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de Socabarga, bajo la noble cima de Llen, donde se asoma la nieve a anunciar su próxima bajada a Santander y a la marina. Después la cresta del monte sigue ondulando hacia el SO., irguiéndose en un pico escueto, Castil-negro, y por última vez en otra cumbre, la Peñota, desde la cual se derriba a morir en el risueño valle de Villaescusa.

En tanto a nuestra derecha culebrea la ría de Tijero, mansa y silenciosa, escondiéndose entre junqueras, como sucede al mar cuando metido tierras adentro y lejano del lecho natural de su soberbia y su pujanza, hase domesticado y perdido sus fueros y su altanería. Pronto llegamos adonde estas aguas salen de la ría de Santander, que al pie del Cabarga y bajo el pueblo llamado San Salvador, parte las suyas y las sube hasta Tijero por la parte por donde venimos, hasta Solía y Movardo por la parte opuesta entrándose hacia el ocaso.

Y en el curvo vértice de ambas rías de Santander y de Solía, sale a encontrarnos el astillero de Guarnizo. Su suelo parece de propósito inclinado por la naturaleza para que las naves caigan blandamente desde la grada al mar; sus marismas ofrecen vasto espacio para parques de esas maderas singulares que el cieno marino preserva y cura; Cabarga le daba carbón y hierro, y para armamento de sus buques le fundía cañones la Cabada, y anclas Marrón.

No había de faltar quien utilizando tantas ventajas las completase estableciendo en las cercanías modo de hilar la jarcia, cortar la lona y coser las velas para que del astillero saliese el buque dispuesto a luchar con los hombres y con los elementos, a vivir su vida de navegación y combates, a explorar costas, correr tiempos y dar y recibir andanadas y abordajes.

Don Juan de Isla, caballero tras merano del solar de su apellido, lo realizó entrando con ánimo activo, recia voluntad y espíritu hábil en el renacimiento de la marina española, iniciado por Felipe V, continuado por sus sucesores Fernando VI y Carlos III. En la ciudad de Santander hallaremos los edificios que levantó, destinados a aquellas marítimas industrias.

En un tercio de siglo, en el espacio de treinta o cuarenta y

cinco años que alcanzaron a los reinados de los tres monarcas, botó al agua el astillero de Guarnizo veintiséis navíos de línea, diez y seis fragatas y otros buques menores. De sus gradas salió el Real Felipe, de ciento cuarenta y cuatro cañones, para señalarse en el combate frente a Tolón contra ingleses, donde el año de 1744 ganó el almirante español Navarro el título de marqués de la Victoria; de ellos el San Juan Nepomuceno, cuya cubierta en 1805 y en el cabo de Trafalgar regó la sangre del heroico Churruca.

Ya sólo de tarde en tarde recuerda su antiguo destino, viendo poner la quilla de un buque mercante. Así se sorprende el forastero al entrar en su iglesia y verla pintada de banderas y trofeos militares. La vida del sitio es vida de ocioso, y ha trocado la viva agitación y el ronco ruido de la construcción naval por el silencio y el sosiego. Le van repoblando quintas y posesiones de recreo: cada una se distingue por una condición particular que la caracteriza y da fisonomía: ésta por su frondosa calle de plátanos, aquélla por su sombría alameda de pinos, otra por su esbelto bosquecillo de castaños a raíz del agua, y no falta cuál se haga notar por las piedras de su portada o la claraboya de un tejado.

Para recibir al último soberano de la dinastía que le había hecho vivir y florecer, engalanóse el astillero un día, y como hidalgo de casa venida a menos, a quien la pobreza alejó de alcázares y ejércitos, y vive de memorias y de referir la vida espléndida y fecunda de sus antepasados, y, recordando la magnificencia de su estirpe, quiere hacer sufrida y tolerada su actual pobreza entre los magníficos y pródigos de la hora presente, ya que no podía mostrarle quillas en grada, cascos en carena, la poderosa escuadra de los tiempos pasados acicalándose y vistie ido el arnés para salir a la mar y ondear altivo su pabellón, pintó en fingidos obeliscos los nombres de los barcos que allí tuvieron cuna. Y los ojos de Isabel II veían desfilar como las sombras de un ejército levantado de su campo de batalla, donde yacía muerto, los fantasmas de aquellas armadas, cuyo sepulcro fueron los anchos mares desde el seno

balear al Océano Pacífico (1). Fantasmas que cruzan, no entre la niebla luminosa de antiguas glorias, sino entre los siniestros celajes de la ingratitud y la venganza, izada al tope una insignia que no es la suya, parecerán hoy a su afanosa mirada otros buques a cuyo bordo oyó resonar tan ardientes aclamaciones y recibió tantos y tan rendidos homenajes.

Aquel día el astillero parecía resucitado en toda su actividad guerrera. Músicas militares, soldados, uniformes, galas de toda clase, afluencia de curiosos y tropel de embarcaciones en su ribera, y el cañón que con solemne voz retumbaba, aquella voz solemne que aun en regocijadas ocasiones conserva un eco de la muerte, que es su oficio anunciar y esparcir.

