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la suerte ayudaba y favorecíale con victoria completa. Entre los cadáveres del campo de batalla quedaba el de Garcilaso de la Vega, último descendiente varón de la rama primogénita. Pero la heredera de la segada estirpe, si no podía por su sexo perpetuar el apellido, quedaba con caudal bastante para ser solicitada por tal varón que entroncase en una de las más altas y próximas a la estirpe soberana de Castilla.

Al día siguiente a la batalla del Salado, el rey, según su magnífica costumbre, había hecho merced a los más señalados de su hueste en la pelea, ricos hombres, hidalgos o escuderos. Allí, en la Peña del Ciervo, donde acampaba, armó caballero a Gonzalo Ruiz de la Vega, su buen servidor, dándole heredades y tierras que le ayudasen a sustentar su buen nombre; y ampliando y precisando mejor sus mercedes en el año siguiente de 1341, le daba en señorío aquellos valles de las Asturias de Santillana, donde radicaba su solar y no corta herencia de sus mayores.

El señorío era el paso de la nobleza solariega a la nobleza titulada; daba jurisdicción, salvos siempre, más en la forma que de hecho, los derechos del rey; constituía estado, y facilitaba con una nueva merced regia el cambio del yelmo o el coronel cerrado sobre el escudo, por una corona abierta y floreada, y la entrada del agraciado en aquella peligrosa oligarquía de que el trono se rodeaba y hacía a menudo vacilar los tronos.

Gonzalo Ruiz de la Vega dejó una ħija legítima, doña Teresa, casada con Pero Ruiz de Villegas; con consentimiento de estos herederos, los testamentarios de Gonzalo Ruiz hicieron venta y cesión de los bienes de Asturias de Santillana a Garcilaso, su hermano, y muerto éste en Nájera, su hija doña Leonor era la señora de la Vega (1).

Don Diego Hurtado de Mendoza, de nobilísima estirpe,

(1) Del codicilo de Gonzalo Ruiz, otorgado en Castro del Río (Córdoba), a 3 de Octubre de 1349, se desprende que, ya señor de los valle, pretendió en ellos algo en perjuicio del rey, pues pide perdón a éste de haber desobedecido, cuando le prohibió entrar en las Asturias; le manda en memoria «su lorigon, el que

almirante mayor de Castilla, viudo ya de una esposa de sangre real (), pretendió y obtuvo la mano de la rica heredera montañesa, y en el segundogénito de esta unión venturosa y en su título de marqués de Santillana, quedaron ahogados apellidos y señoríos. Es verdad que nunca en tiempo alguno alcanzó en cabeza de sus sucesores la alta y purísima gloria que en la de este su poseedor primero.

Señora ya la dura raza, y autorizadas por el rey sus justicias, hízose temer acreditándose de inexorable. La natural turbulencia y ánimo independiente de sus vasallos eran domados por el espanto. Contábase en las aldea que la torre de la Vega escondía una sima insondable, patíbulo y sepulcro a la vez de los malavenidos con el nuevo dominio (2), inisterioso castigo que amedrentaba a los que veían sin temor alzada frente al solar la horca, instrumento de sumarios procedimientos y sentencias ejecutivas.

Pregunta ahora, lector, a la extinguida tradición si con sucesos de aquellos días tienen lazos de origen los nombres de dos de los barrios de Torrelavega, edificados precisamente al entrar y salir de sus arterias, la Quebrantada y el Mortuorio.

Porque entre dos tan significativos y lúgubres nombres sienta el centro de que te hablé a los comienzos de este capítulo, la colmena a la cual hallas, si llegas en jueves, enjambrada dentro del recinto de su ancha plaza, cuyo piso recuerda el del cóncavo y desnivelado foro de Sena. Agitada, hacendosa, hirviente, despoblándose de los enjambres ya ahitos y repoblándose de los que llegan hambrientos, manteniendo perennes y vivas las dos corrientes del hormiguero humano, la que va y la que viene, fluyendo y refluyendo por calles, cami

el me dió, e si finase que me mande llevar a enterrar a Santa María de la Vega». --Pleito de los Valles.-Del mismo instrumento se colige que Gonzalo tenía su casa-solar en la Barca, lugar así llamado de la que facilita el paso del río Besaya.

(1) Doña María de Castilia, hija del rey don Enrique II.--También doña Leonor era viuda de un nieto bastardo de Alfonso XI.

