, y mañana la ocasión puede tener no un carácter político, sino meramente privado y personal.

Hace ya tiempo que los criminalistas señalaron entre las filas de los delincuentes político-sociales gran número de criminales peligrosos (criminales natos, locos, semilocos, etc.) (1), y hoy en un documento oficial, en la exposición de motivos de proyecto de Código penal italiano, de gran benevolencia para aque

(1) Lombroso y Laschi, Il delitto politico e le rivoluzioni, Turín, 1890, cap. VIII, IX, X.

llos delincuentes, se insiste en el mismo pensamiento (1). Estos individuos son generalmente los que en las conmociones políticas o en tiempo de paz interior ejecutan asesinatos, robos, incendios, etc., más o menos relacionado con un fin político, y como tales hechos se incluyen hoy entre los llamados delitos políticos relativos, no obstante su gravedad, aseguran a sus autores un tratamiento privilegiado, especialmente en lo relativo a su extradición. En toda agitación ilegal, en todo movimiento delincuente, político o social, contra un régimen o contra una clase o clases sociales, pueden al menos señalarse dos grupos de participantes: los que realizan actos punibles, pero estrictamente dirigidos contra la organización política o social contra la que luchan, y que generalmente obran movidos por adhesión a una idea, y los autores de estos gravísimos atentados contra las personas o la propiedad, quienes ya tan sólo por ejecutar tales actos, puesto que el delito en su objetividad es una manifestación de la personalidad de su autor, aparecen como delincuentes peligrosísimos. Si para los primeros es justo el tratamiento de favor que hoy gozan los reos políticos, para los segundos no hay razón alguna que lo justifique.

En el terreno de la extradición se ha llegado, tratándose de estos delincuentes, a extremos que han sido acerbamente censurados por los criminalistas. La mayoría de los tratados excluyen sin excepción (salvo la denominada cláusula belga de atentado) la extradición para estos delitos. Tal es el criterio de nuestros convenios de extradición (2) y el de casi todos los paí

(1) «Así como un delito con fin de lucro puede cometerse tanto por un delincuente nato o habitual, como por un delincuente loco u ocasional, así un delito político-social, que en su tipo clásico será el acto de un delincuente pasional u ocasional, puede también ser la acción de un anormal mental, y quizás también de un delincuente nato...» Relazione sul progetto preliminare di Codice penale italiano, Roma, 1921, pág. 10.

(2) Art. 3.o del tratado con Francia, 6.o del tratado con Alemania, 5.° Suiza, 3.o Bélgica, 3.° Italia, 4.° Inglaterra, 10 Portugal, 4.o Argentina, 9.° Brasil, 4.° Méjico, 6. Chile, etc.

ses. En algunos, especialmente en Inglaterra y Estados Unidos, la adhesión de esta regla ha llevado a negar repetidas veces entrega de criminales autores de los delitos más duramente reprobados por la moral y el derecho (1).

Se ha intentado, en parte, remediar estos males con la llamada «cláusula belga de atentado», inserta por primera vez en la convención celebrada entre Francia y Bélgica en 1856, a consecuencia de un atentado cometido contra Napoleón III, y hoy reproducida en muchos tratados. Conforme a dicha cláusula, no se consideran como delitos políticos, ni como hechos conexos con semejantes delitos, los atentados cometidos en la persona del jefe de un Estado o contra los miembros de su familia cuando estos atentados constituyan un acto de asesinato, homicidio o envenenamiento (2). Pero el remedio es muy parco, pues solamente se refiere a escasas personas; además, tan expuestos como el rey a criminales atentados se hallan los ministros y un sin fin de elevados y aun de modestos funcionarios públicos, y, sin embargo, no gozan de la especial protección que a aquellos otorga la cláusula de atentado.

Contra el criterio adoptado por los vigentes tratados de extradición, se han levantado hace ya tiempo vehementes protestas, y los primeros en clamar contra tal estado de cosas han sido autorizados internacionalistas y penalistas.

Lammasch, hace más de treinta años, sostenía que la entrega del asesino político está de acuerdo con la conciencia jurídica contemporánea, que concede una importancia sin igual al res

(1) Archibald cita varios interesantes casos Extradition pour crime soidisant politiques, Journal de droit international privé, 36, 1.015 y sigs.

(2) Inglaterra, Suiza, Italia y Estados Unidos no han incluído esta cláusula en sus tratados. Dicha cláusula figura en los tratados celebrados por España con Alemania, Méjico, Salvador, CostaRica, Guatemala, Uruguay, Perú, Venezuela. El celebrado con la Argentina se refiere no sólo al jefe del Estado, sino también a los funcionarios públicos.

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