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Dios, mientras venía la muerte, que esperaba, y le tomó junto al sepulcro del Redentor Soberano.

La leyenda se apoderó de esta figura, cautivada por el relieve y color con que domina una época histórica. La Crónica general le supone uno de los jueces del campo en el célebre reto del Cid a sus ye nos los condes de Carrión; el infante don Juan Manuel, en su célebre libro del conde Lucanor (1), cuenta su peregrinación a Palestina, y el común rumor de que la lepra le había sido impuesta por el cielo en castigo de haber calumniado con el pensamiento a su esposa. Finalmente, Sota asegura que en su tiempo las gentes del campo cantaban en la montaña romances, cuyo argumento eran las aventuras del célebre caballero, uno de los cuales comenzaba:

Preso le llevan al conde, preso y mal encadenado.

También en las frías asperezas de Liébana hallaréis su memoria, si venís a visitar el viejo templo de Piasca, que fué monasterio y fundación suya, donde quiso que sus trabajados huesos reposaran, y donde acaso reposan (2).

(1) Capítulo 46.

(2) Fué Piasca fundación de antecesores suyos, Monasterium quod edificaverunt abios et patronos atque parentes nostros.-Sota.-Escritura 32; pág. 196. Fundadores se llamaron también ciertos bien hechores señalados de los monasterios, y en este concepto podía decirse tal Don Rodrigo, según de la misma escritura consta.

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HORA, lector amigo, has de consentir que a guisa de huésped honrado por inesperada visita, te acompañe a ver y registrar los rincones de esta amada casa mía, sin olvidar sus menores aposentos. Yo llevaré una mano sobre el corazón para impedirle que en este o el otro lugar salte a impulso de un recuerdo, o del habitual cariño, y canse tus oídos de indiferente con divagaciones sutiles o ardientes encarecimientos; no pondré a prueba tu paciencia, si quieres gastar conmigo la que baste a seguir escuetas descripciones, a tolerar juicios que involuntariamente se escapan a quien describe y tienen en su abono ser sinceros; y por punto general dejaré a tu imaginación el cuidado de nutrir de color los enjutos contornos de mi dibujo, de repartir

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luces y sombras sobre la opaca y monótona narración mía. Dejando caminos carreteros y peoniles, retrocedamos a tomar el de hierro para entrar de golpe y sin rodeos en el corazón de la ciudad.

Las aguas del mar le arrullan meciéndose a uno y otro lado de la vía. Luego, si has sido aficionado a vivir en compañía de poetas, el paisaje te va a recordar a Dante, a Byron, a Lamartine, a todos cuantos amaron al pino y cantaron su sombra, su tristeza, o el melodioso susurro con que le acarician las auras marinas.

Por sus troncos serpean los vástagos invasores de la yedra y la vid salvaje. ¿Has oído alguna vez el apólogo de Kerner?Vanagloriosa la vid, derramando sus pámpanos, agarrándose con sus zarcillos y anegando el tronco en la pompa espléndida de sus sarmientos, motejaba al pino y le decía:-«¿De qué sirve tu vivir erguido y yerto, siempre aspirando como insensato al cielo? Heme a mí esparciéndome sobre la tierra, aligerando con mi zumo divino el cansado pie del hombre, regocijando su hogar en el melancólico otoño, ahogando su tedio, encendiendo a sus ojos un nuevo sol, cuando el sol del cielo agoniza y se apaga. Y el pino, grave y erguido, respondía: «Triunfa y envanécete en buen hora con las alegrías que das al hombre; ¿mas cuál de esos bienes vale lo que la paz que yo le doy entre seis tablas?»

»

Allí está sobre la colina el lugar de paz y descanso que el pino ofrece. ¡Paz a los muertos! Allí están los que respiraron ese aire que nosotros vamos respirando, los que vieron este cielo, contemplaron este paisaje con sonrisa en los labios o con llanto en los ojos, latiéndoles el pecho con los varios impulsos de la vida. Allí están los que poblaron los lugares que vamos a visitar, y los animaron con sus pasiones. A ti, viajero, que hallarás los lugares poblados y bulliciosos, ¿qué importa el semblante de los que los llenan? Pero yo echaré menos a los muertos, y en más de un paraje no me los han de hacer olvidar los que los sucedieron. Y buscaré la voz del uno, la mano del otro, y hallaré vacío en el templo, vacío en la plaza

y vacío ¡ay Dios! en el hogar. ¡Paz a los muertos! Ellos descansan bajo el cielo amigo, y junto a la tapia que cierra sus restos, no pasan indiferentes. ¡Donde descansaremos los peregrinos y eternos caminantes de la vida!

