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que la mano encarnizada repite sin tino los golpes en el combate; luego llegan a las manos, período breve, pero terrible; se embisten a la cabeza y al arma blanca y natural, las uñas; pronto rojean largos chirlos en el rostro, paralelos y ondulantes, y comienzan a volar madejas de pelo; hasta que vencida una, su castigo suele ser el mismo que manos follonas, ayudadas de una chinela, impusieron a la dueña doña Rodríguez en el castillo de los duques, por deslenguada y bachillera.

Allí próximas están las pescadoras sedentarias, acurrucadas detrás del banco, mal cubiertas de un toldo o un paraguas; delante tienen su apetitosa mercancía, chatas rayas y lenguados, jibias deformes, merluzas y congrios, brecas, barbos y lubinas, peces varios en matices y en formas, abiertos, partidos o enteros, engalanados de calocas y algas marinas, y los fantásticos mariscos, cámbaros, centollas, muergos, mejillones (o mocejones) y percebes.

A la mano tienen un airoso pabellón de cristal y hierro donde ejercitar su comercio amparadas de la inclemencia estacional; pero semejantes a ciertos ánimos que toman por agüero de muerte estrenar vivienda, repugnan y resisten verse encerradas dentro de tan linda jaula. Instinto vigoroso de independencia y libertad las mantiene fuera; acaso la inusitada apariencia frágil y aérea de la reciente fábrica, les dice que no resistiría al duro aliento de sus pulmones, embravecidos en una quimera, y temen que a la primer disputa entre dos vecinas, alaridos y voces hagan estallar los vidrios y derrumbarse la férrea armadura.

Entretanto, preside su aduar un pedestal rodeado de cadenas, haces y cañones, dentro de un cuadrilátero plantado de catalpas. Es la memoria consagrada por sus compatricios al generoso Velarde. Carece todavía de inscripción y estatua; ¿las tendrá algún día? Al bronce de los inútiles cañones que, marcados con la imperial cifra del primer Bonaparte, conserva el Museo militar de Madrid, no pudiera caberle mejor empleo. ¡Digna ofrenda consagrar a la apoteosis del glorioso artillero la artillería ganada al enemigo!

II

LA ABADIA

Por cima de vulgares edificios, y a Mediodía, se levanta una torre cuadrangular, maciza, destinada en su origen a recibir peso más grave que el de las campanas y reloj que ocupan su ático. Estribando en ella corre al Este una nave desmochada, de bastardo estilo, que apoya sus muros en una masa de hastiales, ojivas y murallones, viejos, mohosos, empenachados de hortigas y malvas. Decoración ruda, pero acentuada; imán del viajero que en las ciudades busca, mejor que galas de su riqueza contemporánea, las marchitas facciones de su añeja fisonomía.

Tomando una subida, parte rampa, parte escalinata, que arrastra pegada al paredón más bajo, torciendo luego a la izquierda, nos hallamos en paraje donde puede el espíritu cerrar ojos y oídos a la vida actual, a su lengua, trajes y usos, para vivir en lejanos tiempos. Era el terreno un cerro escarpado a lengua del agua, cuyas asperezas domaron a golpe de machones y graderías, quien quiera que fuesen los que lo eligieron para fundación militar o cenobítica. Estamos al pie de la recia torre abierta en ojiva, dentro de cuyo hueco se espacian anchos escalones de piedra, trepando a una calle más alta, y al ingreso principal del claustro y del templo. A nuestra izquierda comienzan otros que suben a la puerta meridional; a raíz de éstos, y bajo el vuelo de su tramo postrero, se alza sombría bóveda; al extremo del lóbrego cañón se mira con deleite lucir el sol, y se adivina el halago del aire ambiente; en una de sus crujías está el portal abocinado del Cristo de Abajo.

La fábrica de la catedral descansa sobre cuatro pilares cortos y robustos que parten esta bóveda en tres naves. Altos zócalos poligonales, fustes cortos, arcos achaflanados, arquitectura del duodécimo siglo. Dobles hiladas de nichos en un

lienzo de pared, muestran que tuvo un tiempo fúnebre destino; más antigua es su consagración al culto. Debió suplir a la iglesia en tanto se erigía; y datos ciertos prueban que a principios del siglo XIV se celebraban los misterios divinos en ella y en honra de los mártires Emeterio y Celedonio (1).

Recibe luz la cripta por dos ventanas que la toman a flor de tierra a Norte y Mediodía de la torre; la del Norte, abierta en el vano de la que fué puerta, tiene en los tímpanos dos cabezas esculpidas dentro de dos medallones, modelados según estilo del renacimiento. Era tradición en el siglo pasado, que estos bustos, difíciles ya de conocer, eran imágenes imperiales de Santa Elena y su hijo Constantino (2), y esta atribución se comoda con la advocación del Santo Cristo, que acaso fué primitivamente de la Santa Cruz.

Un caracol abierto en el espeso muro, lleva del interior del Cristo al de la catedral; desemboca junto al altar votivo de San Matías, dentro de la nave izquierda.