Ya vemos el término de nuestro rápido y lento caminar: rápido, cuando adelantándose al andar el pensamiento, salva leguas, sin contemplación a la física fatiga del cuerpo; lento, cuando pródigo de sus horas se detiene y detiene a quien le acompaña en sus digresiones y comentarios sin contemplación al cansancio moral del espíritu.

Ya en el fondo del paisaje se dibujan la ciudad y sus colinas, el puerto y su boca, las aguas y los árboles, las rocas y los faros, y apenas perceptibles los secos mástiles de los buques, inmóviles en su fondeadero, y movibles y vivos la vela y el penacho de humo de los que navegan. Ya se dibuja enfrente de nosotros la calva roca de Peña Castillo, tan semejante a la siniestra sierra Elvira, que allá en Granada parece como una blasfemia satánica entre las celestes bendiciones de su incomparable vega.

En Bóo cruzamos el ferrocarril, y apartándonos hacia la izquierda, dejamos a nuestra derecha la península de Maliaño y su iglesia de San Juan. Aquí quiso Juan de Herrera que descansara su cadáver; explícitamente lo dijo en su testamento (2), porque de Maliaño traía su descendencia; allí poseían

lás

(1) Era el 4 de Agosto de 1861.

(2) ... «Mando que mi cuerpo sea trasladado de la dicha iglesia de San Nicoy su bóveda donde se ha de depositar, al lugar de Maliaño, que es en el valle de Camargo, y sea enterrado en la dicha iglesia del Señor San Juan de Ma

tierras sus padres, y a esta iglesia dejó parte de su caudal para ser invertido en obras pías.

Más adelante llegamos al pueblo de Muriedas. A su entrada, sobre la izquierda del camino, veis una casa de buena apariencia, pintada de pajizo color con sus puertas rojas. Aquí nació Velarde el 19 de Octubre de 1779, ese Velarde de quien no hay para qué decir el nombre, porque su apellido lo dice todo.

Aquel pino cuyo tronco se divide en dos para llevar mejor el peso del ancho quitasol de sus hojas, fué plantado por el joven cadete de artillería. De aquí salió, primogénito de una casa hidalga, para inmortalizar su casa y apellido en una epo peya de un momento, pero de un momento en cuya sublimidad se contienen las mayores grandezas del alma humana.

¡Quién sintió nunca la herida de la patria como aquel oficial, que siendo modelo de sumisión y disciplina, desobedece las órdenes de sus superiores y va resueltamente a empeñarse en el combate sin esperanza alguna!

Esos mueren por la patria, que no entran en pelea fiados en el dudoso trance de las batallas; los que van a morir, porque es necesario que la humillación de la madre no vaya adelante sin que el mundo vea que sus hijos la rechazan; los que quebrantan la ley sagrada del militar, porque están ciertos de redimirse con la muerte; los que aceptan el sacrificio absoluto, entero, irrevocable, sin más estímulo que el santo amor al suelo nativo, infinito, profundo, anterior a toda ley, a todo principio, a todo juramento.

Su breve vida es la vida de un soldado. Pelea haciendo arma de cuanto tiene a mano para suplir la ventaja del enemigo; hace metralla de las piedras de chispa, y cuando llega la hora de acudir a la espada, al arma suprema del valiente, una bala lo tiende muerto, y el lienzo de una tienda de campaña le sirve de mortaja.

liaño del dicho lugar, donde está enterrado Ruy Gutiérrez de Maliaño y de He. rrera, mi abuelo, y mis antepasados.»-Llaguno.-Noticias de los arquitectos y arquitectura de España, tomo II.-Documentos: N. XXII; 16.

Pero ¡qué muerte, aquella muerte de la cual resucita un pueblo, una nación regenerada en todas las virtudes de la constancia y del esfuerzo!

Al borde del agua, Estaños, nombre singular, si no viene del latino stagnum. Presas y balsas hay en él que todavía lo justifiquen. Aquí suponen las falsas crónicas el palacio y asiento (1) del último señor de Cantabria. La existencia del palacio es falsa, pero la del señor es cierta y merece que contemos su historia.

IV

EL ÚLTIMO SEÑOR DE CANTABRIA

En los primeros años del siglo XII, gobernaba esta tierra un hombre cuyo valer atestiguan a la par historia y leyenda, letras doctas y poesía popular. Conde Rodrigo González de las Asturias llaman escrituras y crónicas coetáneas al prócer, tipo de la caballería de aquella edad ruda y turbulenta. Nacido de la estirpe clarísima de Lara, esposo de una infanta de Castilla, señor de vasallos y con soberano imperio en cuanto la costa cántabra abarca entre las bocas del Ason y Deva, desde la marina a las vertientes septentrionales de las sierras castellanas; más cierto de su poder, acaso más seguro de su dominio que el monarca mismo de León y Burgos, había de ser soberbio, independiente, mal avenido a tutelas o consejos, y pronto a reñir y resolver por armas todo litigio, toda diferencia.

Era el espíritu que animaba entonces a toda la nobleza española, heredada pingüemente en guerra de moros por esfuerzo propio o por merced de los reyes, necesitados de su ayuda en la fatigosa empresa de la reconquista.

Gonzalo Peláez, conde vecino de Rodrigo y señor de las Asturias de Oviedo, mantenía guerra con su rey por espacio de

(1) Sota: Crónica de los príncipes de Asturias y Cantabria,

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