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PRÓLOGO

I

De 1419 á 1454 se extiende el reinado de Don Juan II de Castilla: periodo capitalísimo en la historia política y literaria de nuestra Edad Media, si ya no preferimos ver en él un anticipado ensayo de vida moderna, y como una especie de pórtico de nuestro Renacimiento. Una agitación desordenada, cuanto fecunda, invade entonces todas las esferas de la vida: la anarquía señorial lucha á brazo partido con el prestigio de la institución monárquica, sostenido, no por las flacas fuerzas del soberano, sino por el talento y la heroica firmeza de un verdadero hombre de Estado, que, de no haber sucumbido en la lucha, hubiera realizado con medio siglo de anticipación una gran parte del pensamiento político de los Reyes Católicos. Dése a esta primera mitad del siglo, no el nombre que en la cronología dinástica le corresponde, sino el de reinado de D. Alvaro de Luna; y quien registre los ordenamientos de Cortes de aquel tiempo y siga al mismo tiempo en las crónicas la cadena de los sucesos, no tendrá reparo en contar aquel larguísimo reinado, de tan infausta apariencia (en que no hubo día sin revueltas, conspiraciones, ligas, quebrantamientos de la

TOMO V.

a

fe jurada, venganzas feroces y desolaciones de las tierras), entre las crisis más decisivas y violentas, pero á la postre más beneficiosas, por que ha pasado la vida social de nuestro pueblo. Las tablas ensangrentadas del cadalso de Valladolid fueron el pedestal de la gloria de D. Álvaro: aparente y sin fruto, como logrado por inicuas artes, resultó el triunfo de sus adversarios: su pensamiento le sobrevivió engrandecido y glorificado por la aureola del martirio, y si en el vergonzoso reinado de Enrique IV pareció que totalmente iba á hundirse entre oleadas de sangre y de cieno, resurgió triunfante con la Reina Católica para levantar el trono y la nación á un grado de majestad y concordia ni antes ni después alcanzado.

De la misma suerte que en lo político, es este reinado época de transición entre la Edad Media y el Renacimiento por lo que toca á la literatura y á las costumbres. El espíritu caballeresco subsiste, pero transformado ó degenerado, cada vez más, destituído de ideal serio, cada vez más apartado de la llaneza y gravedad antiguas, menos heroico que brillante y frívolo, complaciéndose en los torneos, justas y pasos de armas más que en las batallas verdaderas, cultivando la galanteria y la discreta conversación sobre toda otra virtud social. Sin humanizarse en el fondo las costumbres, y en medio de continuas recrudescencias de barbarie, se van limando, no obstante, las asperezas del trato común, y hasta los crímenes políticos toman carácter de perfidia cortesana muy diverso de la candorosa ferocidad del siglo XIV. Crece por una parte el ascendiente de los legistas, hábiles en colorear con sus apotegmas toda violación del derecho, y por otra comienza á aguzarse el ingenio y sutileza de la nueva casta de los politicos, de que hemos visto en el canciller Ayala el primer modelo. No es ya el impulso desordenado, la ciega temeridad, el hervor de la sangre, la fortaleza de los músculos, el apetito de lucha ó de rapiña lo que decide de los negocios públicos, sino las

hábiles combinaciones del entendimiento, la perseverancia sagaz, el discernimiento de las condiciones y flaquezas de los hombres. Rara vez se pelea por la grande empresa nacional: los moros parecen olvidados porque no son ya temibles: la lucha continua, la única que apasiona los ánimos, es la interna, en la cual rara vez se confiesan los verdaderos motivos que impelen á cada uno de los contendientes. Un velo de hipocresía y de mentira oficial lo cubre todo. Los mejores y de más altos pensamientos, como D. Álvaro, aspiran á la realización de un ideal politico, sin confesarlo más que á medias, y aun quizá sin plena conciencia de él, movidos y obligados en gran manera por las circunstancias. Los restantes, so color del bien del reino y de la libertad del Rey, se juntan, se separan, juran y perjuran, se engañan mutuamente, y más que los intereses de su clase celan sus personales medros y acrecentamientos, dilapidando el tesoro real con escandalosas concesiones de mercedes, ó cayendo sobre los pueblos y los campos como nube de langostas. Todos los lazos de la organización social de la Edad Media parecen flojos y próximos á desatarse. Aun el fervor religioso parece entibiarse por la soltura de las costumbres, por el menoscabo de la disciplina, por el abuso de prelacías nominales y de beneficios comendatarios, por la intrusión de rapaces extranjeros que devoraban in curia los frutos de nuestras Iglesias, sin conocerlas ni aun de vista; y como si todo esto no bastara, por el reciente espectáculo del Cisma y de las tumultuosas sesiones de Constanza y Basilea. Es cierto que no se llega á la protesta herética como en Bohemia, y si se levantan voces aisladas como la de Pedro de Osma ó las de los sectarios de Durango, pronto son ahogadas ó enmudecen en medio de la reprobación general; pero no es difícil encontrar en poetas y prosistas de los más afamados, indicios de una cierta licencia de pensar, y más aún, de extravagante irreverencia en la expresión. D. Enrique de Villena