Enhiesto y firme permanece el esqueleto del templo del siglo XIII: fábricas sucesivas de tiempos posteriores le envuelven y bastardean sus costados, como vegetaciones parásitas que hienden la corteza de un tronco caído en espesura impenetrable, y al cabo de siglos le laceran y roen sus entrañas. Únicamente preservado por su fibra incorruptible se conserva ileso el corazón, testimonio de la edad del vegetal centenario: así la nave central conserva su crucería ojiva de labor tosca y perfil airoso, cerrada en las claves con leones y castillos, emblema de los reinos, y el escudo de Burgos, cabeza de Castilla, cuyo puerto era Santander. Y en las fajas de capiteles de

(1) En el libro de privilegios y escrituras de esta iglesia, una donación del abad don Nuño Pérez, entre otras prevenciones, ordena que todos los racioneros digan misa cantada de los mártires cada miércoles en el su altar que está 80 la bóveda, confirmado por el rey don Fernando IV a 8 de Julio de la era de 1348. (A. C.-1310.)-Subsistía este altar a fines del siglo XVI. Vid. Memorial de algunas antigüedades de la villa de Santander, por Juan de Castañeda.

(2) Relación de la fundación de la iglesia de Santander, remitida a la Real Academia de la Historia por el obispo don Rafael Menéndez de Luarca en 8 de Julio de 1789. Extractada malamente del manuscrito de Martínez Mazas.

donde arrancan los tallados nervios de las naves laterales, corren todavía aquella serie misteriosa de seres fantásticos, quimeras o esfinges, busto de hombre y cuerpo de fiera, postrera reliquia bizantina de la ornamentación del arte, rastro acaso de las encarnaciones mitológicas, y aquellas figuras rasuradas, de larga cabellera y ropas talares, que brotan del anillo del fuste como de una sima sepulcral, y se dirigen al pueblo con ademanes y gestos expresivos, pero que ya ni el pueblo ni los doctos comprenden.

Durante el período dentro del cual cabe suponer erigida la iglesia, por indicaciones de su estilo y traza, gobernaron a Castilla reyes poderosos y magnánimos. Alfonso VIII, que hizo de la Sierra Morena muro fronterizo e incontrastable contra el agareno. Doña Berenguela, inclita madre del Rey Santo. Fernando III, que hizo pastar tranquilos los caballos de sus mesnadas en las floridas márgenes del Guadaira.

Alfonso VIII, sin embargo, no hubiera esculpido el blasón de un reino que no le pertenecía, y León era dominio de su primo, Alfonso también, que fué luego el noveno en Castilla. En tiempos de San Fernando el arte comenzaba a pulirse; engrandecía sus trazas, afinaba-sus l'neas, solicitaba del escultor mayor riqueza y variedad; parece, pues, que debió ser en días de doña Berenguela, casada con el citado Alfonso de León, cuando se alzaron y cerraron las bóvedas de la Abadía (1214 a 1230 de J. C.). La escogida matrona a quien cupo el destino augusto de criar en su hijo a la par cumplido rey para la patria y glorioso bienaventurado para el cielo, tenía con Santander lazos de éstos, lisonjeros siempre al pecho femenino, y que éste nunca afloja voluntariamente. Tratada de casar en su infancia (A. C. 1188) con el infante Conrado, hijo del emperador Federico de Alemania, Santander con otras villas y ciudades casteIlanas formaba parte del dote señalado a la princesa por su padre Alfonso VIII (1).

(1) Escritura de capitulaciones matrimoniales, tomada del Becerro de Burgos, y publicada por Sota con el núm. 47 de Escrituras.

De cualquier modo, dentro del centenar que componen unidas la mitad del siglo duodécimo y la primera del inmediato siguiente, comienzan a señalarse en la historia general la villa y su abadía, como favorecidas por los reyes castellanos. Alfonso VII arranca, según vimos, la comarca montañesa de manos del último señor de Cantabria. Alfonso VIII amuralla y fortalece a Santander, legisla el tráfico de su puerto, provee a la administración y regimiento de sus pobladores, y la da en señorío al abad (1).

Este era en tiempos tan azarosos el medio más seguro de conservar a merced suya tierras tan inquietas y belicosas, apartadas, más que por la distancia, por la aspereza de sus fraguras, de aquellas en que entretenía a los monarcas su eterno empeño de adelantar la frontera cristiana hacia el Mediodía. Doña Berenguela fomenta y continúa las obras de la abadía; y San Fernando, que acaso las termina, consagra en un monumento breve, expresivo y duradero, a la manera heroica de aquellos tiempos, la participación de aquel su nuevo estado en empresas militares, el agradecimiento del soberano, el valor de sus súbditos, y la memoria gloriosa de la hazaña más alta de su reinado: este monumento es el escudo de armas de Santander.

No es el momento de hallarnos bajo los ojivales ámbitos de la catedral, impropio de semejante recuerdo; dentro de ellos oraron los tripulantes de la nave de Bonifaz; sobre esos roídos sillares que nosotros vemos y tocamos, recostaron su frente contrita, vagaron sus ojos entristecidos, que no hay quien, próximo a abandonar su patria, los conserve serenos, por más que a la jornada le arrastren entusiastas afectos, y sueñe encontrar al cabo de ella gloria, poder, honores o riqueza: ¡cuántos habían de cerrarlos para siempre en las marismas del Guadalquivir! Los afortunados volvieron y posaron su mirada encendida por la ardiente luz de la victoria en las piedras donde la habían posado opaca y dolorida; antes y después, pe

(1) Fuero de Santander.-Apéndice núm. 3.

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