Mira, o no mires, a esa larga sucesión de casas andrajosas, altas y hendidas, ladeadas y ruinosas, que parecen subsistir de milagro. No pensaban ellas que el viajero las iba a coger por la espalda; miraban a su calle, la calle alta, y para el vecino siempre murmurador y chismoso tenían la mejor cara y el mejor vestido; para el mar, que a fuer de grande es generoso e indulgente, y aunque se pica no se ofende, y aunque murmura no chismea ni muerde; para el mar dejaron lo que no quieren mostrar a la calle, y ahora que el curioso carril se metió entre ellas y el mar, casi no han tenido espacio de componerse y asearse para resistir ventajosamente su inquisición; verdad que, como él anda tan de prisa, cuentan con que no tiene tiempo de curiosear.

Al llegar a Santander, los trenes sueltan su carga y sus viajeros sobre un vasto terraplén a la vera del agua. Así truecan sus mercaderías mano a mano, mar y tierra, el vagón y el buque, barbeando sobre la escollera.

Rodean la estación almacenes y talleres; la vida de la industria esparce allí sus ruidos diversos y multiplicados, y se oye batir el martillo sobre la bigornia, y la sierra en las entrañas de la madera, y gemir la polea ahogada por el cáñamo; y a par que silba la locomotora o vibra la campana, vocea el carretero aguijando su yunta, y se oye la monótona canturia con que los marineros dan compás y unión a sus esfuerzos y mayor fruto a su faena.

Apenas puesto el pie en tierra, como quiera que nos hallamos en aquella jurisdicción que la gente de mar tiene por suya, sin que ordenanzas ni preceptos consigan desheredarla, nos salen al encuentro mujeres de zagalejo corto y pierna desnuda; traen en las manos gigantescas langostas y las ofrecen con voz empañada por la intemperie o la intemperancia. Ya en el siglo XIV, el arcipreste de Hita, al ponderar la riqueza y

aparato de un banquete copioso y escogido, decía: «De Sanctander vinieron las bermejas langostas.>>

Tostado y bermejo el caparazón como en días del regocijado arcipreste, largas y trémulas las antenas, saltones y negros como endrinas los esféricos ojos, plegadas las convexas planchuelas de la articulada cola, el tipo del crustáceo conserva inmutable al cabo de quinientos años su apariencia; tampoco ha padecido modificación sensible el de sus vendedoras; como en toda raza trabajadora por necesidad, y empleada en faenas duras y violentas, desconócense en ella la frescura y belleza juveniles, o son tan pasajeras, que apenas dan tiempo al observador de percibirlas; en cambio su energía de temperamento alcanza el más subido punto que pudo tener en remotos días, cuando el Estado curándose poco del individuo, éste había de bastarse a sí inismo en todos los casos y apuros de la vida. Articulaciones nerviosas y fornidas, teñidas del color ardiente de la vena del hierro las desnudeces que curten el agua y el aire, estridente voz y ronca de terciar dominadora en toda clase de ruidos, tumultos de la plaza, querellas de vecindad o tempestades del cielo; mirada inflexible, ademanes prontos, aire retador, son los indicios de su energía física; la moral se manifiesta principalmente por su elocuencia fogosa, rica en calor y color, esmaltada de apóstrofes, hipérboles y prosopopeyas, iluminada por el gesto ardiente de la fisonomía, sostenida por las plásticas actitudes y arqueo de los brazos; su facundia no se agota, sus fauces no se secan, su garganta no descansa.

Y sus peleas, como las peleas homéricas, tienen dos períodos o fases, la fase elocuente y la fase activa; provócanse primero en dilatadas pláticas, en que tanto entra el propio elogio como la invectiva y el sarcasmo, la blasfemia y el apodo; enumeran prolijamente las propias cualidades y los vicios de su enemiga, y enardecidas por la inspiración ambas contendientes, dan al diálogo sabor de más positivo choque; las eses silban como saetas rehilando durante una refriega; el epíteto injurioso se repite sin cuento y con la misma ceguedad con

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