junta el saber positivo con los sueños y delirios de la magia, de la astrología y de la cábala, y no retrocede ante el estudio y práctica de las supersticiones vedadas y de las artes non complideras de leer. Enrique IV se rodea de judíos y de moros, viste su traje, languidece y se afemina en las delicias de un harem asiático, y es acusado por los procuradores de sus reinos de tener entre sus familiares y privados «cristianos por nombre sólo, muy sospechosos en la fe, en especial que creen é afirman que otro mundo no hay sino nacer y morir como bestias». La narración tan ingenua y veraz del viajero León de Rosmithal confirma plenamente esta disolución moral, que tenía que ir en aumento con la conversión falsa ó simulada de innumerables judíos, á quienes el terror de las matanzas, el sórdido anhelo de ganancia ó la ambición desapoderada llevaba á mezclarse con el pueblo cristiano, invadiendo no sólo los alcázares regios, para los cuales tenian áurea llave, aun sin renegar de su antigua fe, sino las catedrales y los monasterios, donde su presencia fué elemento continuo de discordia, hasta que una feroz reacción de sangre y de raza comenzó á depurarlos. No se niega que hubiese entre los cristianos nuevos, conversos de buena fe y aun grandes obispos y elocuentes apologistas, como ambos Santa Marías; pero el instinto popular no se engañaba en su bárbara y fanática oposición contra el mayor número de ellos, hasta cuando más gala hacían de amargo é intolerante celo contra sus antiguos correligionarios. Ni cristianos ni judios eran ya la mayor parte de los conversos, y toda la falacia y doblez de que se acusa á los pueblos semitas no bastaba para encubrirlo. Tal levadura era muy bastante para traer inquieta la Iglesia y perturbadas las conciencias.

Resultado de toda esta perturbación nacida de causas tan heterogéneas (á las cuales quizá convendría agregar la influencia del escolasticismo nominalista de los últimos tiempos, las reliquias del averroísmo,

y los primeros atisbos de la incredulidad italiana) fué un estado de positiva decadencia del espíritu religioso, la cual se manifiesta ya por la penuria de grandes escritores teológicos (con dos ó tres excepciones muy señaladas, pero todavía más célebres é influyentes en la historia general de la Iglesia del siglo xv que en la particular de España); ya por el frecuente uso y abuso que los moralistas hacen de las sentencias de la sabiduría pagana, al igual, si ya no con preferencia, á los textos y máximas de la Escritura y Santos Padres; ya por las irreverentes parodias de la Liturgia, que es tan frecuente encontrar en los Cancioneros: Misa de Amor, Los siete Gozos de Amor, Vigilia de la enamorada muerta, Lecciones de Job aplicadas al amor profano, y otras no menos absurdas y escandalosas, si bien en muchos casos no prueban otra cosa que el detestable gusto de sus autores, y no se les debe dar más trascendencia ni alcance que éste. Pero sea como fuere, la profanación habitual de las cosas santas es ya por sí sola un síntoma de relajación espiritual, de todo punto incompatible con los períodos de fe profunda, sean bárbaros ó cultos.

Mucho más menoscabado que el prestigio de la Iglesia andaba el del trono. Con una sola excepción, la del efímero reinado de D. Enrique III, tan doliente y flaco de cuerpo como entero y robusto de voluntad, la dinastía de los Trastamaras, fundada por un aventurero afortunado y sin escrúpulos, que para sostenerse en el poder usurpado tuvo que hartar la codicia de sus valedores y mercenarios, no produjo más que príncipes débiles cuya inercia, incapacidad y abandono va en progresión creciente desde los sueños de grandeza de D. Juan I hasta las nefandas torpezas de D. Enrique IV. D. Juan II, nacido para el bien, y hábil para discernirle como hombre de entendimiento claro y amena cultura, tuvo á lo menos la feliz inspiración de buscar en una voluntad enérgica y un brazo vigoroso la fortaleza que faltaban á su voluntad y

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