(2) Declaraciones de testigos en el Pleito de los Valles.

nos, paseos y veredas, a caballo, a pie, en coche, chasqueando látigos, sonando cascabeles, aguijando yuntas, silbando reses, cantando, plañendo, traduciendo en gritos, voces, ruidos y clamores varios, las pasiones todas del tráfico, de labradores y artesanos, de buhoneros y marchantes, la compra y la venta, la ganancia y la pérdida, la alegría expansiva causada por el oro, el placer del negocio feliz, el contento del traje nuevo, de la herramienta extraordinaria, del manjar no acostumbrado; el acento, en suma, confuso, múltiple y turbio, pero ardiente y vívido, del mercado.

Ese es el día de mercado en Torrelavega. De los caminantes y recueros que entre días de la semana halles desparramados por los diversos caminos que cruzan la Montaña, a distancias diversas de sus límites y de su centro, y andando en direcciones opuestas, convergente y divergente, apenas hallarás uno que no venga al mercado de Torrelavega, o que del mercado no venga. Pañeros de Castilla, vinateros de Rioja, pasiegas con el cuévano cargado a la espalda, asturianas con la ancha cesta rellena de aves sobre la indomable cabeza, aperadores, cesteros, mercaderes e industriales de industria y mercaderías varias, de poco y de mucho, de nuevo y de viejo, de rico y de pobre, de nacional y extranjero.

Así es el cuadro que la plaza ofrece; colmada, henchida, intransitable de curiosos, chalanes, baratillos, tiendas y puestos de géneros.

Allí los frutos de la tierra: pilas de borona sin moler, recogidas sobre tendidas sábanas; descoloridos trigos de la montaña, el álaga y el cutiano; tiernas alubias de blanca o roja o azotada piel; sabrosas legumbres y frescas verduras; coles y cebollas, y los rojos pimientos y ajos duros de Quevedo (1).

Allí los frutos de la mecánica: largas piezas de algodón pintado que el viento flamea, y la vara mide y corta la hábil tijera del pasiego; cintas vistosas de infinitos y vivísimos colores,

(1)

con rojos pimientos y ajos duros

tan bien como el señor comió el esclavo.

(Epístola al conde-duque de Olivares.)

tentación de la aldeana y ornamento preciado del chaleco de su novio; y lienzos y muebles, hojalatería y barro, utensilio doméstico; y los frutos de la industria agrícola, apiñados que, sos, y rubia manteca apellada y envuelta en hojas de rizado helecho. Allí, en fin, el pueblo cacareador y glotón del corral, de amarillos tarsos, colorada cresta y pomposa cola, merecida fama de esta feria, y el guarín humilde, a quien hipócrita pero propiamente llaman los montañeses el de la vista baja, al que todo aprovecha y es a su vez todo provecho.

La pintura de este mercado, con su crudeza de tono y de colores, pedía pluma de afilados puntos, de aquellas plumas castellanas a las cuales no parecía licencia excesiva usar el sustantivo propio, el epíteto conveniente y oportuno; las que no velaban la idea ni la amortecían velándola; las que escribían a la vez para los ojos y para el oído, trazando cuadros de frase pintoresca cuyo sentido retrataba la forma y el paisaje, cuya eufonía reproducía los sonidos y la voz armoniosa y vaga de la escena.

Pero no olvidemos que estamos en la cumbre de Tanos. Desde esta cumbre, donde se oye con tan claro acento vibrar despierta la voz de los siglos que dormían, radian tres vías diferentes que nos convidan a penetrar en otros asilos de la tradición, del arte, del espíritu yerto de las generaciones olvidadas. Podemos bajar al llano, salvar la vega, resistir la magia de sus armonías, y caminar a la romancesca Santillana. Podemos seguir sobre las férreas barras la cuenca del Besaya, los montes, y encaramarnos por las vueltas de la asombrosa vía a las parameras de Campos. Y podemos entrarnos en la aspereza que a nuestra mano izquierda se enmaraña, y seguir hasta el fondo del clásico valle de Toranzo, para subir un puerto y asomarnos a Castilla. Una tras de otra, con el favor de Dios, hemos de recorrerlas todas. Tomemos para descanso y solaz de ánimos solitarios la postrera, que aquí parece menos concurrida.

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ALLE de recuerdos, tantas veces pisado en todas las edades de mi vida, en la niñez, en la adolescencia, en la juventud, a la luz varia, viva o moribunda, gloriosa o siniestra del espíritu, no debiera tener secretos para quien ha registrado sus vegas y sus lugares, sus collados y sus arboledas, sus montes y sus cauces con el palo del viajero en la mano y con la cartera del curioso a la espalda.

Torres, escudos, ruinas y santuarios debieran ser para quien tantas veces los ha interrogado con afanoso cariño, libro familiar cuyas hojas abriese a cuantos le suceden en impaciencia, a cuantos pisan el mismo suelo con la misma sed inextinguible de saber lo que allí pasó, y qué memorias guardan las

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